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“El amante de Lady Chatterley”, de David H. Lawrence

Una novela en defensa de la ternura, la sensibilidad, la comprensión real de los verdaderos y más sencillos placeres de la vida, una novela en defensa del sexo y la sexualidad como liberadores.

por
  • Andrés Gómez Quevedo
    Andrés Gómez Quevedo
mayo 25, 2022
en A librazos
0

Novelón, novelón, novelón. Me ha dejado con la boca y el alma abiertas. Esta novela, clásico de la literatura inglesa, fue publicada en 1928, y tiene una actualidad arrolladora. Inicia y cierra de forma magistral, inolvidable, potente: 

«La nuestra es una época esencialmente trágica; por eso nos negamos a tomarla trágicamente», vaya inicio, ya con estas líneas estamos hablando de optimismo y hedonismo, de rebeldía y burla. Y concluye de este modo: «(…) con la cabeza un tanto gacha, pero con el corazón lleno de esperanza», o sea, que es el optimismo, a pesar de lo ácidos que pueden resultar los personajes a medida que se avanza en la historia, el hilo conductor de la novela. El optimismo por un mundo mejor, por sociedades más libres, por gente más sensible, comprensiva, amorosa, e igual de importante: ¡menos hipócritas!. Aunque, como queda claro en esta novela, la sociedad, la política y sus correcciones requieren de altísimas dosis de hipocresía, y por eso mismo esta novela tan sincera, profunda y real fue censurada e incomprendida en su momento. 

El amante de Lady Chatterley, título que ya anuncia un giro importante dentro de la historia, nos adelanta que esa señora tendrá un amante, y esta categoría supone ya un “pecado” dentro de los convencionalismos religiosos a los que aún seguimos atados en el supuestamente adelantado siglo XXI, en fin…

Cubierta de la novela.

Constance, o Connie, como más le llaman en la novela, está casada con Clifford Chatterley, un respetable soldado herido de guerra, discapacitado físicamente y con impotencia sexual, rico, propietario de minas y tierras, con el título nobiliario de barón, escritor e intelectual y, por supuesto, arrogante, petulante, conservador que se disfraza de progresista y llenísimo de todos los complejos “vulgares” que la ausencia de virilidad pueda aportar, algo que sabe disfrazar con ideas y palabras que a la postre no impedirán los amoríos de su esposa, primero con Michaelis, un artista petulante, con eyaculación precoz y demasiado engreimiento —me recordó esa canción de Telmary que dice: «qué equivocao tú estás de la vida, mi amor, qué equivocao»—, y luego con Oliver Mellors, el incomprendido y ermitaño guardabosques, criado de su esposo, personaje clave y que, a mi entender, sirve de puente para reflejar los ideales del autor. 

Ante esto, uno pudiera pensar que se trata de una novela llena de una picaresca muy a lo Marqués de Sade o Bocaccio, pero en verdad va más allá de las aparentes simplicidades de la carne, que, todos sabemos, “las cosas del cuerpo no son solamente del cuerpo”.

David H. Lawrence se burla de los convencionalismos, de la falsa moral de la alta sociedad y de los pujos moralistas de las clases bajas y sus imitaciones de naturaleza kitsch-religiosa, al cabo ridículas; se mofa de las hipocresías formales, de las sobrevaloradas apariencias, y para ello debe hurgar en las intimidades de estos personajes tan complejos y realistas.

Hedonismo y mofa resultan frutos de la guerra, pues todo acontece en la Inglaterra de la posguerra, esa que recibió también los influjos de la revolución soviética en unas masas trabajadoras llenas de heridas sociales que el autor conoció, pues fue el fruto de familia minera unida a familia de clase, de ahí que supiera retratar tan bien a ambos extremos con sus luces y sus sombras, sus logros y sus fracasos. 

La “decadencia” versus las viejas y respetables costumbres dentro del despertar moderno en esa Belle Époque se ven contradichas en el espíritu traumado del personaje de Clifford, el rico con discapacidad física que cree en mantener ciertos valores tradicionales entre tanto modernismo, al cual finge no negarse en un principio, y he aquí mi pie para hablar sobre el desarrollo y evolución de los personajes, un punto plausible en esta novela, pues todos tienen oportunidad de desplegar sus ideas y personalidades, como los bailarines principales de un ballet, que tienen sus importantes solos para demostrar de lo que son capaces y quiénes son dentro del gremio.

Connie, por su parte, representa a la juventud, la lozanía espiritual, trancada socialmente, liberada en la intimidad, y Mellors, el guardabosques, ese que es supuestamente como una máquina de trabajo, representa al sector herido, abandonado, traicionado, sometido, estoico, práctico, esa pieza que hace falta para mantener la maquinaria conservadora activa y, sin embargo, lo que en verdad representa es la libertad del sentido y la sensibilidad, por muy a “Jane Austen” que suene.

Hace pocos días escuchaba el podcast literario, —que de paso recomiendo—, Mariliendres, del cual soy “grupi”, en el que Estefanía y Dani recomendaban las novelas de Jane Austen, en el episodio “Austenland”, y ahora me atrevo a decir que la Jane dejó una marca en la literatura inglesa que ha sido acentuada por autores como H. D. Lawrence, y me tomo la libertad de usar algunas de las palabras de Beatriz Pottecher, que prologan a este libro: 

«Educado por su madre, [H. D. Lawrence] pensaba como una mujer, algo que no suele ser común ni siquiera entre los hombres escritores, y logra construir y explicar con gran carga de profundidad y ni un solo pelo en la lengua, un personaje femenino, superior en inteligencia y pureza, a las grandes heroínas mortificadas de la novela moderna: Madame Bovary, Ana Karenina y la Regenta (…) Lady Chatterley es el espejo interior de la mujer actual emancipada (…) Por eso se dice que Lawrence hizo por las mujeres lo que Lincoln por los esclavos». Yo creo que Lady Chatterley puede ser perfectamente una “chica Almodóvar”, por muy inglesa que sea: esas escenas de amor bucólico en contraste con la elegancia, esas rebeldías, esos cuerpos desnudos, esos sexos velludos en los que se ponían florecitas silvestres, ese esnobismo de la mano de la naturalidad, esos descaros tan orgánicos. 

Y es que, la protagonista, después de la aterrizada decepción con el inmaduro de Michaelis y su eyaculación precoz, decide abandonarse a la convivencia con su esposo ególatra y tullido, que Lawrence describe de este modo: «(…) Toda su atracción sexual por él, o por cualquier otro hombre, murió esa noche (…) Y así pasaba ella los días tristemente (…) ¡Nada! Aceptar la nada de la vida parecía ser la única finalidad del vivir. ¡Todas las absorbentes e importantes naderías que componen la gran suma total de la nada!». Menuda lata la de la Connie que, calentica de mente, se encierra en una decencia acérrima, por decepción y falta de otra salida: «El cuerpo entero se le estaba volviendo insulso, pesado, opaco, una sustancia insignificante. La hacía sentirse inmensamente deprimida y desesperanzada (…) Era vieja, vieja a los veintisiete años, sin chispa ni fulgor en la carne».

Como habrán notado, el narrador es omnisciente, aunque también se apoya de la narración epistolar para construir el relato. 

Entre todo eso, se asoman varios personajes de falsas aperturas mentales y mucha acidez, que representan a la intelectualidad burguesa, a, como les llama Lawrence, los perros de lengua afuera que persiguen a la perra diosa del Éxito: «(…) Hablamos mal unos de otros, igual que todos los malditos intelectuales del mundo (…) Algo va mal en la vida intelectual, radicalmente mal. Está arraigada en el rencor y en la envidia (…) Una vez que empieza la vida intelectual, se arranca la manzana. Se corta la conexión que existe entre la manzana y el árbol; la conexión orgánica. Y si no se tiene en la vida otra cosa que la parte intelectual, entonces solo se es una manzana arrancada (…) Es una necesidad natural para la manzana arrancada el echarse a perder (…) Pues hagamos sidra de nosotros mismos».

He aquí el hedonismo que late en todo momento dentro de la novela, incluso en los pasajes más tensos y en las conversaciones más pesadas. Después de cada tragedia emocional, sobreviene una máxima gozosa, algo que parece tan ajeno a la fría Inglaterra, como mangos, cocos y piñas en medio de manzanas, uvas y fresas: «(…) Intelectualmente, creo en tener buen corazón, un pene alegre, una inteligencia viva, y valor para decir “¡mierda!” delante de una dama», frase antecedida por la provocativa invitación al desenfreno: «¡Seamos tan promiscuos como los conejos! (…) ¿Que tienen de malo los conejos? ¿Acaso son peores que está humanidad neurótica, revolucionaria, llena de un odio histérico?».

Connie va desarrollando su vuelo mental escuchando a esos caballeros que parecen salidos de la pluma de Oscar Wilde, pero que, a la hora de los mameyes son todos unos tatequietos, y ninguno practica lo que predica. Luego, cuando en verdad ella se lanza a esa complacencia del cuerpo y del espíritu, a esa libertad, se encuentra con la cara fea del moralismo, y por ende, con el veneno de la hipocresía social. De ahí que ambos amantes se vean deseosos de que todo el mundo desaparezca, o de, más bien, desaparecer juntos.

El viaje a Venecia me trajo a la mente a la atribulada Anna Karenina, y las tensiones se manejan entre disgresiones que comprenden la crítica social, política y religiosa, así como los momentos de erotismo, y he aquí otro detalle importante: esta novela fue descrita como pornográfica por algún mentecato reprimido en algún momento de la historia, y hoy se queda corta en ese sentido para quien espera carne y malas palabras a tutiplen y calentura a chorros. Si buscas ese tipo de lectura vete a las nuevas autoras de literatura cachonda y de propuestas de amor fantasioso, no sé, a las Cincuenta sombras de Grey y demás clones literarios con portada sexy y modernota; ¡Ojo! No estoy criticando esas lecturas, no soy quién, solo digo que El amante de Lady Chatterley no es una novela para calentarse con meras representaciones sexuales ni con hombres y mujeres de ensueño, sino para aprender a sentir y a ser libres con lo real, porque, a decir verdad, a la Connie lo que le tocó vivir fue un “tápate con colcha”, como decimos en Cuba; marido apuesto y rico, pero impotente sexualmente, amante con eyaculación precoz y egoísta en la cama, enamorado medio blandengue que no quiere sexo sino musa, y luego, el macho sensible, buen amante, inteligente y varonil, pero sin dinero y marcado por una relación vulgar y escandalosa con una pelandrusca detestable.

También se pone en tela de juicio el estiramiento de la clase alta, que, a la postre, goza de las mismas supuestas vulgaridades que las demás clases más bajas. 

Esta es una novela en defensa de la ternura, la sensibilidad, la comprensión real de los verdaderos y más sencillos placeres de la vida, una novela en defensa del sexo y la sexualidad como liberadores y naturales, por encima de las posturas forzadas por las convenciones sociales. Una novela contra las apariencias, contra la tullidez mental de los que reniegan de los placeres que el cuerpo guarda, ingratos que han olvidado que nuestro cuerpo es nuestro mejor amigo y le debemos amor, respeto y ternura. Es una novela contra el machismo, a pesar de las acusaciones de antifeminista del autor, que denigraba un poco del efecto de las mujeres sobre los hombres, y sin embargo, aquí exalta a la mujer fuerte, independiente, dueña de sí misma, compleja y realista. Es una novela a favor de la sensibilidad entre los hombres sin que ello suponga la homosexualidad, y sobre la importancia de la libertad espiritual, más allá de las plasticidades y las libertades que el dinero pueda aportar. 

La actualidad de la historia también radica en que fue escrita en la década de los años veinte del siglo XX, una época de cambios sociales, políticos, de apogeo cultural, de desarrollo industrial, como ahora: mismo perro, diferente collar —y ni tanto. Sobre la juventud dice: « (…) Se vuelven locos por los vestidos (…) Se gastan hasta el último penique en ellos mismos: ropa, tabaco, bebida (…) No tienen miedo de nada, ni respetan nada estos jóvenes (…) No son como sus padres. Si una les dice que deberían guardar algo para casarse, dicen: “Eso puede esperar; ahora lo que quiero es disfrutar mientras pueda” (…) Todo recae sobre los viejos, y todo anda mal». Ahí lo dejo, verdad como un bloque de concreto sobre nuestras fantasías sociales y pajas políticas, al menos en este rincón del mundo, repito: «(…) Todo recae sobre los viejos, y todo anda mal». Pero bueno, sigamos con la parte cachonda de la historia, la lucha de los sexos —otro detalle de actualidad— y la lucha de clases —qué cansancio da ya—: «(…) Los hombres son todos iguales: son como bebés; hay que halagarlos y engatusarlos y hacerles creer que hacen lo que quieren (…) Cuánto más sucio se es sexualmente, más te quieren…» ; « (…) No puedo soportar la estúpida y despótica insolencia de la gente que dirige este mundo»; « El dinero le envenena a uno cuando lo tiene, y le mata de hambre cuando no lo tiene».

Y van a tener que perdonar tanta cita del autor, pero es que como dije al principio: novelón, novelón, novelón. Ya para concluir, lo haré con otros fragmentos extraídos y ordenados para crear un mensaje mas resumido, y que, como ya dije antes, crean el aura optimista de esta novela y el hálito de esperanza que deja, o al menos, la invitación a la paciencia y a la calma, a la fe y a la confianza, con el apoyo en lo que Connie, Lady Chatterley, llama «la valentía de la ternura»:

«El mundo es algo fijo y, exteriormente, tenemos que adaptarnos a él (…) En privado podemos hacer lo que nos plazca. Las emociones cambian (…) Todos los malos tiempos transcurridos no han sido capaces de deshojar la flor; ni siquiera el amor (…) No puedo borrar todos los inviernos que han transcurrido. Pero este invierno cumpliré un poco de paz. Y no voy a permitir que el aliento de la gente me la apague. Creo en un misterio superior, que no deja que deshojen la flor».

Maravilloso. 

Sobre D. H. Lawrence

Se llamaba David Herbert Richards Lawrence. Nació en Inglaterra y murió de tuberculosis en Francia, a la edad de 45 años. Fue autor de novelas, cuentos, poemas, obras de teatro, ensayos, libros de viaje, pinturas, traducciones, y críticas literarias.

Su obra está adscrita al modernismo, con agudas críticas sociales y políticas, en defensa de la salud emocional, la sexualidad, la espontaneidad y el instinto. Fue censurado en su país, minimizado a la categoría de pornógrafo de talento desaprovechado, y al estar casado con una alemana, tuvo que irse de la  Inglaterra en período de guerra. Se exilió en varios países, a lo que llamó Peregrinación salvaje, que comprendió países como Australia, Sri Lanka, Estados Unidos, México y el sur de Francia, dónde murió. Su obra se estudia en academias y a pesar de haber muerto joven, vivió intensamente y dejó un legado que no ha perdido validez ni actualidad, incluso a casi un siglo después de su muerte. 

Sirva este “Librazo”, esta novela de las más famosas del autor, para iniciar la lectura de sus otros títulos. Hasta la próxima semana.

Etiquetas: literatura contemporáneamodernismoPortada
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Andrés Gómez Quevedo

Andrés Gómez Quevedo

Santiago de Cuba, 20 de agosto de 1987. Egresado del Centro de Formación Literaria especializado en narrativa Onelio Jorge Cardoso de Ciudad de La Habana, 2009. Graduado de Comunicación Social en la Universidad de La Habana, 2013. Trabajó en el Centro de Información para la Prensa, CIP (2014-2015), como columnista en Cubahora, y en el Centro Nacional de Educación Sexual, CENESEX (2015). Tiene publicado como ilustrador el poemario "La paz en el infierno" del autor Ramón Muñiz, Ediciones Exodus, 2019, bajo el pseudónimo de Yunitón. Como autor e ilustrador la novela infantil "Los árboles que querían volar" por la editorial Publishway, Chiadokids. Actualmente se desempeña como artista plástico, escritor y guía turístico independiente en Ciudad de La Habana.

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