“La tiranía de las moscas” de Elaine Vilar Madruga

Una obra que parodia y exagera, como los movimientos de una bailarina, para que hasta el último de la fila vea lo que ella hace.

Este mes lo dedicaré a leer autoras cubanas, para extender la celebración del día de la mujer. Quiero empezar por Elaine Vilar Madruga y su novela La tiranía de las moscas, que llevaba tiempo loco por tener en mis manos. 

La forma en la que conseguí el libro es tan atrevida como la novela en sí, pues la propia autora subió una historia en Instagram en la que una lectora anunciaba que viajaba a La Habana y venía leyendo La tiranía… en el vuelo. Tuve el impulso jinetero de empezar a seguir a esa persona, y enviarle un mensaje por el privado en el que le pedía que me vendiera el libro, pues en Cuba no era posible conseguirlo. Ella me respondió y a los dos días estábamos sentados en un bar compartiendo de lo lindo, ella, su esposo y yo, cita que me inspiró para escribir después en Instagram, también emocionado por la sensación de haber hecho una nueva amistad: «Los libros no son solo libros, también son puentes (…) Patricia, gracias por el intercambio cultural, por la calidez, la sinceridad, las risas y las buenas vibras tuyas y de tu esposo Antonio. Lo diré a lo español: «Sois muy majos» y lo diré a lo cubano: «Asere, ustedes son súper chéveres».

La tiranía de las moscas ha sido recomendada como una novela que ayuda a las personas a entender la rebeldía de los menores de edad ante la tiranía de la adultez, más allá de que también funciona a modo de parodia de algunos aspectos de nuestra realidad.

Yo fui un niño “diferente” para mi contexto —una historia muy extensa que no cabe aquí— y me sentí atraído por esta obra que, de acuerdo con Cristina Morales, su editora: «¡Ojalá hubiera caído en mis manos, siendo chavala, un libro como este, en el que se invita a los hijos a rebelarse contra sus padres..!»

Fui también un niño rebelde que cuestionaba y no obedecía a lo que no le veía sentido. En ese aspecto saqué de quicio a maestras y padres, y por eso comprendo tan bien a los personajes de esta novela. Un día mi papá me regañó, cuando yo tenía como ocho años quizás, y me dijo: “No sé cómo puedes hablarle así a tu mamá”, y mi respuesta fue: “Ella me dice cosas peores, ¿y las tengo que aguantar? ¿Por qué? El que quiera respeto que se lo gane”, claro, también debo admitir, ahora a esta edad, que lidiar conmigo no era fácil, y le volé las cabezas a mucha gente con mis cosas. Pero bueno, lo cortés no quita lo valiente y a pesar de la edad tenía razón, el respeto se gana, además, yo no nací para ser clon de nadie. Yo creo que esta novela va también de eso, de romper la cadena de imitación, al final la vida no es ni una coreografía ni una marcha militar. 

Portada de “La tiranía de las moscas”, de Elaine Vilar.

Vamos a hablar de esta historia:

¿Cuándo vemos moscas? Generalmente cuando hay desechos o productos echados a perder, cuando hay peste, suciedad, basura, algo muerto. Aquí las moscas son un simbolismo, rodean a las cosas que viven como si arrastraran a la muerte o sobrevivieran a algún tipo de podredumbre. 

Veo a esos niños, a esos «locos bajitos que se incorporan» oliendo el declive emocional de sus mayores que, tiránicos, los intentan guiar, y ejercen una crianza dictatorial, como las que hemos tenido todos en aras de ser “normales” y no “bichos raros”, en pos de lograr que seamos clones de nuestros progenitores o tutores, y no “individuos”, con aspiraciones e inclinaciones propias, más allá de lo que “debe ser”, con el objetivo de volvernos perpetuadores de algo… Obsoleto, caducado. 

Los tres niños que protagonizan la historia son hijos de un político y militar que vive con miedo a la desobediencia. Personaje inspirado por la ene cantidad de incapaces pero “fieles” y “serviles” que han dirigido organizaciones y empresas en este país durante muchos años—y caiga el sombrero para el país al que le sirva. Este “padre” tiene un hilarante y cínico  problema para hablar, es gago, y pronuncia los nombres de su hija Calia como “CacaCalia”, el de Casandra como “Cacasandra” y el de Caleb como “Cacacaleb”, “homenajea” accidentalmente el hecho de que los tres hijos al nacer se defecaron en el interior de la madre —lo de la caca me recuerda los chistes de mi abuelo cuando me decía que a mí no me parieron, sino que me cagaron, también me recuerda la cantidad de veces que en la infancia nos quitaban los programas infantiles de la Televisión para transmitir discursos y la furia política del momento, y todos los niños protestábamos y decíamos “mira que hablan caca”, y lo del no poder hablar bien también me llevó a esos momentos en los que vi dirigentes y directores en reuniones del gobierno que fueron televisadas y que no sabían ni expresarse; se volvían difíciles de respetar. 

La definición que hace la propia autora de esos niños y personajes principales es bastante clara y resumida:  «Cacasandra, la cerdita hormonal que sueña con templarse a un puente o al Muro de Berlín. Cacaleb, Doctor Dolittle en formato ángel de la muerte. Cacalia, Da Vinci de pacotilla que tiene la habilidad comunicativa de una placenta.»

El denuedo de los padres por lograr, en medio de una infelicidad matrimonial, algún tipo de armonía o disciplina en casa, la certeza de que en el fondo no están contentos con los hijos, porque son especiales, porque son diferentes, porque son rebeldes y escapan del control de una mamá psicóloga y un papá militar, con la fantasmagórica figura de ese abuelo general y hombre importante al que los nietos llaman Bigotes, aunque no se pueda llamar así, nos muestra una parodia espectacular de una de las aristas de la vida en la Isla poco retratada en nuestra literatura: la casa del dirigente y sus hijos “descarrilados” por ser diferentes, como si del mismo modo en que la casa de esta familia está siendo constantemente vigilada por micrófonos, a nosotros los lectores se nos concediera la oportunidad de asistir al espionaje y estudio de estas personas, para también llegar a una revisión de nosotros mismos, ¿por qué no? Si leer sobre otros niños siempre abre gavetas llenas de recuerdos que nos ayudan a revisitar la propia infancia y a entender mejor a lo que hemos llegado, si leer sobre otros padres nos ayuda a entender a los nuestros, o al que somos. 

«Cada familia es diferente y rara a su manera, pero la nuestra se llevó la medalla de oro en la competencia olímpica de la disfuncionalidad.»

Elaine retrata la sensibilidad de los menores ante las durezas de la vida y de la gente poco elevada que les rodea. Refleja muy bien el cómo los padres, cuando no se han molestado en crecer espiritualmente y van rotos por la vida, delegan el peso de sus ponches y desperfectos emocionales en los hijos, por eso salen rebeldes, y deciden matar y enamorarse de objetos en vez de personas, por eso hay moscas, porque hay algo echado a perder, pero ese algo quiere imponerse, precisamente ante la impotencia de saber que el relevo quiere ser, ¿qué digo quiere?, ¡ya es de otro modo!

Elaine se sirve de su infinita imaginación, talento y disciplina para llevar al extremo estos fenómenos, y nos entrega así a unos personajes que parecen caricaturescos, pero en la vida real, en la calle, vemos caricaturas todos los días. 

La narración en primera persona a veces da la sensación de ser una mirada que espía. Es la voz de la hermana mayor que realza el punto de vista de sus hermanos, los que no son normales y por eso no son felices, digo, no los dejan ser felices —permitan que tome prestado de Retamar. Algunos capítulos son meramente diálogos, a veces hasta sin acotaciones, pero se entiende a la perfección cuál es la voz de cada quién por el buen diseño de los personajes .

El lirismo que acompaña a la prosa en este caso hace que por momentos parezca más una puesta en escena cargada de símbolos, una fábula hecha a la antigua con retoques modernos. 

No puedo contarles muchos detalles de la trama, caería en spoiler, pero imaginen un hogar vigilado, en el que vive un hombre importante, hijo de un mandamás, el abuelo Bigotes de quien se dice: «Al entrar a la casa, el Abuelo Bigotes se convertía en el anfitrión. No importaba que la casa no fuera suya. A fin de cuentas, el país sí lo era y aquel hogar, dentro de su país, formaba una parte más de la expansión de su territorio. Allí se jugaba según sus leyes y eso lo sabían todos. Sus escoltas se quedaban afuera, porque en aquel entonces los tíos aún no habían intentado asesinar al Abuelo Bigotes.» El abuelo es traicionado por su prole, y el gago lleno de medallas cuyos hijos son diferentes es sospechoso también; ese gago cuyo matrimonio además está roto pero sigue en pie, y es todo una pantalla, una perfección fingida, un plato de exhibición.

Esos niños quieren ser libremente, pero no pueden, porque esa libertad rompería la tradición hermética de esos adultos rotos y descosidos pero en posiciones de mando; ser diferente sería traicionar, y ya la familia está erizada por eso, y por un presagio de muerte que acabó con la familia materna, presagio que, como casi todo en esta novela, es un símbolo.

¿Por qué quieren matar al gran líder que da continuidad al intragable plato de exhibición, si es tan bueno? ¿En realidad, quiénes son los “buenos”?

El abuelo regala muñecas porque puede, porque con eso juegan las niñas, porque «no hay nada más hermoso que las muñecas diferentes», ¡claro! Solo las muñecas, seres manipulables, pueden ser diferentes, una mascarada: «Las máscaras son un arma. Y todo hombre inteligente debe tener al menos una», dice el actor, digo, el gran dirigente. Una dramaturga como Elaine conoce a la perfección el uso de la máscara en escena. 

En esta casa-país donde «alzar la voz era un acto de rebeldía», el hijo que mata animales solo de tocarlos acumula cadáveres en el sótano, ¿por qué? ¿Para qué? Añade otro símbolo al carrito. El padre se desencadena, y la casa-país se vuelve una cárcel, y al leer todo lo que hacía y decía ese tiránico papá, la canción que empezó a sonar en mi mente era esa de Tanya: «ese hombre está loco». Interesantísimo el personaje de Calia, la niña genio, la niña dibujante, la que no habla hasta que tiene que hablar, la que sabe cuándo y cómo va a acabar la cosa: la vista larga e incomprendida de la artista.  

Vestida con retoques de realismo mágico, surrealismo y terror psicológico, La tiranía de las moscas es una obra que parodia y exagera, como los movimientos de una bailarina, para que hasta el último de la fila vea lo que ella hace: lo que se tiene que ver. 

La novela está muy a tono con estos tiempos en los que se defiende la diversidad, del tipo que sea, y pone no tanto en ridículo como en posición de cuestionamiento a los criterios conservadores y a los silencios a los que otras generaciones que no entienden invitan a guardar, pero, ¿para qué? El silencio solo perpetúa el error, lo encubre, lo deja ser, por eso hacen falta novelas así, que rompan la norma, que apunten con el dedo, que den fuerza a los niños, después de todo, ya lo dice ese gran clásico del pop mundial «Somos el mundo, somos los niños», aunque la banda sonora que se me antoja para este libro es el Otro ladrillo en la pared del mostrísimo Pink Floyd, con esos versos anti-adoctrinamiento: «¡Oigan, profesores! ¡Dejen a los niños en paz! A fin de cuentas, es sólo otro ladrillo en la pared…»

En cada hoy se escucha un futuro, hay que saber observar para entender, y este libro es una observación filosa y directa, abre heridas necesarias, como el yayai cuando uno es pequeño y te dicen que no llores, que eso es para crecer. 

El éxito internacional de esta novela tiene mucho que ver con el fenómeno que retrata; algo que cabe en casi cualquier contexto. No se regodea en las pintorescas cubanías que tanto abundan en nuestra literatura, ni en los incontables problemas sociales que nos joroban la espalda como país, aunque tampoco se aleja del todo, y las cosas suceden en un sitio sin nombre y en un tiempo presente que si se lee en 1970 encaja, y si lo llegan a leer en 2100 también —nos hace falta una máquina del tiempo, pero el tiempo ha dicho y el tiempo dirá. 

Ha sido una lectura entretenida, no he sentido las trescientas y tantas páginas de la novela.

He aquí un nuevo clásico de la literatura cubana con chapa siglo XXI, a eso pónganle el cuño, y si no me creen empiecen a guglear y van a ver que su éxito se estira de un año al otro, de boca en boca, de post en post, cruza el océano, conecta a personas e instituciones. Pasarán años y se seguirá hablando y citando a la autora y a la obra.  

Sobre la autora:

Elaine Vilar Madruga, (La Habana, 1989) es considerada una de las voces jóvenes más importantes de la Cuba literaria actual.

Narradora, poeta y dramaturga, se licenció en Arte Teatral, especialidad Dramaturgia, por el Instituto Superior de Arte (ISA), y es profesora de escritura creativa. Ha ganado diversos premios nacionales e internacionales y su obra ha sido editada en antologías a lo largo del mundo. Además, ha publicado más de treinta libros en editoriales de Estados Unidos, Canadá, Cuba, República Dominicana, España, Chile, Francia, Italia y México.

Cultiva los géneros de novela, cuento, poesía, literatura fantástica y de ciencia ficción, periodismo, crítica, teatro, literatura para niños y jóvenes… 

Me encanta el éxito que ha tenido esta voz joven y entregada a las letras que pertenece a mi país y a mi generación, para hacerles el chichón a los que dicen que esta generación no tiene voces fuertes —yo he tenido que escuchar eso, ¡bah!—, ¡Voces hay, lo que no hay son oportunidades!

Elaine, que apoya muchísimo la creación de los jóvenes y exhorta a los que escriben y tienen miedo escénico, está aquí con su novela para recordarle al mundo el talento que hay en Cuba, por muy aislados que estemos, también para que más mujeres se encorajinen y escriban, este es el momento, porque de todos modos la literatura seguirá teniendo furias y modas, y de cada etapa van a quedar obras y autores que les contarán el hoy al futuro. Elaine, sin duda alguna, ya ha dicho, y su voz será oída también mañana, ya verán. 

Elaine, hablo por nuestra generación cuando te doy las gracias por esta novela. Tú éxito es nuestro. 

Tú, si eres padre o madre, abre las entendederas, estudia el tiempo de tus hijos y déjales ser, no tienen que parecerse a ti en todo ni seguir tu ejemplo, son individuos únicos e irrepetibles —cosa básica en psicología—, y como tú en tu momento, ellos son el relevo.

Me voy a ritmo de Bob Dylan featuring Heráclito, ¡Sí, featuring Heráclito!: «Los tiempos están cambiando», «Ningún hombre pisa dos veces el mismo río, porque no es el mismo río y él no es el mismo hombre». 

Nos leemos la próxima semana.

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