Cuando leí en mi adolescencia “¡Oh! Qué asqueroso resulta ver a tres generaciones reunidas bajo un mismo techo”, del gran poeta Ezra Pound, comprendí, a pesar de mi edad, que lo normal debe ser partir del hogar cuando se tiene edad suficiente para ello, que la convivencia familiar puede resultar tóxica por todos los entrometimientos que llueven en nombre del amor y la protección —en el mejor de los casos—, o de la envidia y la frustración —que tanto ocupa lugar en las instituciones familiares. Nada, de Carmen Laforet, va un poco de eso, de la nada que nos espera si nos quedamos en la violenta inmovilidad de la casa familiar, como si la vida no fuese movimiento y cambio, pero claro, habla de muchas cosas más.
Nada fue la primera novela en obtener el famoso Premio Nadal en el año 1944, concedido a su autora Carmen Laforet, en 1945, lo cual supuso para ella un gran éxito de crítica y público, hasta el sol de hoy. Es, además, una de las cuatro novelas en español más traducidas a otros idiomas junto a Don Quijote de la Mancha, de Cervantes, La familia de Pascual Duarte, de Cela y Cien años de soledad, de García Márquez.
Cuando anuncié en mi Bookstagram que estaba leyendo esta novela, obtuve varios comentarios, todos positivos, y cito a uno de ellos: un imprescindible, también me dijeron que contara —no literalmente— la cantidad de veces que salía en el texto el verbo parecer, sintagmas como tener la impresión de y tener la sensación de; algo que Laforet hizo a drede, con la intención de enfatizar en la subjetividad de las cosas, así como de resaltar sus descripciones con más carga emocional y sensorial, logrando una narración “impresionista”.
La historia nos habla de Andrea, una joven huérfana de 18 años, que regresa a la casa de la familia en Barcelona para estudiar Filología, en tiempos de post-guerra y de la pobreza que afectó a la España de esos tiempos, para iniciar sus estudios universitarios y despegar en su vuelo, tan lleno de aterrizajes forzosos, de autodescubrimiento. La protagonista nos cuenta ese pasaje de su vida en tiempo pretérito, por lo que asumimos toda la historia como agua pasada y asunto superado:
“(…) De nada vale correr si siempre ha de irse por el mismo camino, cerrado, de nuestra personalidad. Unos seres nacen para vivir, otros para trabajar, otros para mirar la vida…”.
Lo que más resalta en la novela, aparte de la lúgubre forma en la que está representada la decadencia de esos tiempos a nivel económico y espiritual, es el cúmulo de violencia doméstica, psicológica y física, el adoctrinamiento al conservadurismo más tóxico, la locura, la intriga, los choques generacionales, así como la importancia de la amistad, esa que a veces se asemeja tanto al enamoramiento.
Hace años alguien me dijo que hay un ápice de enamoramiento entre las amistades, que es otra forma de atracción y amor, se sabe, y Andrea con Ena tiene esa amistad profunda que a veces puede ser confusa para el lector; asunto que queda un poco a merced de la discreción de quien accede a esta historia. Ese dicho que versa: quien tiene amigos tiene un central, o quien tiene amigos tiene un tesoro, aquí se pone de manifiesto: “(…) A veces pienso que es mejor la amistad que la familia. Puede uno, en ocasiones, unirse más a un extraño a su sangre…”. ¡Doy fe, Carmen, doy fe!
De la primera parte de la novela me quedo con esta reflexión que hice luego de su lectura: Nadie, absolutamente nadie en tu familia tiene el derecho a decirte qué hacer con tu vida, con quién debes estar, a quién debes amar, cómo debes ser, todas esas cuestiones y otras tantas son decisiones personales que, si son violentadas por la familia, constituyen un cáncer que poco a poco va haciendo metástasis en la persona limitada y extiende un tóxico radio de acción.
La novela también nos habla de cómo la evasión a los problemas no los resuelve, y de cómo la esquizofrenia es una enfermedad mental que afecta y descoloca también a los familiares cuidadores. Y que la locura también es fruto de la guerra.
Carmen Laforet nos invita a reflexionar sobre la libertad personal, las oportunidades, el amor y la capacidad de elegir, la posición de desventaja que tienen las mujeres en el círculo familiar conservador y en la sociedad en general, y lo hace también al ponernos el ejemplo de la familia de Ena, la amiga de la protagonista, que defiende la independencia femenina y son un poco más progresistas y relajados de mente.
En el amor y en la vida, el daño que hagas a otros, de algún modo, te lo haces a ti, y como siguiendo algún precepto del Karma se nos ponen entre estas páginas varias historias de amor y frustración para alertarnos.
Muchos han comparado esta novela con la conocida Cumbres borrascosas de la maravilla de un solo éxito Emily Brontë, y es cierto. Andrea vendría siendo una especie de Lockwood, que llega a la casa familiar para encontrarse a sus amargadas tía, abuela y tía política, en esa casona lúgubre y venida a menos, en esa Barcelona decadente de la post guerra, tan machacada por la precariedad, el hambre y la desesperación. Los tíos de Andrea, Juan y Román, vendrían siendo una especie de Hindley y Heathcliff, enemigos bajo un mismo techo, y con un interés romántico en común, Gloria, amargados a más no poder. Como en Cumbres borrascosas, en Nada se nos presenta una retorcida historia de fondo llena de rencores y plagada de locura, desencuentros y huidas. Nada es lo que se gana cuando se estancan los resentimientos al punto de volverlos rencillas; nada es lo que se gana cuando se cierra el entendimiento y el amor, pero decir esto puede sonar cursi hoy en día, por muy cierto que sea. Igual lo repito y hay que perdonarme este asomo de complejo de escritor de textos de autoayuda, pero igual, siempre digo: si no vamos a aplicar las cosas aprendidas en nuestras lecturas para hacernos la vida más llevadera y, al cabo, más bella, ¿de qué nos sirve leer? Leemos para ser mejores personas para nosotros mismos y para los demás.
Nada también nos invita a pensar en nuestras vidas y retos: “(…) Se aguantan mejor las contrariedades grandes que las pequeñas nimiedades de cada día…” y nos detiene en esa manía que tenemos de estarnos quejando por todo, para que valoremos esas cosas que damos por sentadas y que están, como todo, programadas para la finitud. A veces somos felices, o lo tenemos todo para serlo, y pecamos de ingratos por no darnos cuenta, y nos asomamos a los rincones más oscuros del ser y el estar por —llamemos las cosas por su nombre— tontos:
“La verdad, Andrea, es que en el fondo he apreciado siempre tu estimación como algo extraordinario, pero nunca he querido darme cuenta. La amistad verdadera me parecía un mito hasta que te conocí, como me pareció un mito el amor hasta que conocí a Jaime… A veces —Ena se sonrió con cierta timidez— pienso en lo que puedo haber hecho yo para merecer esos dos regalos del destino… Te aseguro que he sido una niña terrible y cínica. No creí en ningún sueño dorado nunca, y al revés de lo que les sucede a las otras personas, las más bellas realidades me han caído encima. He sido siempre tan feliz…”.
Tengo la manía de buscar el hedonismo por doquier, lo sé, y agradezco poder apreciar la belleza, procurarla, y al cabo darle mejor valor a la vida, que es tan fugaz y que tan en Nada queda si no aprendemos, si no evolucionamos espiritualmente:
“(…) La vida se me aparecía distinta a como la había concebido hasta entonces. Complicada y sencillísima a la vez. Pensaba que los secretos más dolorosos y más celosamente guardados son quizá los que todos los de nuestro alrededor conocen. Tragedias estúpidas. Lágrimas inútiles. Así empezaba a aparecerme la vida entonces…”.
La novela también discursa sobre las apariencias, y nos hace pensar en todas esas cosas que a veces pasamos por alto o le otorgamos demasiada importancia, cuando en verdad lo ideal es saber usar la balanza del juicio, cosa que, sabemos, es harto difícil de hacer:
“¿No te sucede a ti, cuando te forjas una leyenda sobre un ser determinado y ves que queda bajo tus fantasías y que en realidad vale aún menos que tú, llegas a odiarle?”. Hay que tener mucho cuidado con los mitos, más si son ajenos a nuestro propio pensar, y es deber de todos aterrizar los ideales que se tengan sobre los demás.
Nada es una novela que no ha envejecido, solo el contexto de Barcelona ha cambiado, pero la esencia, el mensaje de la novela, sigue latente; todavía los jóvenes siguen teniendo grandes ideales; la vida sigue plagada de mediocridad, a veces necesaria; la amistad sigue siendo una balsa de salvación ante las turbulencias familiares; las distintas generaciones siguen dándose cabezazos entre sí; las mujeres siguen atadas a responsabilidades sociales-domésticas; la esquizofrenia sigue sin cura y con varias caras; las madres siguen siendo ciegas leonas que ven y no quieren ver; y la violencia doméstica, por desgracia, afecta a un gran porciento de la población mundial.
Sobre Carmen Laforet
Nacida en Barcelona en 1921, y criada en Gran Canaria. Abandonó la carrera de Filosofía y Derecho en Madrid a la edad de 21 años para casarse con un periodista y crítico literario con quien tuvo cinco hijos.
Después de ganar el primer Premio Nadal de la editorial Destino se volvió famosa, algo de lo que después huyó en edad más madura, en parte harta de las hipocresías del mundo artístico —hay que acotar que maduró artísticamente durante el franquismo, lo cual debió haberle supuesto varios choques intelectuales, sabemos que toda dictadura tiene sus acólitos y sus aprovechados, reproductores de la miseria humana disfrazada de arte—, y también a causa del aumento de su pérdida de memoria debido al Alzheimer.
La obra de Laforet comprende el cuento, la novela y el ensayo. Una autora ya clásica del movimiento conocido como Tremendismo, iniciado en España por La familia de Pascual Duarte del Nobel literario Camilo José Cela, y ella, como el resto de los autores españoles que representan esta tendencia, dejaron un legado que ayuda a estudiar mejor la naturaleza humana y al cabo, procurar su mejoría; siempre partiendo de uno mismo.
Si pueden conseguir esta obra háganse con ella. Estamos hablando de una gran novela, un tremendo “Librazo”.
Hasta la próxima semana.