El largo proceso de la evolución, si seguimos a Darwin; o la fecunda imaginación divina, si somos personas de fe, han situado al ser humano en la cúspide del reino animal, atrincherado en la complejidad de un único órgano: el cerebro. Y, sin embargo, gracias a ese mismo dispositivo pensante, hemos devuelto una mirada amiga, jocosa y sagaz, al universo de los cohabitantes con quienes compartimos el planeta. Los animales son el espejo tragicómico de la vida, el reflejo de aquel lugar de donde venimos; de nuestras virtudes, de nuestros defectos, de nuestras dichas y, también, de nuestras desgracias.
En materia de otra evolución, la lingüística, existen dos figuras de construcción de sentido que han servido de puente a esas comunicaciones y miradas reflexivas: la metáfora y la metonimia. La primera como sustitución, desplazamiento, imaginación de aquello a lo que se alude bajo una nueva forma; la segunda como contaminación, del todo o de la parte. De una u otra depende el destino final de la asociación. Lo cierto es que la lengua que hablamos hoy muestra una gran riqueza en términos de paralelismos entre animales y personas, fruto de la inventiva popular pero también de una larga tradición en la que se mezclan fábulas literarias (como las de Esopo, La Fontaine o Samaniego), parábolas bíblicas o los patakíes de la tradición oral. Me detendré en algunos de los más populares en la variante cubana del español.
No resulta extraño que uno de los campos que más provecho dejan al trazado de similitudes, sea el de la fuerza, el brío, la lozanía, que por extensión pasa también a identificar una capacidad superlativa para la resolución de un problema. Muy extendido, en ese sentido, es el uso de “caballo”. Aplicado a un hombre, decir que es “un caballo”, pone de relieve esa destreza, y aún en grado mayor o posición de exclusividad, “el caballo” o “el caballón”, que puede llegar a comparaciones de tipo histórico como “el caballo de Atila”. También se puede escuchar decir por ahí “una caballa”, referido a mujer, pues el femenino “yegua” (intensificado en “yeguaza”) se posicionó como término muy peyorativo para el hombre homosexual. Aunque “yegua” funciona igualmente para quien fracasa en la realización de una tarea o demuestra poco valor. Doblez de significado posee igualmente otro término equino: “penco” o “penca”, que puede significar persona cobarde, asustadiza, pero también extremadamente delgada: “estás hecho un penco de flaco”. “Potro” y “potranca”, asociados a registros aún más peyorativos, parecen haber caído en desuso.
Otro referente de virilidad es el toro. Decir de una persona, especialmente de un hombre, que “es un toro” (también en femenino “tora”, en tanto “vaca” es equivalente de gordura), reconoce condición permanente e invariable de salud y vigor. No obstante, al modificar el ser por el estar, la comparación supone transformación o estado temporal: “estás hecho un toro”. Lo curioso es que, al cambiar el todo por la parte, se modifica el valor positivo de la asociación. Es el caso de “tarro”, que ha venido a significar infidelidad conyugal, y de “tarrú” o “tarrúa” como dolientes de la situación.
Algunos nombres de animales han desarrollado asociaciones semánticas muy diversas, que pueden incluir derivaciones morfemáticas, lexicales y sintagmáticas. Es el caso, por ejemplo, de perro. Y no podía ser de otra forma con el animal que más cerca se encuentra de nuestra vida cotidiana. “Perro” o “perra” puede funcionar como un simple vocativo para llamar familiarmente a un amigo (sin ningún matiz negativo), como fórmula exclamativa que reconoce el desempeño de alguien, o como intensificador de estados: “hay perro calor”, “cayó perro aguacero”, “tremendo perro suin que tienes”, etc. Un niño puede armar una “perreta” (estado de irritación, capricho), una persona o situación ponerse “perretúa” (desafiante, obstinada, agresiva), o algo que se hace muy bien quedar “perrísimo”. Aunque cada vez la escucho menos, recuerdo el uso con “ser” como indicativo de adulonería: “no seas tan perro”. El que sí se escucha mucho hoy es el derivado verbal: “perrear”, todo un estilo de baile (el “perreo”) que, por su carácter disruptivo, se ha convertido en bandera de procesos de reivindicación social y cultural, especialmente de las mujeres.
Igualmente frondoso ha sido el destino de chivo. Un “chivo” es el artilugio del que se valen los estudiantes para cometer fraude en un examen, pero es también, entre nosotros, una bicicleta y un corte de barba. Ser “chiva”, “chivato” o “chivatón”, expresa con diversa intensidad a los delatores y, por extensión, a los chismosos. Pero aún en su forma verbalizada, no se limita a un solo significado, pues chivar, no es lo mismo que chivarse. Quien “chiva” mucho es, indistintamente, persona inquieta, frenética, molesta o muy bromista. Sin embargo, quien “se chiva”, se resigna, sufre un perjuicio (por ejemplo, de salud —“estoy chivao”—), fracasa en una empresa, casi siempre a causa de una especie de destino manifiesto. También puede “chivarse” algo, que quiere decir descomponerse, dejar de funcionar, o malograrse una situación en general: “se chivó el equipo”, “se chivó la fiesta”, etc.
No menos significativos han sido los aportes de las aves de corral o de los cerdos. Ser un “gallina” es equivalente de cobardía, como mismo “ponerse la piel de gallina” indica emoción por compenetración negativa o positiva con cierto estado o situación. Ser o estar hecho un “pollo” denota belleza, juventud, lozanía, pero tener “patas de gallina” remite al envejecimiento visible en las arrugas junto a los ojos. Ser o andar “gallito/a” indica arrojo, belicosidad; mientras que un lugar ruidoso o en el que muchos hablan al mismo tiempo es un “gallinero”. Cerdo, y sus sinónimos, puerco y cochino, sustituyen nominalmente la referencia a persona sucia, descuidada en su aspecto, en su forma de comer, de hablar y hasta de usar el lenguaje. Pero “puercadas” y “cochinadas” (con variantes apocopadas de intensidad: puercá, cochiná) no son solo formas adjetivas relativas al registro de lengua, sino también a lugares sucios (“la cocina es una puercada”) o situaciones reprobables (eructar, pear, masturbarse, etc.).
Variadas formas de animales han servido al propósito de realzar la gordura, por lo general con un matiz peyorativo: ya mencionamos a la vaca y al puerco, pero también están morsa, ballena, foca, marmota, hipopótamo, tonina… Otros, aportan sentidos relacionados con su conducta: la cobardía (rata, ratón, jutía), la obediencia (carnero), la locuacidad (cotorra, loro, papagayo), la gracia (mono/a, monería, monada), la sed (camello), la astucia (zorro/a), la maledicencia (víbora), la ignorancia (burro, topo), la perseverancia y la fuerza (mulo), la vagancia (majá y majacear)… Muy socorridas fueron las fórmulas para “animalizar” y degradar a los homosexuales, especialmente hombres, nombrados como “pájaro”, “mariposa”, “cherna”, “ganso” o la ya mencionada “yegua”. Idéntico proceso experimentó entre nosotros el uso de “gusano”, para referirse a persona opuesta al gobierno. Peyorativo es también el uso de equivalencias como “venao” y “vená”, “guineo” y “guinea”, o “cangreja” para referirse a mujeres, en particular por su conducta sexual abierta. Aunque “venao” y “guineo” funcionan también para indicar persona muy veloz, y “encangrejarse” es comenzar a funcionar mal algo.
La lista es bien numerosa y creativa: “tremenda jaiba” es tener la boca muy grande; ser un “erizo” es estar siempre a la defensiva, y “erizarse” tener los pelos de punta o simplemente emocionarse; “meter pa pescao” es hacerlo muy bien y “pescao” son diez pesos; llegar con una “tiñosa” es aparecerse con persona o asunto no deseado; “caer como el pitirre”, insistir en algo; tener o poner cara de “mosquita muerta”, es aparentar inocencia que se presume falsa; el “totí” sustituye al color negro y el “grajo” al mal olor bajo los brazos; si el sexo es efímero fue un “palo de conejo”; quien no aparece con frecuencia o no se compromete es “un buey volando”; la persona que habla mucho es “babosa”; quien siempre se arrima a otros es “un piojo pegao”; y sin estar en un zoológico cualquiera puede saludarte como “Tigre”.
Las partes de animales no se quedan atrás: el “rabo” sustituye al pene; las “patas” sirven para varios propósitos (dar una patá, estirar la pata, estar algo a la patá); si se da confianza o libertad, se da “ala”, y si se retira, pues “se corta el ala”, como también se caen las “alitas” del corazón ante un contratiempo o desilusión; “tener gandinga” es capacidad para digerir un asunto y se puede “largar la gandinga” riendo; una “plumita” es alguien o algo que no pesa; el “hocico” sustituye a la nariz y expresa también molestia (tremendo hocico puso); “huevos” sustituye a los testículos; y de la cola… mejor ni hablamos.
Los procesos que están detrás de esas asociaciones y variaciones de sentido son lentos y misteriosos, tan intrincados como aquellos que experimenta la propia lengua en su devenir, no siempre atendiendo a una lógica homogénea y centralizada por quienes imponen la norma. Es el caso, por ejemplo, del término latino “bestius [-a][um]” que en su transformación siguió dos rutas diferentes: la que terminó en “bestia” y la que culminó en “bicho”. Sin embargo, aun cuando recorrieron caminos separados, en ambas se preservó la ambivalencia de lo monstruoso: bestia, es equivalente de iracundo, bruto, abusador, pero también nombra a quien se desempeña satisfactoria en un asunto (como en “un mulo”, “un caballo”); bicho, por su parte, puede ser feo/a, raro/a, pero también inteligente, perspicaz, listo… Y si el trabajo demanda gran esfuerzo, es “bestial”, como “bestial” puede ser la solución que se da a un problema o tarea: digno del orbe de las bestias, dirían los romanos, de esas bestias que hoy nos han servido para ver una imagen divertida de nosotros. Otro día hablaremos de la fraseología zoológica, que todo llega con paciencia: “el majá no coge a la gallina corriendo”. Les prometo que no será “pa cuando la rana críe pelos”.