“¡Matízame unos mezcalitos!” Los colores del español en México

La nación azteca no ha sido ajena a la diversificación del español. La coexistencia de este con otras lenguas nativas le aporta un color peculiar a su mapa lingüístico.

Ilustración: Brady.

La idea de que el español es una lengua policéntrica ha ganado fuerza. El idioma, durante siglos tuvo su entorno de referencia en la península ibérica, pero en su evolución histórica ha desarrollado nuevos espacios con normas o variantes respaldadas por un número considerable de hablantes. Es el caso de la norma rioplatense, a la que nos referimos cuando analizamos el caso de Argentina, y también el de México, país que cuenta con la mayor cantidad de hablantes del español a nivel global. De él hablaremos hoy. 

En el ámbito lingüístico hispanófono, uno de cada cuatro hablantes nativos del español es mexicano. Se consideran para esa cifra los 127 millones de personas que tienen el español como lengua materna en ese país (el 96,8 % del total de la población), además de unos 36 millones de mexicanos o descendientes de mexicanos que viven en los Estados Unidos (cerca del 60 % de la población hispana en esa nación norteña). 

Sin embargo, la nación azteca no ha sido ajena a los procesos de diversificación del español, y la coexistencia de este con otras lenguas nativas le aporta un color peculiar a su mapa lingüístico.

Los territorios comprendidos en la extensa geografía de lo que hoy conocemos como México fueron el hogar de diversas civilizaciones mesoamericanas, como los olmecas, los toltecas, los aztecas y los mayas, por solo mencionar las más importantes. De esa manera, el proceso de conquista colonialista iniciado por Hernán Cortés entre 1519 y 1521 encontró en su avance las huellas (arquitectónicas, lingüísticas y socioambientales) de esas culturas, asentadas en paisajes muy diversos que comprendían sierras, mesetas, entornos selváticos y costeros. 

El hecho de que la ocupación definitiva de esta región girara alrededor de toma de la capital del imperio “mexica”, Tenochtitlán, determinó que su lengua, el náhuatl, resultara una de las más influyentes para el español y aportara el topónimo que serviría para designar a la futura nación: México. El náhuatl era una lengua consolidada y respaldada el un uso extendido, no solo para la comunicación cotidiana sino también para la expresión artística. De hecho, muchos cronistas asumieron esa lengua para el registro de la realidad del Nuevo Mundo e incluso elaboraron sus primeras gramáticas, al punto de que, en 1570, el rey Felipe II declaró al náhuatl como lengua oficial del Virreinato de la Nueva España.

No obstante, esta no fue la única lengua mesoamericana con la que se encontraron los ocupantes españoles a su llegada a México. Más al sur era considerable la presencia de las lenguas mayas, las cuales contaban también con un alto grado de desarrollo y numerosas familias lingüísticas que se expandieron desde la actual Guatemala hacia el sur de México y la península de Yucatán. 

A pesar de la compleja historia colonial y de las desacertadas políticas de erradicación de las lenguas originarias a través de la alfabetización forzada en español, hoy podemos encontrar todavía un número no despreciable de hablantes no solo del náhuatl y el maya, sino también de otras lenguas como el mixteco, el zapoteco, el tzotzil, el mixe, el purépecha o el huasteco, por solo mencionar algunas de las más importantes.

Ello ha determinado que, en su evolución histórica, el español de México se haya consolidado como una variante macro-regional de referencia influenciada primariamente por el náhuatl, al mismo tiempo que desarrolló subvariantes específicas que responden a un mapa lingüístico mucho más diverso. La variante macro-regional tuvo su centro de consolidación y difusión en la capital del país, constituyendo referencia cultural para el resto del territorio mexicano. A ese modelo del centro se suman las subvariantes “norteña” (caracterizada por la influencia del inglés), “sureña” (con marcado influjo de lenguas originarias en el vocabulario y la gramática), “yucateca” (muy ligada a la lengua maya, especialmente en su fonética) y la “veracruzana” (atravesada por influencias del náhuatl y otras lenguas originarias).

Más allá de esas peculiaridades regionales, el modelo del español mexicano central, aprovechando la gran influencia que ejerció desde la capital virreinal primero y como modelo cultural y literario tras la independencia, impuso características generales. Una de las más destacadas por numerosos lingüistas es la tendencia al debilitamiento de los sonidos de vocales frente a la pronunciación enfática de las consonantes, especialmente las situadas entre “t-s”, “p-s”, “k-s”, “d-s” y “m-s”: “trasts” por trastes; “pess” por pesos, “mams” por mames.

De la gramática del náhuatl se conservaron procedimientos como la partícula “-le” que añade un matiz enfático tanto a verbos (pásale, bríncale, cómele, etc.) como a construcciones no verbales (híjole, órale, etc.). A diferencia del español caribeño, la variante mexicana evita la omisión del sonido “s” a final de palabra o de la “d” en terminaciones “ado” e “ido”. Asimismo, el “usted” es una fórmula de cortesía ampliamente extendida, incluso en el trato con los niños.  

A través del español, el náhuatl legó al mundo palabras de amplio uso hoy como “tomate”, “coyote”, “chocolate”, “chicle”, “chile”, “cacahuate”, “aguacate”, “papalote” o “tamal”; mientras que del maya recibimos como herencias “chamaco”, “cachito”, “cenote”, “cacao” e incluso el adjetivo “campechano”, derivado de la ciudad de Campeche. 

También es larga la lista de variantes propias del español mexicano para nombrar elementos de la realidad: “agujetas” por cordones, “alberca” por piscina, “guajolote” por pavo, “zopilote” por buitre, “camión” por autobús, entre otros. Igual de numerosos resultan los arcaísmos, palabras o expresiones ya desaparecidas o infrecuentes en el español estándar: “se me hace” (me parece), “¿qué tanto?” (¿cuánto?), “muy noche” (muy oscuro), “dizque” (quien se dice), “liviano” (ligero), “angosto” (estrecho), “fierro” (hierro), “recibirse” (graduarse), etc. 

A estas características que tipifican a la variante mexicana del español, pudiéramos añadir también varios coloquialismos que la distinguen de otras. Es el caso del “¿mande?” (expresión muy frecuente para pedir que se nos repita una información que no hemos escuchado bien); “platicar” en vez de conversar, hablar o charlar; o el popular “ahorita” como indicativo de ahora, ya mismo, inmediatamente: “El partido es ahorita [o ahoritica] mismo”, “Le traigo su pedido ahorita”, “Ahorita voy”.

Con una frontera compartida de más de 2500 km de extensión y una larga y compleja historia de conflictos territoriales, toda la zona norte de México se encuentra profundamente influenciada por la lengua inglesa. Los mexicanos no son solo la mayor comunidad hispanohablante de los Estados Unidos, sino que México es también el país que reúne a su mayor diáspora, con alrededor de 1 millón de estadounidenses viviendo en el país. 

De ahí que los anglicismos que han penetrado en la lengua española a nivel global adquieran en México una fuerza mayor, especialmente en los estados fronterizos y las interacciones con la población emigrada, una gran parte de ella nacida al norte del Río Bravo. Esta circunstancia, sin duda alguna, será muy importante en los destinos del español en la nación azteca, aunque también, como veremos en su momento, jugará un rol decisivo en las formas de desarrollo de la lengua en contextos donde no es idioma oficial.

Los caminos que ha desandado la lengua de Cervantes en tierras aztecas se despliegan en muchísimas direcciones. Algunos llegan hasta el corazón mismo de las culturas originarias, otros avanzan aceleradamente hacia nuevos horizontes, y algunos nos dejan, por qué no, curiosas historias de la confluencia lingüística. Es el caso del nombre de la planta que se utiliza para elaborar los destilados mexicanos por excelencia: el tequila y el mezcal. 

Resulta que, a la llegada de Cortés a tierras mexicanas, ya traían consigo los españoles la referencia de una planta a la que los taínos llamaban “maguey” y que en las lenguas de tierra firme poseía nombres más complicados: metl, mecetl (en náhuatl), uadá (en otomí), doba (en zapoteco) y akamba (en purépecha). Por lo tanto, se quedó “maguey” hasta que en 1753 el célebre naturalista sueco Carl Linneus la bautizara como Agave, término de origen griego y resonancia mitológica que significa “ilustre, noble”, dada la majestad y altura de las flores de esta planta. Del Caribe a México y de México de vuelta a Europa, cocinado con técnicas y alambiques llegados desde las Filipinas en el Galeón de Manila, el agave o maguey sigue entre los mexicanos sin mayores problemas, alimentando el orgullo de que sea uno de sus productos “autóctonos”, hijo de eso que hoy llamamos globalización.

Como suelen decir popularmente los propios mexicanos antes de prepararse un traguito: “Maticémonos, pues, unos mezcalitos” y sigamos desandando estas rutas maravillosas que tejen los colores del español.  

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