“¡Sírveme un bollo preñao!”. Los colores del español en Panamá

En el camino de una lengua que suele ser considerada unitaria, nos encontramos con pequeños horizontes repletos de historias y de colores. Hoy viajamos hasta Panamá.

Ilustración: Brady.

La adaptación del español en América estuvo marcada profundamente por la naturaleza, más o menos compleja, de los territorios a los que llegó como parte de la aventura colonialista hispánica. Hoy visitamos el peculiar caso de Panamá, país situado a lo largo del estrecho istmo que conecta a América del Norte y del Sur, con costas tanto al Mar Caribe como al Océano Pacífico.

Fue Rodrigo de Bastidas el primer navegante hispano en arribar a esas costas en 1501. Unos años después lo haría el propio Almirante Cristóbal Colón, en su cuarto viaje trasatlántico. No obstante, fue Vasco Núñez de Balboa quien emprendió la exploración y desarrollo de los primeros asentamientos en la región, al punto de que su figura es ampliamente recordada en varios sentidos en el actual Panamá, desde la moneda hasta nombres de parques, avenidas, monumentos o una cerveza local.

Este entorno, caracterizado por una tupida capa selvática tropical, era el hogar de numerosos grupos culturales cuyas lenguas formaban parte del llamado tronco común chibcha, extendido en toda la zona del istmo y el noroeste de América del Sur. 

De esa familia de lenguas han sido identificadas unas 26 variantes, nueve de las cuales están extintas y otras 13 se encuentran en situación de extremo peligro de desaparición por la reducción significativa de sus hablantes. Apenas variantes como el kuna, el cabécar, el kogui, y arhuaco o el barí han logrado sobrevivir con cierta estabilidad y algún nivel de protección.

La historia de la variante panameña del español no es ajena a los azarosos caminos que transitó el país, primero como parte de la expansión colonial española y después sujeto al proceso de negociaciones relacionadas con la construcción y gestión de uno de los canales transoceánicos más celebres del mundo.

Entre los siglos XVI y XVII, Panamá se convirtió en un centro neurálgico para la expansión imperial de España y el paso de las riquezas extraídas de América. La ciudad de Portobelo, en la costa del Mar Caribe, y Ciudad Panamá, de cara al Pacífico, favorecían una doble conexión con Europa y con Asia, al mismo tiempo que catapultaron la exploración sudamericana a través del Pacífico. 

Se estima que entre 1531 y 1660, de todo el oro que ingresó a la España peninsular procedente del Nuevo Mundo, el 60 % cruzó por el istmo de Panamá. Sin contar que una buena parte de esas riquezas hacía puerto en la propia Ciudad Panamá antes de llegar a Acapulco y, de ahí, integrarse al llamado Galeón de Manila, que hacía la ruta en dirección a Filipinas. 

La administración del territorio panameño osciló entre varios virreinatos y hasta el siglo XVII fue objeto de constantes incursiones de piratas y filibusteros como Francis Drake y Henry Morgan, además de los intentos colonizadores del Reino de Escocia, que intentó establecer en el Darién la colonia de Nueva Caledonia.

Integrada tardíamente a los movimientos independentistas del siglo XIX, el 28 de noviembre de 1821 Panamá se declara independiente de España y se une administrativa y políticamente a la extinta Gran Colombia. 

Durante todo el siglo XIX y gran parte del XX, Panamá vive una intensa historia de disputas políticas que no cesarían ni siquiera tras la declaración de la República en 1903. 

Buena parte de esos desencuentros giraron alrededor de la construcción del canal transoceánico, un viejo sueño del imperio español que solo lograría concretarse en 1914 y que ha estado sujeto a innúmeros tratados, acuerdos y procesos de indemnización que culminaron en 1999, con la cesión integral de la Zona del Canal al Gobierno panameño por parte de los Estados Unidos de América.

A este agitado panorama político-administrativo, debemos sumar la confluencia de grupos étnicos, culturas y lenguas a lo largo de la historia. Pueblos originarios, migrantes europeos, africanos esclavizados, migrantes asiáticos y del Medio Oriente, así como del propio continente americano o de países caribeños, fueron integrándose de manera progresiva a un territorio muy fragmentado por las diferencias entre entornos urbanos y rurales, los aislamientos que propiciaba la geografía misma o la poca relevancia económica de ciertas regiones. 

Aunque el español se entronizó como la lengua común a todos sus habitantes y es reconocido como el idioma oficial de la República de Panamá, también están amparadas como lenguas oficiales indígenas el ngäbe, el buglé, el kuna, el emberá, el wounaan, el naso tjerdi y el bri bri

De igual forma, existen colonias sirias y libanesas en las que se habla árabe, mientras que la migración afroantillana vinculada a la construcción del canal, así como la presencia de empresas estadounidenses, extendieron el uso del inglés y favorecieron los procesos de calcos lingüísticos o la introducción de anglicismos.

De las lenguas originarias, una de las formas fundamentales de preservación ha sido a través de la toponimia, o de elementos de la flora y la fauna local centroamericana. 

Por su parte, los esclavos africanos, mayoritariamente pertenecientes a la etnia bantú, han dejado una huella lexical con muchas similitudes a la que se registra, por ejemplo, en el español de Cuba. Estas herencias difieren de los aportes que realizó la tardía emigración afroantillana vinculada a la construcción del ferrocarril y al canal entre la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX, cuyo panorama lingüístico ya estaba arraigado en las lenguas creoles. Es por eso que, palabras como “calalú” (un plato típico de varias islas del Caribe), son patrimonio de la población descendiente de caribeños asentados en la costa norte del país. 

Aunque el español de Panamá comparte muchos rasgos fonéticos típicos de las variantes hispanocaribeñas (conversión de “x” en “j”, aspiración de “s” final o de la “d” intervocálica, apocopación, etc.), no es menos cierto que también recibe la influencia del noroeste americano, sobre todo de la costa caribeña colombiana y el norte de Ecuador. De ahí que existan algunas zonas del país donde resulta natural el voseo, ya por contaminación natural o por considerarse un rasgo de prestigio sociolingüístico, además de una peculiar realización del sonido “ch”, que tiende a pronunciarse de forma similar al “sh” del inglés.

La influencia estadounidense, que hemos apuntado como un factor de particular importancia en la historia panameña, se evidencia en la asimilación y acomodo de numerosos términos al habla coloquial: “refilear” por rellenar, “frikear” de freak out (asustarse), “focop” de fuck up (joderse), “priti” de pretty (bonito/a), “buay” de boy (chico), “guial” de girl (chica), “luquiando” de looking (observando), “guachimán” de watchman (vigilante), entre otras muchas. 

Como suele suceder en muchos otros países que atestiguan una compleja historia de encuentros culturales, las tradiciones culinarias terminan por convertirse en un reservorio de esos roces y herencias, más allá de los procesos sociales que tienden a dar preferencia a una norma lingüística por encima de otra. 

Así, conviven en perfecta armonía en la cocina panameña los platos e ingredientes aportados por los que ya estaban allí y por los que vinieron de los más distantes confines del mundo. El “sancocho” y el “bollo preñao” (pan a base de harina de maíz), el “arroz con guandú” (arroz con guisantes) y el “rondón” (caldo de pescado), el maíz y los frijoles, la yuca y el “otoe” (malanga), el aguacate y la papa…

Una vez más, en el camino de una lengua que suele ser considerada como perfectamente unitaria, nos encontramos con estos pequeños horizontes repletos de historias y de colores, confirmando nuestra hipótesis de un mapa hispanoparlante absolutamente heterogéneo que habrá que seguir explorando.  

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