Hay muchas situaciones comunicativas que se distinguen de otras por su enclave sociocultural, la naturaleza de los hablantes, la función a la que tributan o, simplemente, por el canal comunicativo a través del cual acontecen. Tal es el caso de los diálogos telefónicos, un territorio lingüístico muy peculiar debido a sus características: la distancia que media entre las personas, las dificultades tecnológicas que pueden afectar la conversación, e incluso las características de quienes están de un lado u otro del auricular.
La dinámica de la comunicación telefónica puede variar en muy pocos años, en dependencia de las modificaciones técnicas de ese dispositivo. De hecho, muchos de los elementos a los que haré referencia hoy pueden resultarle totalmente ajenos a un lector de menos de 25 o 20 años. Para las nuevas generaciones resulta ya incomprensible una realidad en la que alguien no tiene su propio teléfono móvil. Pero pensemos en que fue hace apenas quince años que comenzó a cambiar en Cuba el panorama de la telefonía.
Antes de eso se dependía de los teléfonos “fijos” o de los “públicos”, que en la isla todos conocen como “la pública”, así estuviera ubicado el dispositivo en plena calle o en una casa que prestaba el servicio a la comunidad. De ahí que, durante mucho tiempo, la dinámica de la comunicación telefónica no siempre era privada y formaba parte de un intercambio más abierto al que todos aportaban, estuvieran o no involucrados en la conversación.
¿Quién no recuerda haber estado alguna vez en una cola para “la pública” y tener que esperar a que concluyera un largo romance telefónico? No era difícil percibir de qué iba el asunto, porque la persona solía hablar en un tono más bajo de lo común, tratando de que nadie escuchara sus melosas frases, por no hablar de la gestualidad, la sonrisa pícara de quien comparte confidencias o detalles candorosos. Pero, para los que esperaban aquello era una verdadera tortura, ansiosos como estaban porque terminara el valor de la peseta o llegara la despedida salvadora, ese adiós particularmente cubano: “¡Dale!”.
El “dale” como cierre de una conversación tiene varios usos entre nosotros. De hecho, un oído atento puede distinguir cuando ese “dale” es más o menos definitivo, si admite o no seguir la conversación, si abre la puerta a una nueva dilación, si es regodeo meloso de los amantes, y así sucesivamente. Un “dale” corto y seco, sin emotividad añadida, constituye un punto de cierre indiscutible entre quienes conversan. Sin embargo, al producirse un alargamiento de la A (“daaaale”) ya sabemos que comienza una suerte de juego entre los que participan del diálogo, al estilo de “cuelga tú primero”, “no bromees más”, etc. También podemos escuchar un alargamiento de la “e” final (“daleeeee”) que es sinónimo de “cuelga ya”, “voy a colgar”. Si el alargamiento de la “a” autoriza el juego y hasta lo acompaña, el de la “e” reclama un cese, aun cuando sea de forma jocosa.
Pero, sin duda alguna, el movimiento de apertura más extendido en nuestros diálogos telefónico es el “oye”. En otros contextos culturales, quien recibe la llamada es quien se pronuncia sobre la naturaleza del canal comunicativo al marcar su esencia auditiva con un “oigo”, “dígame”, “aló”… Sin embargo, en Cuba solemos regresar sobre esa dimensión desde la posición de quien llama: “Oye”. Tenemos un “oye” automático, solo por confirmar nuevamente que el otro nos está escuchando, pero también un “oyeee” para quien lleva tiempo intentando comunicarse y finalmente lo ha logrado. Ese “oyeee” siempre va acompañado de un vocativo, que puede ser: “mijo/a”, “mijito/a”, etc.
Otra característica que particularizó durante mucho tiempo nuestro contexto de comunicación fue la inexistencia de guías telefónicas, por lo que muchas veces se hacía necesario confirmar de alguna forma el sitio al que se estaba llamando. De ahí que, tanto en la casa como en un centro de trabajo, no era raro recibir llamadas en las que el “oye” iba indefectiblemente acompañado del “¿qué es eso ahí?”.
Fuera de contexto situacional, quien recibía ese mensaje debía concientizar de inmediato que no se le estaba preguntando por un objeto cercano, sino por el lugar de emplazamiento del artefacto telefónico, su capacidad de representación de un lugar, de una empresa, de una familia o de una persona específica. Con lo cual la pregunta podía derivar hacia un divertido juego retórico entre lo que se dice y lo que se calla: “¿a dónde usted llama?”, “¿con quién quiere hablar?”. Seguramente muchos recordarán alguna anécdota de interlocutores que hablaron de más o de menos.
Muy interesantes son los mecanismos que usamos para mantener activa la comunicación o establecer una ilación entre las ideas. Hace algunas semanas nos referimos a las preguntas retóricas de la conversación cotidiana y muchas de ellas se integran con esta función de coordinación a los diálogos telefónicos: “¿tú me entiendes?”, “no sé si tú me entiendes”, “¿copiaste?”, “¿me copiaste?”, “¿me sigues?”, etc. Algo similar ocurre con muchas onomatopeyas que se integran como partículas afirmativas mientras transcurre la conversación, dejando evidencia de que estamos escuchando y siguiendo la exposición de las ideas: “anjá”, “ujum”, “hmmm”.
También tenemos esos momentos en los que se pierde cierto centro del diálogo, o la conversación ha tomado una dirección secundaria y necesitamos regresar al foco principal. Entonces echamos mano de expresiones muy particulares: “qué te iba a decir”, “cómo se llama” o “cómo se llama esto”, “ven acá”, “mira”, “mira pa acá”.
Lo curioso en esos casos es que todas estas frases ilustran lo que en lingüística se conoce como vaciamiento semántico. Es decir, que en ese contexto particular no pueden ser asumidas a partir de su significado literal, sino que adquieren una nueva función que consiste en señalar un momento de giro en la comunicación. Al utilizar esas expresiones, no estamos preguntando por el nombre de una persona o lugar, ni pidiendo que alguien se traslade de un lugar a otro o gire la vista hacia quien le habla. Solamente marcamos el momento en que la conversación irá en otra dirección.
He dejado para el final los comodines o muletillas que simbolizan, indistintamente, desinterés, desgano o poca atención a lo que estamos escuchando del otro lado del auricular. Echar mano de expresiones como “no es fácil”, “candela”, “ya tú sabes” o “dime tú” funciona muy bien para ilustrar esos momentos de cierta incomodidad comunicacional. Así que, ya lo sabe, estimado telefonista: si alguna una vez escucha estas frases mientras habla por teléfono, quizás sea un buen momento para proponer el cierre de la conversación. Por hoy cerramos la “muela” para que no se me pierdan, como esas llamadas de móvil que nunca devolvemos.