Hace 10 años, al atardecer del 12 de enero, poco más de veinte segundos fueron suficientes para acabar con las vida de casi 300.000 haitianos, y es una cifra todavía provisional.
El temblor de tierra destrozó, más allá de su posible reconstrucción, los archivos centrales del país y borró la memoria nacional, arrasó con el palacio presidencial, expulsó al campo a cerca de medio millón de habitantes, colapsó los sistemas de distribución de electricidad y agua, destruyó parcialmente las instalaciones aeroportuarias y acabó con una de las obras arquitectónicas más bonitas del país, la Catedral de Puerto Príncipe.
Menos de catorce horas después de que la tierra empezara a temblar, tras un breve paso por la base de Guantánamo, al sureste de Cuba, un helicóptero de la armada de Estados Unidos me depositó en la capital haitiana.
Lo primero que vi a mi alrededor fue un pueblo en estado de shock, caminando como zombies, envueltos en una densa polvareda, una mezcla de humos intensos con polvo callejero. Era difícil caminar entre un gentío que se movía hacia todos y ningún lado. Algunos de manos vacías, otros cargando cadáveres de familiares o amigos, quizás también desconocidos, con expresiones en el rostro que reflejaban claramente no haber entendido lo que les había pasado en medio del ensordecedor sonido de los tres únicos carros de bomberos que quedaron en la ciudad.
Días después fue que vine a saber que esos rostros de asombro tenían una razón muy clara: el último temblor ocurrió doscientos años antes, el país y sus habitantes no tenían memoria de lo que era aquello. Este temblor no podía haber ocurrido en un peor momento del día, a las 5 y 22 minutos de la tarde, cuando las escuelas están cerrando, muchos de los empleos cesan sus actividades, la gente camina de regreso a casa y el tráfico es caótico en calles y carreteras abarrotadas y mal mantenidas.
Puerto Príncipe era un montón de destrozos, una urbe de poco más de 900.000 habitantes constituida por muchas casas. Jamás cumplieron códigos de construcción y mucho menos estaban preparadas para un temblor. Cuadrillas de voluntarios se esforzaban por retirar sobrevivientes o cadáveres, de inmediato trasladados y enterrados, sin identificar, en los cerros circundantes para evitar la propagación de enfermedades. Allí quedaron para siempre sin el conocimiento de sus familiares. Diez años después, algunos todavía los andan buscando en medio de ese inmenso camposanto en que se transformó la capital haitiana y sus arrabales.
No me tomó mucho tiempo constatar que los desastres naturales son muy democráticos. No miran dónde ni a quién. El barrio de los ricos y extranjeros en la ciudad se llama Petionville, se encuentra en una de las laderas de la montaña sur. Por la inclinación de la loma, las casas fueron construidas sobre pilotes de cemento que en el momento del temblor se partieron, iniciaron su caída loma abajo y se estrellaron sobre las casuchas de madera y cartón donde vivían los más pobres y quedaron todos “democráticamente” enterrados en una prueba cabal de que, al fin de la jornada, ricos y pobres tienen el mismo destino.
En los días siguientes, mirando las primeras imágenes de esas jornadas no pude dejar de estremecerme y darme cuenta de miles de detalles de los que no me había percatado por la rapidez de tomar foto tras foto . Muertos, heridos, llantenes –en esos días el llanto de los haitianos se prolongó por varios días.
Entré en lo que quedó de una iglesia de Petionville donde el temblor interrumpió una boda para siempre. Todavía había flores en el piso. Pensé llevarme una, pero desistí porque me pareció inmoral interrumpir la paz de lo que era ahora un cementerio. No puede entrar en el museo de la Artesanía, cerca de la iglesia, que albergaba todo el expolio pictórico y escultural del país, un espacio construido por el esfuerzo personal de los artistas haitianos y que ahora no existe. Sencillamente, no existe. Fue arrasado. La memoria artística de Haití desapareció en esos poco más de veinte segundos para nunca más volver.
El tejido social del país se rompió y va a tardar décadas, quizás más de un siglo en renacer, y nunca será igual. Esa vez me quedé en el país cinco semanas, pero volví a los pocos meses para estancias de varias semanas debido a otro desastre: la epidemia de cólera.
Haití ha sufrido mucho en esta década: gobiernos corruptos, malversaciones de ayuda internacional. Fue muy poco el auxilio prometido que llegó y lo que arribó apenas alcanzaba para reconstruir el país. En una ocasión el Primer Ministro me dijo que todos los meses le entraban 100 millones de dólares apenas.
Pero Haití tenía un gasto obligatorio de 10 millones mensuales para limpiar escombros, 30 millones para importar alimentos y 50 millones para mantener el país mínimamente en funcionamiento; gobiernos provinciales, municipales, los tres hospitales que sobrevivieron abiertos y concluyó con lo que para él, era lo más importante: “Lo que me queda no da ni siquiera para invertir en educación y desarrollo”. Fue cuando me enteré que el 12 de enero del año 2010, Haití perdió las cuatro universidades de que disponía.
Desde entonces, la situación no ha cambiado casi nada. Cuando visité Puerto Príncipe la primera vez, en 1994, recuerdo que la primera crónica comenzaba diciendo, “Dios no ha llegado a Haití”. Hoy, 26 años después termino esta diciendo, “sigue sin llegar”. El mundo se ha olvidado de los haitianos.
Pobres!