Inadvertidas por muchos, apreciadas por otros, las aldabas de La Habana son perseverantes testigos del paso del tiempo.
Sujetas a las puertas, esperando la llegada de algún visitante, muchas llevan años, e incluso siglos, cumpliendo con fidelidad su cometido.
Han resistido el paso voraz de los años, las inclemencias humanas, las penurias económicas, las tormentas literales y también las metafóricas.
No pocas han sobrevivido a sus puertas originales, han mudado de dueños y hasta de barrio. También han aprendido a coexistir con hermanas más modernas y hasta con los timbres eléctricos, hijos del progreso.
Nacidas del fuego, de la fragua, del trabajo de maestros herreros o de artesanos menos reputados, exhiben las más variadas y originales formas, aunque su propósito sea siempre el mismo.
Desde las clásicas —y más o menos trabajadas— argollas hasta cabezas humanas o de fieras, las aldabas de La Habana se mantienen inalterables hasta que el toque de una mano rompe con su tranquilidad y el silencio.
Algunas conservan la hidalguía de su abolengo, remozadas y cuidadas por sus dueños. Otras, venidas a menos, luchan contra el óxido y el olvido, y hasta han visto cambiada alguna parte por piezas menos lustrosas o improvisadas.
Pero todas, de una manera u otra, forman parte de la historia y el patrimonio habanero.
A ellas, las perseverantes aldabas de la capital cubana, nos acerca hoy a través de su lente nuestro fotorreportero Otmaro Rodríguez.