A tres siglos y un cuarto llegó Matanzas el pasado 12 de octubre. La ciudad de los epítetos y la hermosa bahía, la fundada como San Carlos y San Severino en 1693, la de los ríos Yumurí, San Juan y Canímar, y sus numerosos puentes, se preparó largamente para este aniversario y lo celebró como una adolescente alborozada.
Edificios y lugares emblemáticos de la ciudad fueron restaurados para el cumpleaños: el Teatro Sauto, el otrora Palacio de Justicia, el Palacio de Junco, el Museo de Bomberos, la Plaza de La Vigía, las calles del Medio y Narváez, el Parque de la Libertad… Se colocaron cientos de adoquines, salieron a la vista viejas líneas del tranvía, reabrió sus puertas el histórico hotel El Louvre.
Como parte de los festejos, Matanzas fue declarada “destino turístico”, una clasificación que busca resaltar sus innegables valores históricos y culturales, y fomentar su promoción a pesar de la inevitable sombra que proyecta sobre ella el cercano –y mundialmente célebre– balneario de Varadero.
El Ministerio de Turismo hizo el lanzamiento oficial en el Teatro Sauto, mientras empresas y cadenas hoteleras animaron las calles con variadas actividades. Los citadinos salieron a celebrar, orgullosos de eso que han dado en llamar “la matanceridad”, comieron y cantaron como en todo buen cumpleaños.
Pero más allá del bullicio y la fiesta, de los desfiles y colores de ocasión, otra Matanzas –que en realidad es la misma, la única, la verdadera– no dejó a un lado su vida habitual, la de sus vecinos apacibles y esforzados, la de sus músicos y pescadores, la de sus añejos puentes bajo los que el agua, como el mismo tiempo, sigue su rumbo imperturbable.