Vivo a 7 mil kilómetros de Cuba, pero la isla y su gente aparecen en mi vida todo el tiempo. A veces, temprano en la mañana, en el aroma del café que preparo, en el ritmo vanvanero que me acompaña durante mis caminatas por Buenos Aires o en la inevitable conversación con quienes, al enterarse de donde soy, me preguntan: “¿Cómo está aquello?”. Otras veces, la conexión es más directa: mensajes y llamadas diarias de mi familia o el contacto con amigos cubanos, que permanecen allá o no.
Más allá de la distancia, no quiero —ni puedo— dejar de pensar en Cuba y en los cubanos. Mi raíz desafía los kilómetros, persiste a pesar de los sinsabores y las decepciones que llegan con frecuencia desde ese archipiélago caribeño. (A veces, precisamente por eso).
Ahora, mientras 2024 llega a su fin, regreso a las fotografías que tomé en Cuba a mitad de año. En ese repaso reafirmo el vínculo con mi país y su gente. No solo veo lo que capturé con la cámara, sino también lo que esas imágenes me revelan ahora, detalles que en su momento quizá no percibí.
La fotografía siempre ha sido un puente entre mi presente y mi pasado, entre la distancia física y la cercanía emocional. Cada instantánea encierra una conexión, más allá de lo visual. Son momentos congelados en el tiempo que me permiten mantener viva una parte de mí que siempre estará en la isla, sin importar cuán lejos me encuentre.
Esas fotografías me devuelven gestos, miradas y vivencias que no quiero olvidar. En ellas están las sonrisas que desafían adversidades, las miradas resignadas o los rostros que narran historias difíciles de expresar en palabras.
Por otro lado, en esas fotos no solo reconozco lo que retraté, sino lo que significó capturarlo. Hay un esfuerzo por preservar una memoria, alguna verdad que necesitaba guardar. Lo vivido, lo fotografiado deja marcas que un cambio de calendario no puede borrar, aunque muchas de esas huellas no sean visibles a simple vista.
Este ejercicio de mirar atrás, de revisitar fotografías y la gente que las protagoniza, no es un acto de nostalgia paralizante. Es una manera de comprender y valorar lo que permanece y sigue vivo. Porque lo que Cuba y su gente me deja, año tras año —en imágenes y más— no desaparece con el tiempo. Me acompaña y es como las raíces: pueden anclar, pero sostienen.