El repiqueteo de un tamboril y el sonido de una flauta atrajeron mi atención cuando paseaba, una mañana de domingo, por las inmediaciones del bosque de Chapultepec, en Ciudad de México. Mientras me acercaba en dirección a la música, entre el follaje de frondosos y altos árboles, se podía divisar a un grupo de personas volando en círculos.
Al llegar al lugar cuál sería mi sorpresa al ver en un descampado un mástil de casi treinta metros con tecomate giratorio y un bastidor en su punto más alto. Ahí, sentado, un hombre tocaba aquel tamborito y la flauta. Otros cuatro pendían de igual número de cuerdas y giraban cabeza abajo alrededor de la asta. Danzaban con los brazos abiertos al compás de la música y descendían lentamente hasta el suelo.
Son los Voladores de Papantla, herederos de un ritual milenario practicado en algunos países de Centroamérica, con mayor presencia en Papantla de Olarte, región del Estado de Veracruz, al este de México.
A los que se lanzan al vacío los llaman “danzantes”. También son conocidos como “hombres pájaros”. Son los discípulos del caporal, la persona sentada en el extremo superior del mástil, que toca los instrumentos ancestrales.
“Los caporales utilizan recursos musicales como la prolongación de notas, la reiteración y variación de material melódico y los adornos para elaborar sus enunciados musicales, estos a su vez conforman frases más grandes que responden al estilo de cada caporal”, refiere el investigador Héctor López de Llano en su libro Los voladores de Papantla. Una mirada desde la etnomusicología, publicado por la Universidad Nacional Autónoma de México.
Por su parte, los danzantes comienzan a practicar desde que son adolescentes en palos de 10 metros de altura. Van entrenando sus habilidades y escalando en altura.
Este rito danzario data del tiempo preclásico medio mesoamericano, entre 1200 y 400 a.C. Tiene sus orígenes en una leyenda de hace más de dos mil años. Cuentan que en medio de una gran sequía, los viejos sabios de la comunidad mandaron a los jóvenes vírgenes y vigorosos a internarse en el bosque y cortar el árbol más alto y recto. El objetivo era realizar una danza ritual para implorar por la lluvia a Xipe Tópecal, dios de la fertilidad en la antigua cultura mesoamericana.
La civilización totonaca, que existió desde el año 300 al 1520 d. C. y luego los aztecas, entre los siglos XIV y XVI, incorporaron al ritual asociaciones al calendario solar.
El calendario prehispánico solar tiene un ciclo de 52 años y se divide en cuatro trecenas de año. Los danzantes pueden girar alrededor del mástil hasta 13 veces de acuerdo con igual número de cielos del sol. Trece multiplicado por 4 da como resultado 52.
Así, el caporal invoca con sus toques prehispánicos; los intrépidos hombres colgados representan los cuatro puntos cardinales y la acción de la caída al vacío, la lluvia. Los atuendos confeccionados con telas de colores representan a los pájaros. El sonido de la flauta al canto de las aves y, el del tambor, a la voz de los dioses.
Con la llegada de los conquistadores españoles a México, en 1519, todo lo referido a ritos sagrados fue prohibido. Pero el ritual de los voladores, como otras expresiones culturales, religiosas e identitarias, no pudo ser extinguido.
“Cada variante de la danza ritual de los voladores representa un medio de hacer revivir el mito del universo, de modo que esta ceremonia expresa la visión del mundo y los valores de la comunidad, propicia la comunicación con los dioses e impetra la prosperidad. Para los ejecutantes de esta danza y todas las personas que comulgan con la espiritualidad del rito en calidad de espectadores, la ceremonia de los voladores constituye un motivo para enorgullecerse de su patrimonio y de su identidad culturales, al mismo tiempo que suscita un sentimiento de respeto por ambos”, apunta el informe de la UNESCO donde se declaró esta ceremonia Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad en 2009.