“Diríase que, aterrado, el Fotógrafo debe luchar tremendamente para que la Fotografía no sea la Muerte”.
La aseveración es de Roland Barthes, uno de los semiólogos más relevantes del siglo XX. La cita es de La cámara lúcida, el último libro que escribió el célebre francés y que vio la luz pública bajo el título de “La Chambre Claire”, en 1980, pocas semanas antes de morir.
En ese texto el también filósofo y ensayista revela una mirada íntima (como quizás no encontramos en ninguna de sus otras obras) en torno a una de sus obsesiones: el signo expresivo, puntualmente acá la fotografía como mecanismo productor de sentidos.
“En este caso —Barthes— toma como punto de partida unas cuantas fotografías, con el fin de descubrir ‘una ciencia nueva para cada objeto’ y, a partir de ahí, deducir ‘el universal sin el cual no existiría la fotografía’, esa ‘alucinación’ que provoca falsedad en el nivel de la percepción y verdad en el nivel del tiempo”, apunta el editor de Paidós, sello literario hacedor de una de las mejores traducciones al español de este imprescindible libro.
No es menor, entonces, el enfoque personal que hace ni que el contexto sea en las postrimerías de la vida de su autor. Y que, a su vez, sea él una especie de modelo de su propio estudio. Leemos en “La cámara lúcida” a un Barthes que es diferente de sus propias teorías de antaño, como las expuestas en su ensayo “El mensaje fotográfico”, publicado en 1961, donde desarrolla una teoría propia alrededor de la fotografía de prensa y que va sobre la imagen y la lectura de quienes la consumen.
Si en “El mensaje fotográfico” Barthes navega entre la lingüística y la semiótica, en “La cámara lúcida” es capaz de cuestionarse a sí mismo y hasta negarse.
Por ello, al anunciar la aparición del título que ahora nos convoca, el propio Barthes se excusaba: “este libro defraudará a los fotógrafos”, expresó públicamente.
Al celebrar los cuarenta años de “La cámara lúcida” y visto en el tiempo creo que, en eso de decepcionar a los fotógrafos es, quizás, en lo único que se equivocó este importante intelectual, autor de decenas de estudios de semiótica estructuralista, análisis de críticas literarias y textos sobre fotografía.
Su última obra supuso un cambio radical en la percepción sobre el mensaje fotográfico. Más aun en tiempos de tanta aglomeración de imágenes a través de las redes sociales.
En lo personal me cuestiono como una constante para qué hago fotografías. Adopté el mismo interés y recorrido que Roland Barthes plantea en “La cámara lúcida” sobre una foto: el mensaje de una instantánea y la creación emocional entre la imagen en sí y el receptor.
Por eso es por lo que prepondero que Barthes en su texto escriba en mayúsculas, como si fueran nombres propios, las palabras Fotografía, Fotógrafo y Muerte.
Ahí, en esa relación de los significados de esas palabras merodea otro concepto muy importante: la memoria. Y el ejemplo son las imágenes que ahora comparto, en esta entrega de “Por el camino”.
Se trata de mis primeras fotografías. Tomadas con una cámara soviética Zenit (analógica, de 35 mm) cuando ni imaginaba que el fotoperiodismo sería el sostén de mi vida. Todas en blanco y negro y con películas casi siempre vencidas, porque era lo más económico. Muy mal expuestas a la luz y peor aún reveladas, en un laboratorio improvisado en el baño de mi casa.
Tienen entre quince y veinte años. En ese tiempo cada tanto desempolvé esos negativos y los miraba a contraluz sin encontrar nada interesante.
Primaba una cuestión técnica en mí, una obsesión esteticista sobre lo que esas imágenes podían o no contarme. Y ahí estaba el error: Enaltecer la cuestión técnica y que esta modelara el sentimiento y la memoria… y no al revés.
La larga siesta de esas instantáneas terminó, en gran medida, al releer “La cámara lúcida” y sentirme interpelado por Barthes con aquello de batallar para que la “Fotografía no sea la Muerte”.
Sobre todo, al entender que mi mirada personal sobre un hecho, lugar o persona puede ser, en un tiempo, un documento para interpretar colectivamente lo fotografiado.
Estas fotos son recuerdos de cuando comencé a viajar por Cuba y a escudriñar entre la diversidad de quienes habitan la Isla. Gracias a esos viajes de mochilero y a la fotografía me enamoré de mi país y mis compatriotas. Y terminé de conformar mi propia patria al zapatearla de punta a punta y compartir con la gente. Por eso ahora, que desde hace diez años vivo entre Cuba y Argentina y, en parte, también gracias a estas fotos de hace veinte años, no siento desarraigo alguno.
Por eso, también, me apuré a digitalizar esos archivos para inaugurar, hace un año y medio esta columna y, ahora, celebrar con un grupo de esas fotos —hasta ahora inéditas—, los cuarenta años de la publicación de “La cámara lúcida”.