Hace un par de años, cuando mi novia me presentó a su familia y anunció que era cubano, su abuela Elvira declamó de un tirón, en voz alta y con ternura, ante los presentes:
Cultivo una rosa blanca
en julio como en enero
para el amigo sincero
que me da su mano franca.
Y para el cruel que me arranca
el corazón con que vivo,
cardo ni oruga cultivo:
cultivo una rosa blanca.
No hizo falta más para sentirme bienvenido.
En esas dos estrofas del poema XXXIX de Versos sencillos (Nueva York, 1891), José Martí entrelaza la amistad y el amor como filosofía de existencia, incluso hacia “el cruel” que le arranca el corazón.
Elvira ejerció con amor y vocación el magisterio en la enseñanza primaria por casi medio siglo. La obra de Martí se estudia en las escuelas de Argentina como parte de la asignatura de Literatura latinoamericana. “Es un texto inolvidable. Es de mis preferidos”, me confió la abuela aquella tarde.
Quizá sea uno de los poemas más conocidos y difundidos de la vasta obra del Apóstol. Me atrevo a asegurar que los cubanos podríamos recitarlo de memoria. Me veo a mí mismo en primer grado, hace casi treinta y cinco años, en un matutino delante de toda la escuela formada, recitando efusivo y con entonación infantil de acto político; ese en el que se canta un poco y se alargan las palabras.
Sin embargo, confieso que tardé mucho en comprender la dimensión de esos versos. Nunca me había detenido a leerlos en el conjunto de poemas que conforman los Versos sencillos.
De niño lo repetía de memoria, sin interiorizar. De ese modo mecánico era imposible aprehender algo; mucho menos sentirlo. No podía conmoverme.
Muchas veces nos machacan la literatura de Martí en vez de inculcarla. Crecimos saturados de citas sacadas de contexto y convivimos con otras tantas atribuidas a su ideario que ni siquiera salieron de su pluma. Pintadas en paredes públicas, vallas, murales de escuela o de centros de trabajo, hospitales y barrios. Hasta en la pantalla de fondo de aquellos televisores Panda aparecía una frase martiana al encenderlo.
El tironeo de la obra y figura de Martí, más que acercarlo, lo alejaron. Por suerte, en la vida me he cruzado directa o indirectamente con personas clave que me permitieron acercarme al apóstol y “tocarlo”.
Hasta hace muy poco era de los tantos que reproducían el famoso error que arrastra el poema. Sustituía oruga por ortiga en el séptimo verso: “cardo ni ortiga cultivo”, decía yo.
Ignoraba que Martí no usa la palabra oruga como larva de mariposa, sino como una planta herbácea. Pues sí, hay una mala hierba llamada oruga eruca o rúcula, muy común en la península ibérica y otras regiones de Asia, donde usan sus hojas como condimento por tener un zumo picante. “Yo sé los nombres extraños / de las yerbas y las flores”, escribió en otra parte de su libro Versos sencillos.
El día en que la abuela de mi novia, argentina y a más de 7 mil kilómetros de La Habana, recitó a Martí, sentí un orgullo sin par de ser cubano. Además, sentí al poeta como un amigo cuya presencia se me revelaba aun en la distancia.
Mi acercamiento a Martí me ha hecho fotografiar sus representaciones toda vez que me las he cruzado; lo mismo en Buenos Aires, Quito, Madrid o Ciudad Mexico. Pero en Cuba se me hace especial su perenne presencia en bustos, mausoleos, murales y pinturas; en la diversidad de expresiones de su memoria, cuidadas algunas, desvencijadas otras. Cuentan también la realidad de un país.
Hoy, en el 170 aniversario de José Julián Martí Pérez, vuelvo a sumergirme en los versos. Y esas estrofas las veo como el espejo en el que miro la Cuba que defiendo. Un lugar sagrado, limpio de rencores, en el que cultivemos una rosa blanca.