Soy oriundo de Holguín, en el oriente cubano. La mitad de mi familia se fue a vivir para La Habana (en el otro extremo de Cuba) desde hace más de medio siglo.
He atravesado infinidad de veces la Isla durante mis vacaciones de verano y, en ese ir y venir, muchos lugares por donde pasaba veloz quedaron instalados en mi imaginario de las más diversas maneras. Partiendo de occidente a oriente, por la Autopista Nacional, la primera parada por lo general se hace en la gigante cafetería del kilómetro 180, más conocida como el Conejito de Aguada. Luego, cuando la inconclusa Autopista se acopla a la vieja Carretera Central, a la altura de la provincia de Sancti Spíritus, toca la hora de almorzar en alguna de la seguidilla de casas campesinas que allí se encuentran a la orilla de la vía. Así continúa el viaje y otro alto en la marcha sucede en Cascorro, para comprar queso blanco y cremitas de leche.
Otro de los lugares de paso obligatorio es por Ciego de Ávila. Pero ahí no se frena, sino que se sigue de largo, pues la Carretera Central atraviesa la ciudad. Y, así, como un lugar fugaz, de tránsito y sin ningún atractivo tenía a esa urbe del centro de Cuba en mis recuerdos.
No fue hasta que tuve la oportunidad de desandar en un par de días Ciego de Ávila que quedé prendado de sus calles, reconocidos portales y, sobre todo, de su gente.
Esta es una ciudad relativamente joven. Fue fundada en 1840, aunque en el territorio ya existían varios asentamientos. Desde 1558 se podían constatar en documentos los registros de las delimitaciones de hatos como el de Ciego de la Virgen y Jicotea.
El nombre compuesto de Ciego de Ávila proviene de esas épocas, con la colonización española. Por un lado, denominar con la palabra “ciego” un territorio aludía en esos tiempos a una zona llana y boscosa. “Ávila” se dice que fue el nombre de uno de los primeros colonos que se instaló y apropió de una parte de esas tierras.
El asentamiento se convirtió en un pueblo, que fue creciendo con el paso del tiempo y sirvió como lugar para pernoctar a los viajantes que recorrían la Isla por el camino real. Así se fundó una típica ciudad diseñada urbanísticamente por el trazado perfecto de una gran cuadrícula, subdivididas en manzanas.
Mas, la capital provincial no es elogiada especialmente como sucede con otras que tienen el mismo rango político/administrativo en Cuba.
Generalmente se realza a la provincia de igual nombre por el turismo, que ocupa un importante lugar en la economía del país. Me refiero a los polos turísticos Cayo Coco y Cayo Guillermo, de la región Jardines del Rey. También es reconocida por el aporte a la agricultura nacional, pues la provincia tiene el 40 % de su superficie cultivada, una de las más altas del país en distribución por ese concepto agrícola.
Históricamente ha sido relevante, entre otros hechos, por haberse construido en su jurisdicción la famosa trocha de Júcaro a Morón, una fuerte línea militar fortificada, de 68 km de largo, construida por los españoles entre 1869 y 1872 para impedir el paso de las fuerzas mambisas, que al final lograron cruzarla en varias ocasiones.
Pero la cabecera provincial tiene un encanto especial y espacial que no posee ninguna otra ciudad cubana. Desde el corazón de la urbe, en medio de sus construcciones, debido al caluroso clima y al amplio espacio, se erigieron casas con la distinción de altos puntales, techos de tejas criollas sostenidos por columnas neoclásicas de variado diseño y espaciosos portales, que se convierten en largos corredores. De ese modo, podemos pasear casi toda la ciudad al resguardo de la sombra.
Es por sus recovas continuas, esos espacios cubiertos que preceden a la entrada en una casa, que a Ciego de Ávila se le dice “La Ciudad de los Portales”. Ese prodigio urbanístico se ha mantenido con el tiempo, incluso con las nuevas construcciones modernas. Si caminamos entre los corredores, podemos tener la sensación de transitar tan solo con unos pasos de un portal del siglo XIX a uno del siglo XX, sin escala.
Más allá de la cuestión arquitectónica y de la amalgama de estilos de los portales, lo que más me sorprendió y cautivó es lo que se vive en esos espacios. Con familiaridad, los vecinos abren las puertas de sus casas y hacen de los portales un ambiente cotidiano más de sus hogares. Es por esa particularidad social que Ciego de Ávila un día dejó de ser para mí el lugar de raudo paso en mis viajes entre Holguín y La Habana, para convertirse en un sitio al cual siempre volvería con paciencia y sin apuro, para recorrer sus portales y la vida que en ellos transcurre.