Allá por el 2014, tras un par de meses de viaje por algunos países del cono sur de Latinoamérica, Quito, la capital de Ecuador, fue la última escala del periplo antes de volar a La Habana. A esas alturas del viaje solo me quedaba algo de dinero para comer y costear algún alojamiento barato.
El itinerario estaba planeado solo para estar tres días en la ciudad, pero algunos imprevistos extendieron a una semana la estadía; así que no quedó más opción que zapatear y fotografiar intensamente por las calles de la capital más antigua de Sudamérica durante siete días.
Quedé sorprendido con la riqueza de la cultura quiteña y su fascinante arquitectura. También con el trato amable de su gente y la prestancia afable para contar historias y leyendas de la ciudad.
Entre todo eso, la incertidumbre alrededor del nacimiento de Quito atrapó mi atención.
Oficialmente nombrada como San Francisco de Quito, la ciudad, rodeada por 12 volcanes, se levanta a 2.850 metros sobre el nivel del mar en la Cordillera de los Andes. Tiene una superficie de 4.183 km² y en el presente la habitan alrededor de 2.2 millones de personas.
Investigaciones y pruebas arqueológicas han comprobado que en el territorio existieron pueblos organizados por lo menos desde el año 900 a. C.
Incluso, en el imaginario histórico y popular está instalado que el territorio que hoy ocupa la ciudad era zona mitológica con fuerte impronta cosmológica.
Hay escritos que estipulan que los primeros residentes de Quito pertenecieron a una tribu derivada de la civilización quechua, denominada “los Quitus”.
Así lo dejó plasmado Juan de Velasco y Pérez Petroche, sacerdote jesuita nacido en 1727 en Riobamba, región interandina del Ecuador. El padre Velasco estudió durante 20 años la cultura y tradiciones ecuatorianas. Con todo eso escribió, en 1798, “Historia del Reyno de Quito”. Este texto “constituye el primer intento de un criollo, súbdito de la monarquía española, de reconstruir el pasado de la Audiencia de Quito, en la que vio la luz. Esta tarea la realizó basándose en fuentes de información oral y escrita, algunas de estas últimas perdidas. Como es conocido en el ámbito historiográfico, Juan de Velasco plantea la existencia, en el pasado preincaico, de una entidad política y social a la que le denominó Reino de Quito”, refiere el arqueólogo y profesor ecuatoriano Eduardo Almeida Reyes en un artículo publicado en el sitio del Instituto Panamericano de Geografía e Historia, organismo científico y técnico de la Organización de los Estados Americanos (OEA).
Por su parte, el célebre arqueólogo alemán Federico Max Uhle, una de las voces más autorizadas en materia de culturas precolombinas de la costa oeste suramericana, y autor de la teoría inmigracionista del origen de la cultura andina, desmitifica en 1924 la existencia de un reino de Quito, cuando apunta:
“Fueron pues los Incas quienes descubrieron un pedazo de tierra que tenía la calidad de servir para la fundación de una ciudad nueva. Este pedazo no tenía nombre. Los Incas se lo dieron derivándolo del nombre que había tenido antes toda la comarca, y así fueron fundadores de una primera ciudad de Quito (…) No existía tal ciudad preincaica de Quito muy grande y toda de piedra labrada, como quiere hacernos creer el padre Velasco en su descripción de la ciudad antigua”.
Al final, la fecha de fundación oficial de Quito fue acuñada en 1534 por la conquista española tras la caída del Imperio Inca. De esta forma el 6 de diciembre de ese año, el militar español Sebastián de Benalcázar decretó la fundación de la ciudad de San Francisco de Quito en las faldas orientales del volcán Pichincha.
A partir del siglo XVI, la metrópoli comienza a crecer arquitectónicamente. Con el fin de instituir el catolicismo romano como religión preponderante se construyeron varios monumentos e imponentes templos. Entre ellos destacan las basílicas de San Francisco, La Merced, Santo Domingo, San Agustín Y la Catedral metropolitana.
Tendrían que pasar casi tres siglos para que los ecuatorianos se liberaran del yugo español. El 24 de mayo de 1822 el mariscal Antonio José de Sucre lideró el ejército independentista que derrotó a las tropas españolas y sus aliados en la famosa “Batalla de Pichincha”. Más tarde, el 13 de mayo de 1830, se instauró la República del Ecuador y se ratificó a Quito como su capital.
Toda esa historia, y más, se siente al recorrer el centro histórico de Quito, el mayor y más conservado de América Latina. Abarca un área de 320 hectáreas y presenta un planeamiento urbanístico semejante al tablero de un juego de damas. Según el Ministerio de Turismo de Ecuador “Este sector de la ciudad, cuenta con alrededor de cinco mil inmuebles patrimoniales y 130 edificaciones monumentales, donde se encuentra una gran diversidad de arte pictórico y escultórico, principalmente de carácter religioso inspirado en una multifacética gama de escuelas y estilos”.
Por todo esos atributos, en 1978, Quito fue la primera ciudad del continente en ser declarada por la UNESCO “Patrimonio Cultural de la Humanidad”.
Lo que comenzó siendo un percance en mi viaje —quedar varado en Quito más tiempo de lo estipulado y con el dinero justo para subsistir— terminó con ese famoso dicho de que “lo que sucede conviene”.