La calle sabe ser un gran estudio fotográfico al aire libre, en el que la gente posa amable. Basta cruzar miradas, detenerse, conversar, y en un par de minutos, se colocan frente a mi cámara. Pocas cosas capturan —o intentan capturar— la naturaleza humana como los retratos; y en Cuba me seduce hacerlos como en ninguna otra parte.
Encuentro personajes que parecen sacados de un libro; pero que resultan más fascinantes aún precisamente por ser reales. Desde la señora con un peinado particular, la niña que me regala una sonrisa, el barrendero que posa estoico con sus carretón de basura, hasta el grupo de niños que aparecen correteando al salir de la escuela, y se detienen a ver la cámara.
Cada rostro es auténtico. Cada línea cuenta una historia, cada mirada revela una biografía intensa, aun cuando sea común. En estas expresiones hay una verdad profunda, una conexión con algo esencialmente humano.
Los modelos son espontáneos. No hay pose forzada ni sonrisa artificial. Son genuinas la mirada directa y penetrante, y también la risa contagiosa que estalla en medio de la conversación. Esa autenticidad resuena cuando se observa la instantánea.
Cada uno lleva consigo una historia, una pequeña pieza del relato coral de Cuba. Y ahí está, lista para ser capturada a través del lente de una cámara. La variedad de fisonomías, expresiones y gestos es un retrato, siempre incompleto, de la riqueza cultural y humana de mi pueblo.
La fotografía de retratos sobrepasa lo artístico; es un acto de amor y respeto. Es una reverencia a la experiencia humana. Como fotógrafo, estos retratos me permiten activar la conexión con los míos, encontrarme en ellos y en lo cotidiano.
Hace exactamente un año dedicaba una columna al tema. Una vuelta al sol después, llegan nuevas estampas y, con ellas, otro fragmento del mapa-gente. Volver a Cuba siempre me reserva esta oportunidad, también como promesa. Hacer que se cumpla, una y otra vez, cámara en mano y corazón abierto, es lo que me empuja.
