En una playa de la costa argentina se despliega un escenario épico. La naturaleza libera su furia en forma de olas y un grupo de intrépidos surfistas se entrega al desafío en las aguas del Océano Atlántico. Las olas forman un imponente muro que avanza. Los surfistas, expectantes, se deslizan en la superficie, atentos al inminente choque. Como jinetes sobre un corcel indomable, buscan la gloria sobre la cresta.
Pero solo unos pocos logran montar la onda con destreza, deslizándose victoriosos hasta que esta se deshace en espuma. Los demás, vencidos por la fuerza del océano, se preparan para volver a intentarlo. La perseverancia es característica de los amantes del surf.
Desde la orilla capturaba con mi cámara esos pasajes impresionantes. Surfeadores diminutos frente a la inmensidad azul, decididos a conquistar las olas con sus tablas. La mezcla de adrenalina, habilidad y conexión con la naturaleza convierte esta práctica en una experiencia única.
Las escenas nos transportan a los inicios de la emocionante práctica, que ha experimentado una evolución a lo largo de siglos. Hace quinientos años, en las islas de Polinesia, los habitantes practicaban lo que hoy se conoce como bodysurfing y el bodyboard.
Sin embargo, las primeras evidencias de personas surfeando sobre tablas de madera se encuentran en la costa norte de Perú; el preludio de lo que conocemos como surf moderno. Los polinesios llevaron esta pasión por las olas a destinos emblemáticos como Hawái, pero es en América del Sur donde germinó la semilla de esta práctica.
Otras evidencias quedaron plasmadas en la cerámica y las paredes de las cuevas en la era incaica. Pescadores surcaban las olas sobre tablas de madera y lanchas de caña, conocidas como “caballitos de totora”.
En los comienzos, las tablas eran esculpidas en madera maciza, una simplicidad que facilitaba la práctica. No obstante, con el transcurso del tiempo, el surf se transformó en una disciplina completa, dando origen a acrobacias, movimientos y una amplia variedad de diseños y materiales.
Los años 50 y 60 marcaron un hito en su popularidad, cuando artistas y músicos se unieron al “movimiento flower power” y exploraron la cultura del surf. El fenómeno contribuyó de manera significativa a consolidarlo como estilo de vida y actividad física de gran atracción.
La esencia del surf reside en los desafíos que impone la propia naturaleza. La velocidad, el tamaño y la forma de las olas son elementos fundamentales para los surfistas. Las olas ideales son aquellas que evolucionan y rompen formando pared y espuma de manera progresiva hacia la derecha o la izquierda. La interacción entre el viento y las olas crea un espectáculo en el océano, donde la calidad de las últimas se vincula con la intensidad del viento y la distancia que recorren.
El comportamiento de la ola varía en función del lecho marino. Aquellas que rompen sobre arena, rocas o arrecifes suponen desafíos particulares. Las rompientes sobre arrecifes de coral en particular son reconocidas por su calidad; son huecas y poderosas.
La búsqueda de nuevas aventuras ha llevado a los surfistas a traspasar sus propios límites. Nazaré, Portugal, fue testigo en octubre de 2020 de una gesta impresionante: el surfista alemán Sebastian Steudtner surcando una ola de 26,21 metros. La hazaña muestra la diversidad de estilos y desafíos que el surf puede ofrecer.
En 2023, sin la ayuda de una moto de agua —como sí fue el caso de Steudtner—, remando con sus propios brazos, la surfista australiana Laura Enever domó una ola de 13,3 metros, la más grande surcada por una mujer. Este logro asombroso quedó asentado en la edición del Libro de los Récords Guinness del año.
El surf es más que un deporte: es un estilo de vida que busca la conexión con la fuerza de la naturaleza, esa que nos hace y nos deshace; que nos muestra nuestros límites y también nos impulsa a superarlos.