¿Cuáles son las probabilidades de toparse con el autor de una novela a pocas horas de haber leído las últimas páginas de esta? ¿Qué causas y azares deben tejerse para que suceda el encuentro?
Son las preguntas que me asaltaron inmediatamente después de despedirme de Leonardo Padura y Lucía, su compañera, tras haberlos cruzado por casualidad en medio del hormigueo de gente propia de un aeropuerto tan concurrido como el Tocumen, en Panamá.
Hace unos meses, en la feria del libro de Buenos Aires, compré Personas decentes, su más reciente novela, publicada por Tusquet en 2022. Fue un pedido expreso desde La Habana, de mi tía Vicky, ferviente lectora de Padura (una más), quien había devorado algunos fragmentos del libro vía WhatsApp.
“Me quedé enganchada; pero figurate tú, ahí, en esa pantallita, es molestísimo. Y aquí no podré dar con el libro”, me había dicho en su momento.
Así que en ocasión de un nuevo viaje a la isla decidí llevarle de regalo ese y otros textos a mi tía. No es la primera vez que desde Argentina proveo libros de Padura a Cuba, a pesar de tratarse de un autor cubano vivo que además está en Cuba. “Las cosas del cuartico”, dirían en mi tierra.
Una vez en La Habana, no pude soltar la novela hasta el último día de mi estancia porque… ¡también me enganché con la décima aparición del detective Mario Conde!
Comencé a leer Personas decentes en el trayecto de doce horas entre vuelos y escalas que me lleva de Buenos Aires a La Habana. Una vez en Cuba, no pude dejar de leer. Mi tía tendría que esperar un poco más.
La Habana resultó ser el mejor escenario para sumergirme en las páginas de la saga de Conde. Había una conexión especial con la narrativa de Padura mientras paseaba y observaba la ciudad y la gente. Cada rincón parecía cobrar nuevo sentido y en ocasiones me sentía como un personaje más de la historia. Una noche, quizá empujado por la trama, me encontré caminando por San Isidro, el barrio habanero de Yarini, el famoso proxeneta de principios del siglo pasado y uno de los protagonistas del libro.
Una de “las Habanas” que recrea el libro, la ambientada en 2016 en medio del ajetreo por la visita de Barack Obama, el concierto de los Rolling Stones y el exclusivo desfile de Chanel por el Paseo del Prado, se mezclaba en julio de 2023 con la cruda ciudad por la que caminaba y fotografiaba bajo un fuerte sol y un calor descomunal.
Apenas unos años han pasado entre La Habana del libro y la de hoy; pero parece que hubiera pasado toda una vida. Pocos bienes disponibles, de importación y a precios desorbitados totalmente alejados del bolsillo de cualquier trabajador, en medio de una escasez extrema que golpea duramente en el día a día de millones de cubanos.
En medio de calles desoladas por la ausencia de transporte, en mi cabeza resonaba la voz desanimada de Mario Conde, o quizá me identificaba tanto con él que podría ser yo el propio Conde, en versión fotógrafo en lugar de detective, observando nuestra ciudad y su gente de una manera nunca antes experimentada. Las radiografías sociales de Conde en el libro y mis visiones fuera de este eran igual de contundentes.
Al cabo de veinte días en Cuba, la noche antes de emprender el retorno a Argentina, como en una carrera contra el tiempo, terminé de leer el último capítulo de Personas decentes. Por supuesto, mi tía, que no me dejaría salir del país si no se lo entregaba, esperaba ansiosa. Ahí me enteré, además, de que se había formado una cola familiar para su lectura entre mi mamá, mi hermano y otros parientes. En el país de las colas, estaría feliz de celebrar una.
Menos de 24 horas después, me encontraría con el mismísimo Leonardo Padura.
Procedente de La Habana, camino a Buenos Aires, hice una corta escala en Panamá. Mientras disfrutaba de un café en el aeropuerto, pude reconocer al escritor entre la multitud de pasajeros. Se movía con paso apresurado en un ancho pasillo de la terminal. Llevaba consigo una maleta de mano. Vestía con swing, pulóver blanco y shorts, irradiando el estilo relajado de quien vive en un eterno verano.
Cuando pasó a poca distancia de mí, no dudé en abordarlo. Me impulsó la emoción de encontrarme con el aclamado escritor cubano, Premio Nacional de Literatura y Premio Princesa de Asturias de las Letras, cuya última obra me había acompañado en mis andares por nuestra tierra común.
“Maestro, soy cubano”, le dije apresuradamente, abriéndome paso entre la gente. Sin siquiera preguntarme si le apetecía saludar a un desconocido en medio de la prisa, estreché su mano. Quizá ya está acostumbrado a situaciones similares; probablemente menos en un aeropuerto a punto de abordar un avión.
Me di cuenta de que disponía apenas de segundos, así que me sentí invadido por el instinto selfie. Cediendo ante el afán de una evidencia, el narcisismo que encierra lo que los argentinos llaman “cholulaje” se apoderó de mí.
Sin embargo, el escritor respondió con una sonrisa y aceptó amable la propuesta de la foto. “Por supuesto; pero dale, que se me va el avión. Ya tú sabes cómo es eso”, dijo con simpatía mientras se esforzaba por aparecer bien en la instantánea, como si fuéramos amigos de toda la vida. Fue un gesto en verdad generoso.
Me di cuenta entonces de que estaba acompañado por Lucía, cuyo nombre aparece en casi todas las dedicatorias de sus libros. Lucía López Coll, reconocida filóloga, especialista en literatura cubana y guionista. Por supuesto, amplié el encuadre de la autofoto y los tres entramos en el cuadro, sonrientes y en armonía.
Pero sería solo un primer acto fugaz; minutos después tendríamos otro capítulo más pausado, reflexivo y ameno.
He tenido el privilegio de asistir a varias presentaciones de sus libros, tanto en Cuba como en Argentina. Conversatorios y charlas. Sin embargo, en esas ocasiones siempre se encontraba rodeado de decenas de ávidos lectores. Esta vez era distinto.
Volvimos a cruzarnos en la sala de espera. Nuestras puertas de embarque estaban una al lado de la otra. Ellos tenían como destino Santo Domingo, para el lanzamiento de una reedición actualizada de Los rostros de la salsa, el libro de Padura que recopila entrevistas a grandes exponentes de ese género musical. Además, él iba a impartir un taller sobre periodismo y literatura dirigido a jóvenes.
El tiempo libre de esta pareja debe ser muy escaso. De alguna manera, la breve pausa durante la escala en un aeropuerto quizá sea un sosiego que temía importunar. Pero asumí el riesgo.
Me lancé de nuevo al encuentro, decidido a contarle que era fotógrafo y que en el pasado había tenido el privilegio de visitar su casa y capturar una imagen suya mientras preparaba la cafetera (“eso lo hago cuatro veces al día”, me confesaría más tarde). Si accedía, le propondría posar para un retrato en ese mismo instante, rodeado de la gente en el aeropuerto, como la gran personalidad de las letras hispanas y orgullo de la cultura cubana que es. Además, de paso, podría entablar una conversación sobre su vasta obra literaria, desde sus cautivadoras novelas hasta sus perspicaces reportajes periodísticos y, por supuesto, hablar de su último libro.
Padura accedió de buena gana a ponerse delante de mi cámara; como si no tuviera a mano la palabra “no”. De nuevo, con una sonrisa en su rostro, posó para los pocos disparos que realicé. Lo más significativo fue que, entre cada clic, comenzó una charla espontánea, amena y fluida.
En otros rincones del planeta si un lector encuentra a un escritor admirado, es probable que le pida un autógrafo y le haga preguntas sobre personajes y relatos. Esta vez, el lector, el escritor y su esposa son cubanos y se encuentran en un aeropuerto extranjero. Era ineludible que el primer tema de la charla fuera Cuba; el famoso “cómo está la cosa”.
Fue precisamente Padura quién arrancó la conversación: “¿Cómo viste aquello?”.
Enseguida pensé en un fragmento de Personas decentes que había anotado, porque las imágenes descritas y plasmadas por él en la literatura me habían golpeado al verlas mientras deambulaba por la ciudad:
“(…) el Conde veía pulular ancianos con zapatillas gastadas y miradas mustias, en busca de los míseros sustentos alcanzables con sus jubilaciones, cada vez más menguadas por los precios de estratósfera que iba alcanzando la vida (…) Los incontables habitantes de la ciudad que no habían alcanzado turno en la cola de los sueños. La porción mayoritaria en la cual él mismo militaba”.
Les confesé que año tras año cuando visito Cuba noto que la vida diaria se hace cada vez más compleja; y que esta vez sentí mucho más el deterioro.
“Para los cubanos que vivimos en la isla ese deterioro es algo que presenciamos día tras día y, de cierta manera, no nos sorprende”, respondió Padura. “Pero para los cubanos como tú, que van, digamos, una vez al año o más, el impacto es mucho más fuerte. Con cada viaje, el choque se vuelve más brusco”, añadió el escritor.
Durante casi media hora compartimos preocupaciones y opiniones como lo hace cualquier grupo de cubanos en Cuba y fuera de ella. Aunque la literatura podría haber sido el punto de encuentro, las circunstancias nos condujeron por otros caminos.
Fue un encuentro significativo y reconfortante en el que el peso de la distancia se desvaneció frente a la comunión de nuestras experiencias —y nuestras esperanzas— compartidas.