Centro Habana tiene, según datos oficiales, alrededor de 152 mil habitantes. Aunque bien podrían ser muchos más. Es el municipio más pequeño de la capital cubana, apenas 3.42 kilómetros cuadrados (km²) –el 0.47 % del territorio habanero–, pero, al mismo tiempo, es el más densamente poblado, con poco más de 44.800 personas por km². Es un hervidero de gente, una marea humana que desborda sus calles, que asalta sus parques y esquinas, sus tiendas y mercados, con una naturalidad avasallante, con una ferocidad vital. Y es, con sus 125 casos confirmados, el epicentro de la Covid-19 en La Habana, urbe que es hoy, a su vez, el núcleo de la epidemia en Cuba.
De los 152 mil habitantes del municipio, cerca de un centenar está en la cola de la tienda Caracol de Ánimas y Galiano. Entre ellos, Marisol, una empleada doméstica de una casa de renta para turistas que lleva más de dos meses sin trabajo por la pandemia. La mujer prefiere no hablar de eso ni pensar demasiado en el futuro, aun cuando las autoridades cubanas sean optimistas –la Isla tiene hoy solo 165 casos activos y más del 87% de los enfermos ya se han recuperado– y hayan comenzado a planificar un paulatino regreso a la normalidad. Para ella, desde hace semanas no hay más horizonte que el día a día, que la búsqueda cotidiana de la subsistencia, que las colas.
A esta cola llegó buscando puré de tomate y aceite, y descubrió, no sin sorpresa, que en la tienda también estaban vendiendo paquetes de pollo y “perritos” –salchichas–, dos de los productos más perseguidos por los habaneros en estos días. De haber todavía cuando le corresponda –algo que podría tardar un par de horas, calcula ella basada en su experiencia–, los podría adquirir porque, además del dinero, lleva consigo la tarjeta que las autoridades locales repartieron por familia para poder hacer las compras.
“Si se me pierde, me fastidio”, me dice Marisol, que asegura que nunca sale sin ella a la calle “por si aparece algo, como ahora”. La tarjeta no sirve fuera de Centro Habana, pero quien no la porte no podrá comprar en las tiendas y quioscos en divisas (CUC) ni en los mercados de productos liberados y otros establecimientos en pesos cubanos (CUP) repartidos dentro de las 514 manzanas y los cinco Consejos Populares del municipio. Se trata de una de las medidas impuestas por el gobierno como parte de la estrategia de “aislamiento reforzado” que impera en el populoso territorio para frenar la transmisión de la Covid-19 y reducir las aglomeraciones que podrían servirle de combustible. Y aun así, las colas no bajan.
“Muchacho, esto es tremendo”, comenta la mujer, de unos cincuenta y tantos, quien ha asumido con estoicismo la tarea de hacer las compras de su casa, porque su hermano sigue trabajando, su sobrina tiene un niño chiquito, y su madre ya es mayor y “tenemos que cuidarla”. Precisamente por ello, asegura, ha decidido no meterse en las colas más grandes o en las que no están bien organizadas, aunque por esa bien justificada razón se le escape una oportunidad de comprar aceite, detergente o incluso el demandado pollo.
“Por suerte –me explica–, ahora es mejor, porque solo podemos comprar los que vivimos aquí y las tiendas tienen policías y unos muchachos que han puesto a organizar las colas. Ellos reparten tickets, anotan el número de la tarjeta y a veces también el del carnet de identidad para que la gente no vuelva a comprar el mismo día. Y las colas ya no se hacen en la misma tienda, sino al doblar, o en otra cuadra, y van pasando a las personas poco a poco.”
“Sí –la interrumpe otra mujer de la cola, también de mediana edad–, antes de que pusieran esto de las tarjetas era peor. La gente venía caminando o en carro de otros municipios, incluso de Guanabacoa y Alamar, porque aquí hay más tiendas, y ya te imaginas cómo se ponía esto. Era una guerra, no parecía que había ninguna enfermedad. No sé cómo estuvieran las cosas si no hubiesen tomado medidas”.
“Pero igual todavía no es fácil –acota ante la mirada aprobatoria de Marisol–. igual te puedes pasar tres horas y más en una cola, sin saber si vas a alcanzar, y las tiendas cierran más temprano, a las 3:00 de la tarde, no sé por qué, y la cola para la comida y el aseo es la misma, así que es a suerte y verdad. Y cuando es pollo la gente siempre se entera antes y empieza a hacer la cola desde temprano, aunque se demoren en venderlo. Así es todos los días.”
No hace falta caminar mucho para comprobar sus palabras. Aunque los centros comerciales más grandes de la zona –entre ellos La Época, donde se reportó recientemente un evento de transmisión de la enfermedad– no están abiertos al público para evitar el exceso de personas, sí lo están muchas otras tiendas situadas tanto en las avenidas principales como en los barrios interiores del municipio. Y en todas, casi sin excepción, hay cola.
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Las colas, lo mismo en tiendas y mercados, panaderías y bancos, son hoy el denominador común del paisaje centrohabanero. Un paisaje que, de no ser por el obligatorio nasobuco –que más de uno elude cuando tiene un chance–, la mayor presencia de personal sanitario y estudiantes de medicina en la zona debido a las pesquisas y la vigilancia epidemiológica reforzada establecida, los negocios y centros que siguen cerrados, y las paradas de ómnibus vacías; poco se diferencia ya del de la época anterior a la pandemia.
La gente ha vuelto a las calles –si es que alguna vez se fue–, a reunirse en las esquinas, a pasear a sus perros, a arreglar sus casas, a ejercitar sus músculos en un gimnasio al aire libre, a hacer vida social, a pesar de los continuos llamados de las autoridades a mantener el distanciamiento y no descuidar las medidas de protección aun en medio del declive estadístico que por estos días muestra en Cuba la Covid-19. También se ven trabajadores estatales en plena labor, rompiendo el asfalto, cambiando tuberías de gas manufacturado o poniendo transformadores nuevos como parte del plan gubernamental, me explica un jefe de brigada, de ahorrar energía eléctrica en el país.
Algunos lugares: mercados, cafeterías privadas, barberías, puestos de venta de diversos artículos, comienzan a reabrir. Otros, nunca cerraron, pero adaptaron sus servicios a la nueva realidad. Es el caso del bar-restaurante del centenario Centro Montañés de La Habana, una de las asociaciones españolas radicadas en la Isla, que no ha detenido sus ventas de comida durante la epidemia. Solo que ahora no recibe comensales en su instalación de la calle Neptuno, sino que, entre otras ofertas, vende sándwiches, hamburguesas, jugos y almuerzos para llevar, con cerdo, pescado y pollo como platos fuertes.
Ya no laboran de 11:00 a.m. a 11:00 p.m., como antes, sino de 8:00 de la mañana a 4:00 de la tarde, me explica Yenisel Santiesteban, quien trabaja ahora como dependienta en la puerta misma del centro fundado en 1910. Además, reforzaron la higiene y rebajaron sus precios para hacerlos más asequibles y acordes a su nuevo contexto. Un filete de pescado empanado, por ejemplo, que en su servicio de restaurante tenía un precio de 6.00 CUC (150.00 CUP) ahora cuesta 50.00 CUP, una rebaja sustancial que les ha permitido mantener parte de su clientela y ganar nuevos adeptos, sobre todo entre vecinos y trabajadores de la zona.
Otro sitio que ha mantenido –o en este caso, recuperado– a sus clientes habituales es el mercado agropecuario de oferta y demanda de San Rafael. Luego de 15 días cerrado –en momentos en que los contagios con el nuevo coronavirus rondaban su entorno–, comenzó nuevamente a prestar servicios, pintado, desinfectado y con estrictas medidas de seguridad para vendedores y clientes, explica a OnCuba Dagoberto Pérez, su administrador.
Entre estas, redujeron a la mitad el número de sus tarimas cada día, establecieron dos grupos de vendedores –concurrentes los llama el administrador en su nomenclatura oficial– que alternan fechas para comercializar sus mercancías, la entrada de compradores es controlada desde la puerta que se mantiene cerrada y en la que se les desinfecta las manos, y se les exige el uso del nasobuco. También se vela porque mantengan una distancia prudencial, tanto dentro como en la cola en el exterior, explica Pérez, quien recalca que sus vendedores respetan los precios topados por el gobierno, una medida económica anterior a la pandemia en la que ahora insisten autoridades y clientes para aliviar la situación de sus bolsillos.
“Este mercado es bastante bueno –me comenta uno de sus compradores, de salida, con mango, frutabomba, calabaza y maíz en su jaba–, y no tiene malos precios. Hoy mismo tiene una buena oferta, con frutas, con viandas; los que están medio perdidos son los vegetales, pero eso es en toda La Habana. Y bueno, la carne de puerco, que no aparece ni en los centros espirituales”.
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Caminando al sureste desde San Rafael, atravesando el barrio de Los Sitios, se llega primero a la céntrica avenida Reina y, bajando todavía más, hasta la calzada de Monte, uno de los límites municipales de Centro Habana. La realidad de ambas calles, dos de las más transitadas arterias de la capital cubana, es parecida y, a la vez, diferente. En ambas hay comercios y negocios cerrados y otros que exhiben sus ofertas contra viento y marea. En ambas hay transeúntes con el infaltable nasobuco, personas que hacen cola, policías, vecinos en los alrededores de sus casas, vendedores furtivos. Pero mientras en la vetusta y señorial Reina prima una atmósfera de cosmopolita indiferencia, en la folclórica Monte se dan la mano la complicidad y la sospecha.
“¿Qué estás buscando, socio?”, me dispara a boca de jarro un joven en short y camiseta. A sus pies, casi a escondidas tras la banqueta en que se sienta, unos pequeños pomos plásticos con pintura. “Tengo de aceite, de varios colores, y también de vinil para las paredes, pero esa está por allá adentro”, dice en voz baja y señala con un gesto hacia el pasillo que se insinúa a sus espaldas.
Como él, más de uno me propone otros productos casi en un susurro, lo mismo tornillos que lejía de cloro, interruptores eléctricos que picadillo. No son, sin embargo, muchos los osados en comparación con el ajetreo habitual de esta calzada, con sus otrora sucesivos puntos de venta, legales e ilegales, en los que antes de la Covid-19 podía encontrarse lo humano y lo divino, desde una llave de paso hasta imágenes religiosas, exhibidos con la más despampanante tranquilidad y, a la vez, bajo una capa de misterio. Esa dualidad ha dado paso ahora a una alerta constante, a un recelo exacerbado que hace que incluso los que tienen sus puestos abiertos prefieran no hablarle a la prensa “para no quemarse”.
“Es que desde que empezó esto del coronavirus, la policía está más pendiente de todo y la gente anda arisca”, me explica someramente un vendedor de artículos de ferretería, un hombre sobre los sesenta o quizá setenta años, que elige no decirme su nombre. “Es mejor así, que luego lo publica y por aquí todo el mundo se conoce”.
Es el mismo argumento de un rellenador de fosforeras de Galiano, al que poco después, ya de regreso, le pregunto por su trabajo en medio de la pandemia. Finalmente cede. “Pon ahí que me llamo Ramiro”, me dice con una sonrisa pícara y sospecho que es un nombre falso o, tal vez, el de alguno de sus colegas/competidores que he visto a lo largo de la calle. Lo suyo, me cuenta, es llenar fosforeras, porque “con coronavirus o sin coronavirus la gente va a seguir fumando, así de sencillo”. Desde su puesto de observador de privilegio, me comenta, ve a las personas pasar día tras día, hacer colas, “inventar”, y “yo le digo que aquí no ha habido más enfermos de milagro, porque hay mucha gente en la calle, pero qué se le va hacer, la gente tiene que vivir y la vida no está fácil, hay que lucharla duro”.
Media cuadra más adelante vuelvo a encontrarme con Marisol. Está en otra cola, en la tienda contigua al teatro América. “No alcancé pollo en Ánima –me explica–, solo puré de tomate y perrito, y vine para acá porque me enteré de que aquí iban a sacar”. Ya cogió ticket, dice; también llamó a su sobrina para que le diera el almuerzo a su madre, y ahora, sin almorzar ella, espera pacientemente que llegue su turno para comprar.
“Creo que ahora sí alcanzo –afirma–; empezaron a venderlo hace poco porque llegó congelado y dicen que hay bastante. Lo que hace falta es que la cola vaya rápido porque ya pasó el mediodía y esto cierra a las 3:00, quede o no quede pollo. Vamos a ver, periodista, la esperanza es lo último que se pierde”.