Cuba y los cubanos (más allá del enclave)

Existe la tendencia de que los estadounidenses vean a Cuba "con un solo ojo".

Foto: Archivo.

Sobre Cuba se suele informar de manera discontinua y fragmentada en Estados Unidos, dato para nada exclusivo de la Isla. Para los anglos más avisados de eso que se denomina el mainstream, Cuba constituye una reliquia de la Guerra Fría, una isla jurásica que ha sobrevivido la caída del Muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética en espera de su juicio final. Para otros, tan informados como los primeros, pero no necesariamente liberales, el sistema político vigente en la Isla-nación no debiera ser un impedimento en la normalización de relaciones, toda vez que los casos de China y Vietnam denotan evidentes incongruencias en la conceptualización y puesta en práctica de la política exterior de Estados Unidos, una idea ampliamente validada por los grandes medios de difusión en editoriales y artículos.

Para una tercera categoría, acaso mayoritaria y sin nexos ni con la academia ni con los intelectuales, Cuba es algo que se relaciona con el Caribe y, por consiguiente, implica sol, palmeras, cocoteros y playas paradisíacas. Es también la isla de Fidel Castro, quien luchó contra Batista, derrotó a los exiliados en Bahía de Cochinos, se asoció con los soviéticos y aparece casi siempre en las caricaturas de periódicos y revistas fumando enormes puros. Estos y similares mensajes resultan reforzados por leit motivs como la tierra del mejor tabaco del mundo, según la revista Cigar Aficionado, que concede altas puntuaciones a esa aromática hoja codificada por la prensa nacional, si bien con la advertencia de que las marcas cubanas no están disponibles oficialmente en el mercado estadounidense.

Completan el cuadro el ron Havana Club, las mujeres eróticas “color canela”, los afrocubanos y, sobre todo, una “música tropical” que a menudo se cuela por los complicados vericuetos de ese embargo/bloqueo. La isla, qué duda cabe, es puro ritmo. Intocada por la globalización y la cultura del consumo. Y muchas veces sitio apropiado para descargar la nostalgia y la inocencia perdida.

El problema consiste en que esas representaciones no suelen cambiar mucho a pesar de los contactos bilaterales directos: forman parte de eso que Lezama Lima llamaría “la fijeza”, incluso en contextos de cierta apertura al turismo estadounidense, ese que durante Obama fue a tocar con sus propias manos, y con objetivos y propósitos disímiles, la cultura nacional. Como dijo una vez el novelista y editor estadounidense Dick Cluster, hombres de negocio, congresistas, directores de cine, actores, académicos, escritores, músicos, estudiantes y activistas caían en ese “territorio prohibido para encontrar confirmación de lo que ya piensan y enseguida explicar todo lo que ven a partir de un análisis político realizado de antemano”. A lo que añadió: “esto, unido a nuestro deseo nacional de simplificar en demasía al mundo, contribuye a la tendencia de que los visitantes estadounidenses vean a Cuba solo con un ojo: como el paraíso o como el infierno”.

Lo anterior va escoltado por una visión peculiar acerca de los cubanos que viven en Estados Unidos. Se trata, por una parte, de un constructo lógico a partir de las características del flujo migratorio tradicional, en el que sobresale un alto componente de clases medias y profesionales blancos descendientes de españoles, aunque ese dato cualitativo haya cambiado radicalmente a partir de El Mariel, que alteró de muchas maneras la percepción sobre los cubanos, como se reflejó en Scarface, la película de Bryan de Palma montada sobre un personaje de ficción llegado a los Estados Unidos en el contexto de esos acontecimientos, por lo demás traumáticos a ambos lados del Estrecho.

En el año 1980 ocurrió en Cuba lo que se conoce como el “éxodo del Mariel (puerto habanero)”. Comenzó con varios cubanos que entraron a la embajada del Perú en La Habana a pedir asilo, lo que provocó un conflicto político que conllevó a la salida del país por vía marítima de más de 100 000 cubanos. Foto: Archivo.

Por otra, circula una formulación según la cual los cubanos son todos un amasijo de conservadores. Se sustenta en el considerable poder de cabildeo que han logrado acumular a partir de su articulación con la política de Estados Unidos hacia Cuba y de la función simbólica que las estructuras de poder le han otorgado y aun otorgan. Es entonces el turno del discurso en cuanto a estructura social se refiere: se puede empezar la vida en el exilio como lechero, pero si se trabaja duro, a la larga se puede acabar siendo el dueño de una importante firma de construcción y, si a mal no viene, hasta retratándose con el presidente de Estados Unidos en el restaurante La Carreta, de la Calle 8. Esto, sin embargo, no casa con estadísticas según las cuales la abrumadora mayoría de los cubanos se ganan la vida trabajando en la producción y los servicios —igual que en el siglo XIX en plazas como Ibor City, Key West y New York—, atenazados como todos por los billes [cuentas], la posibilidad del desempleo y otras tensiones que caracterizan a la vida estadounidense contemporánea.

Este componente de la llamada comunidad cubana, en efecto blanca y descendientes españoles (con otros estándares, sin embargo, no son vistos exactamente así), tiene suficiente poder como para sostener un sólido aparato de relaciones públicas. El mismo constituye una garantía de su visibilidad, pero a la vez fuente de espejismos en amplios sectores de la sociedad estadounidense, sobre todo entre gentes no académicas nacidas y criadas en lugares tan distantes del Sur como Iowa, Vermont, Kentucky, Delaware, Utah y Maine, por citar solo unos pocos.

Los “plomeros de Watergate”. De izquierda a derecha, Virgilio González (cubano), Eugenio Martínez (cubano), James McCord, Bernard Baker (cubano) y Frank Sturgis. Foto: Departamento de Justicia de Estados Unidos.

Esos anglos, cuando se jubilan, bajan a la Florida huyéndole al frío y la nieve a localidades como Daytona Beach, Hollywood, Boca Ratón, Boylston Beach y otras, pero no necesariamente se ubican al lado de esos cubanos ruidosos, bullangueros y parlanchines, como lo capta un chiste de Guillermo Álvarez Guedes. Esos actores sociales portan de muchas maneras las percepciones sobre los cubanos en la sociedad global: a bunch of crazy Cubans involucrados en sucesos cuando menos incómodos como el asesinato de Kennedy, los plomeros de Watergate y el Irangate de Ronald Reagan. Esta idea, bastante diseminada, tiene indudables núcleos duros, pero a la vez un serio problema: soslaya el hecho de que hay muchos cubanos caracterizados por posiciones de absoluta coherencia con los valores liberales que definen a buena parte de la cultura estadounidense. Y quedan fuera del juego, es decir, de la imagen.

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