La administración Biden y Cuba

El discurso administrativo está marcado por tres ejes: el de los republicanos, el de los sectores progresistas del Partido Demócrata y el de los cubanos del exilio.

Cubanos se manifiestan frente a la Casa Blanca en apoyo a las protestas de julio 2021. Foto: AP /Susan Walsh)

I

“We’re going to do everything we can to keep Cuba on the frontburner”, a senior administration official said in a call with reporters.

El verbo neglect, una de cuyas acepciones es “abandonar”, tal vez sea el que mejor describe la relación de la administración Biden con Cuba, por lo menos hasta el pasado 11 de julio. Un conjunto de razones y hechos así lo sugieren. Veámoslos sumariamente.

La llamada Era Trump impulsó un cierto tipo de país y dejó una herencia político-social y cultural percibida por un sector de la clase política como un lastre para la existencia de unos Estados Unidos liberales y diametralmente opuestos a los promocionados durante cuatro años: se ven como una violentación de políticas que han conformado el núcleo duro de valores y conductas históricas, tanto internas como externas.

De ahí que el foco de la nueva administración se dirigiera, ante todo, a poner orden en su propia casa. La medida en que esto es así se expresa en que solo durante el primer día en oficio, el nuevo presidente firmó 17 órdenes ejecutivas echando para atrás decisiones y políticas adoptadas por el anterior mandatario. Se relacionaban, básicamente, con cuestiones como la inmigración, DACA, la paralización del muro en la frontera sur, el oleoducto Keystone, el Censo de Población y la discriminación por género u orientación sexual, entre otras, pero marcaron la directriz fundamental durante los famosos cien primeros días del nuevo gobierno.

El primer énfasis fue la pandemia del coronavirus. “Una posible pandemia es un desafío que Donald Trump no está calificado para manejar como presidente”, escribió el candidato Biden en USA Today en enero de 2020. “El brote de un nuevo coronavirus, que ya ha infectado a más de 2 700 personas y ha matado a más de 80 en China, empeorará antes de mejorar. Casos se han confirmado en una docena de países, con al menos cinco en los Estados Unidos. Probablemente habrá más […]. Para ser franco, me preocupa que las políticas miopes de la administración Trump no nos hayan preparado para una peligrosa epidemia que vendrá antes o después”.

El resultado fue, por oposición, la creación al comienzo de la administración Biden de un ambicioso plan que llegó a proponerse que el 70% de los estadounidenses estuvieran vacunados al menos con una dosis para el 4 de julio (2021), día de la independencia. Por un conjunto de razones que no procede analizar aquí, ese objetivo no se cumplió, pero de cualquier manera lo logrado hasta ese punto envió un mensaje alto y claro acerca de la importancia que el gobierno le otorgaba a la lucha contra el coronavirus y a la salud de los estadounidenses. Los Centros para el Control de Enfermedades (CDC) dieron a conocer que para esa fecha más de 172 millones de estadounidenses —es decir, alrededor del 67% de la población adulta—, habían recibido al menos una dosis de la vacuna y aproximadamente 156 millones ambas dosis (47%.). 

Pero la aparición de la variante Delta le vino a complicar las cosas al ejecutivo. A principios de julio, poco antes de estallar las protestas en Cuba, el efecto combinado de esa variante del coronavirus, tan contagiosa como la varicela, según los expertos, más una desaceleración en el ritmo de vacunación, comenzó a avivar el temor de un resurgimiento de la pandemia. Para esa fecha en Estados Unidos se llegaron a informar hasta un promedio de 32 387 nuevos casos de coronavirus diarios, según datos de la Johns Hopkins. Entre el 7 y el 13 de julio las hospitalizaciones aumentaron un 35,8% en comparación con la semana anterior, de acuerdo con los CDC.

Centro de pruebas en Los Angeles, California. Foto: Lucy Nicholson/Reuters.

Las muertes también aumentaron en un 25%, alcanzando un promedio de 250 por día. Biden instó a vacunarse a quienes hasta entonces no lo habían hecho. “Si no están vacunados, no están protegidos”, dijo a los periodistas. “Así que, por favor, vacúnense ahora. Funciona. Es seguro, gratis y conveniente”. Ese llamado reflejaba el hecho de que la tasa de vacunaciones se había desplomado en todo el país. El  6 de agosto la Casa Blanca dio a conocer que la mitad de la población total de Estados Unidos había sido completamente vacunada contra la COVID-19. 

El segundo paso en orden de prioridades fue la asistencia por coronavirus, esto es, un paquete de estímulo económico ante la pandemia, compuesto básicamente por: a) cheques de 1 400 dólares por persona o de 2 800 para parejas que declaran impuestos de manera conjunta (recibirían el monto completo quienes tuvieran ingresos anuales de hasta 75 000 dólares o de 160 000 en el caso de parejas casadas; b) beneficios federales de ayuda por desempleo de 300 dólares semanales, que se extenderían hasta el 6 de septiembre (esta cifra se sumaría a los programas estatales por desempleo); c) restaurantes y bares afectados por la pandemia recibirían préstamos de hasta 10 millones de dólares no rembolsables al gobierno si  se utilizaban para pagar salarios, rentas y otros gastos de operación; d) ampliación del el crédito fiscal que otorga el Servicio de Impuestos Internos (IRS) por cada hijo. Los padres o tutores recibirían pagos directos de 3 600 dólares al año (300 dólares al mes) por cada niño menor de 6 años y 3 000 dólares anuales (250 dólares al mes) por cada menor de entre 6 y 17 años. Los parámetros eran los mismos, es decir, aplicables para los padres que ganaran menos de 75 000 dólares al año y a las parejas de menos de 150 000.

El tercero, el plan de infraestructura.  A fines de enero de 2021, la nueva administración dio a conocer un plan para dar un salto en la infraestructura nacional. En abril de 2021, Biden anunció el Plan de Empleo Estadounidense, enfilado a gastar unos 2 billones de dólares de fondos federales en una amplia variedad de infraestructura, energía limpia, investigación y desarrollo y capacitación. Esto incluía, entre otras cosas, reconstruir la infraestructura de transporte convencional —carreteras, puentes, aeropuertos, ferrocarriles y transporte público—, un programa para la transición de vehículos de gasolina y diesel del gobierno a vehículos eléctricos, redes e infraestructura de trenes ligeros, etc.

La energía renovable recibiría alrededor de 74 000 millones de dólares. Pero el plan también incluye ciberseguridad, otra debilidad de Estados Unidos ante la emergencia de reiterados ataques externos (hackeos). Todo ello en congruencia con la campaña presidencial, que manejaba propuestas para ampliar la educación pública, la atención de la salud de los ancianos y la licencia familiar pagada, en contraste con las políticas trumpistas, que diluirían el tamaño y la productividad de la fuerza laboral. La política de infraestructura de Biden crearía, en suma, 2.7 millones de empleos adicionales y aumentaría el ingreso promedio estadounidense en 4 800 dólares durante su mandato.

El Plan de Empleos. Foto: CNBC.

En definitiva, la propuesta de un billón del Senado, respaldada por el presidente, canalizaría dinero hacia todo, desde la reparación de carreteras hasta la expansión de la banda ancha y la energía limpia, aunque su aprobación no está asegurada en ninguna de las cámaras del Congreso.

En lo que a Cuba respecta, estas determinaciones internas contribuyeron a desdibujarla de la agenda, un resultado de la asimetría, es decir, del lugar que una parte coloca a la otra en su sistema de relaciones internacionales. En esta última área, el foco ha estado puesto sobre China y Rusia, países con los que se maneja una relación adversaria que en muchos sentidos se proyecta como un revival de la Guerra Fría.

II

Los anteriores fueron, básicamente, los núcleos duros iniciales de la joven administración. “Cuba no es algo central ni fundamental en la política de Estados Unidos, a diferencia de Estados Unidos, que sí ocupa un lugar relevante dentro de la política cubana. El diferendo Cuba-EEUU es real, pero no igual para ambas partes. Solo hay que notar cuántas veces los altos dirigentes cubanos aluden a Estados Unidos y cuántas los estadounidenses mencionan a Cuba”, observaba un periodista cubano.

Ignorarlo implicaría dejar a un lado el hecho de que la Isla ha venido perdiendo importancia en el sistema de política exterior estadounidense después de la caída del “socialismo real” en Europa del Este y la URSS. Y que por esa misma razón no fue un asunto prioritario ni siquiera para el presidente Obama, quien como se conoce solo se involucró en el cambio de política al final de su segundo mandato, cuando tenía poco o nada que perder. La exportación de la revolución, uno de los grandes temas de la política de Estados Unidos hacia Cuba, y la condición de “proxy soviético” desaparecieron cuando los mapas cambiaron de color.

Pero estos sucesos tuvieron otro efecto: alimentar en sectores de la política y la prensa liberales la idea de que el conflicto con los cubanos podría ser cosa del pasado. En efecto, Cuba ya no podía ser satélite de quienes no existían, tenía relaciones de normales a muy buenas con la inmensa mayoría de los gobiernos latinoamericanos —lo cual dejaba sin efecto el tema de la exportación de la revolución y la seguridad de los aliados regionales, dos de las objeciones históricas para normalizar relaciones—, de modo que las bases del diferendo habrían desaparecido y, por consiguiente, este podría ser negociado, sobre todo después de que ambas partes se sentaran a conversar cara a cara sobre la independencia de Namibia y la retirada de las tropas cubanas de África.

El problema es que este supuesto resultó lógico, pero a la larga equivocado. Desaparecidas las objeciones clásicas como consecuencia de esos cambios, lo que distinguió a la política estadounidense hacia la Isla fue un mayor énfasis en lo doméstico, justamente el orden que la dirección cubana considera intocable argumentando un problema de soberanía. Esta perspectiva continuaba el precondicionamiento característico en la proyección hacia Cuba, ahora por otros derroteros, y exigía el desmontaje del orden interno para normalizar las cosas —algo que, por la razón aludida, los líderes cubanos nunca aceptarían. Eso fue precisamente lo que no hizo Obama, quien  se dedicó a iniciar cursos de políticas para lograr objetivos propios sin esperar “señales” o “respuestas” a cambio, una nueva manera de hacer avanzar los intereses de Estados Unidos.

Biden apostaría por “empoderar al pueblo cubano” si llega a la presidencia

Durante su campaña Biden dio señales de que su política hacia Cuba iba a a transitar por el mismo camino, el constructive engagement (compromiso constructivo); después de todo, había sido partícipe de esa perspectiva en su condición de vice de Obama. Pero apenas instalada, en la nueva administración se produjo un cambio: el neglect entraba así en acción. Apareció entonces la expresión “en estudio”, de ahí en adelante una y otra vez repetida.  En enero, la secretaria de Prensa Jen Psaki declaró: “Nuestra política hacia Cuba se orienta por dos principios. Primero, el apoyo a la democracia y los derechos humanos, en lo cual se concentra el centro de nuestros esfuerzos. Lo segundo son los estadounidenses, especialmente los cubano-americanos, los mejores embajadores de la libertad en Cuba, así que vamos a revisar las políticas de la administración Trump”.

Un alto funcionario del gobierno de Biden confirmó desde el anonimato que el presidente no consideraba a Cuba una prioridad, pero que sí quería “hacer de los derechos humanos un pilar fundamental de su política exterior”. La fuente reiteró lo mismo que Psaki: que la Casa Blanca estaba comprometida con “revisar las políticas que se decidieron en la anterior administración, incluida la decisión de designar a Cuba un Estado patrocinador del terrorismo”.

Pero en abril Juan González, el principal asesor para América Latina del presidente Biden, produjo un giro al declararle a CNN en español: “Joe Biden no es Barack Obama en la política hacia Cuba […] el momento político ha cambiado de forma importante, se ha cerrado mucho el espacio político porque el gobierno cubano no ha respondido de ninguna forma, y de hecho la opresión en contra de los cubanos es peor aún hoy que tal vez durante la administración Bush, estamos muy enfocados en varias crisis alrededor del mundo, y también en la situación doméstica”.

En medio de ese proceso, que sugiere divisiones sobre Cuba dentro de la administración, en la Isla estallaron las protestas del 11 de julio, que como a todo el mundo tomaron por sorpresa al presidente Biden y sus asesores. La primera reacción fue un recrudecimiento de la retórica al clasificar a Cuba como un failed state, expresión que remeda los códigos de Ronald Reagan. “Apoyamos al pueblo cubano y su clamor por la libertad y por el alivio al trágico control de la pandemia y de las décadas de represión y sufrimiento económico a las que ha sido sometido por el régimen autoritario de Cuba. El pueblo cubano está haciendo valer valientemente derechos fundamentales y universales. Esos derechos, incluido el derecho a la protesta pacífica y el derecho a determinar libremente su propio futuro, deben respetarse. Estados Unidos hace un llamado al régimen cubano para que escuche a su pueblo y atienda sus necesidades en este vital momento en lugar de enriquecerse a sí mismos”, dijo la Casa Blanca en un comunicado inmediatamente después de los sucesos.

EEUU considera imponer sanciones “contundentes” a funcionarios cubanos

La segunda consistió en dictar sanciones a funcionarios e instituciones militares y policiales cubanas, anunciadas grosso modo por el vocero del Departamento de Estado, Ned Price, el 21 de julio. La entonces subsecretaria interina de ese mismo Departamento, Julie Chung, elaboró: “Nos vamos a centrar en aplicar sanciones contundentes a los funcionarios del régimen responsables de la brutal represión. Los funcionarios cubanos responsables de la violencia, la represión y las violaciones de derechos humanos contra manifestantes pacíficos en Cuba deben rendir cuentas”. De entrada, identificaron al General de Cuerpo de Ejército Álvaro López Miera, ministro de las FAR, y la Brigada Especial Nacional, del Ministerio del Interior; después al jefe y vicejefe de la PNR y a los llamados Boinas Negras. Sin embargo, las sanciones se caracterizan por su carencia de practicidad, toda vez que los oficiales cubanos, a diferencia de los de la elite mexicana, no tienen ni pueden tener cuentas bancarias en Estados Unidos, y ni ellos ni sus familiares han venido de vacaciones al Norte. Se limitan por consiguiente al plano político-simbólico, pero han tenido una interesantísima recepción más allá del enclave. Una encuesta de Hill-Harris implementada entre el 20 y el 21 de julio arrojó, entre otros, los siguientes resultados:

Los pronunciamientos de la administración sobre Cuba no son, en sentido estricto, acciones sino reacciones. El discurso administrativo está marcado por tres ejes; a saber, el de los republicanos, de hecho una acusación de soft on Cuba al presidente; el de los sectores progresistas del Partido Demócrata, que han contribuido a otorgarle relevancia social al embargo al considerarlo una de las causas de la protestas en Cuba (aunque sin renunciar a factores internos y a la crítica de políticas oficiales cubanas); y por último, pero no menos importante, el de los cubanos del exilio, que se han movilizado incluso frente a la Casa Blanca para demandar acciones más enérgicas por parte del ejecutivo. De ese entramado emerge una retórica dura que sin embargo se queda corta en un escenario “comunitario” en el que la intervención y el plattismo han asomado, de nuevo, su vieja oreja peluda.

Intocadas por Biden, las medidas tomadas por la administración Trump, que según el gobierno cubano constituyen la base del problema, al menos ahora no van a ser anuladas por la sencilla razón de que la política de apretar tuercas pareciera estar dando resultados al cabo de más de sesenta años de intentar el cambio de régimen. “El embargo es tema del Congreso de Estados Unidos, y no es la razón por la que está sufriendo el pueblo cubano”, enfatizó el propio Juan González. Sin embargo, tal vez la principal lección de este nuevo capítulo de las bilaterales pudiera resumirse con William LeoGrande: “la política de hostilidad es un emperador sin ropa”.

 

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