Hacia la segunda mitad del siglo XIX en Estados Unidos comienzan a concebirse/implementarse proyectos de desarrollo de infraestructuras a fin de responder los desafíos del creciente impulso económico, la urbanización y el incremento poblacional. En esa época sobresalen cuatro emprendimientos de distinto calado y naturaleza, pero unificados por los factores aludidos: la modernización de los puertos de San Francisco, San Diego y Tampa, así como del río Delaware.
En Tampa, el descubrimiento y explotación de las minas de fosfato en Bone Valley (1883), el desarrollo de la industria tabacalera, fundada en Ybor City por españoles, cubanos e italianos (1886), y poco después del turismo, no hubieran sido factibles sin esos nuevos desarrollos. En 1884 Henry Bradley Plant (1819-1899) y su Plant Investment Company habían conectado el área con el sistema ferroviario ya por entonces existente en la Unión, lo cual permitiría el trasiego de mercancías y personas en magnitudes nunca antes vistas.
El magnate, que es a Tampa lo que Henry Flagger al sur de la Florida, inició un servicio regular de transporte marítimo Tampa-Key West-La Habana, en funcionamiento durante más de veinte años. A partir de 1888, los vapores Mascotte y Olivette emprendían viajes de ida y vuelta en los que, entre otras cosas, llevaban bienes y personas y regresaban con hojas de Vueltabajo y fuerza de trabajo para las tabaquerías de ladrillos rojizos, nuevas en esta plaza. Y una vez lo hicieron con un papel distinto al de los inventarios: la orden de alzamiento de José Martí para iniciar la Guerra del 95, traída a Ybor City desde New York por Gonzalo de Quesada y finalmente escondida dentro de un habano. En 1892 cada barco hizo el recorrido dos veces a la semana hasta que Weyler impuso un embargo sobre exportaciones de tabaco cubano para impedir el flujo de recursos recolectados por los exiliados.
Además, Plant hizo construir el Tampa Bay Hotel (1888-1891), una espectacular obra de ingeniería de 511 habitaciones a un costo de mas de tres millones de dólares, dato extraordinario para la época. El primero de la Florida con luz eléctrica, elevador y teléfono al lado de la cama. De ahí saldrían tropas para la guerra en Cuba, y en particular Teddy Roosevelt con sus Rough Riders. La modernización, definitivamente, había llegado para quedarse.
En ese mismo espíritu, entre 1891 y 1893 en la bahía de Hillsborough, al sur de Tampa, comienza la urbanización de una zona aledaña al mar que andando el tiempo se conocería como el Bayshore. Emelia Chapin, una neoyorkina con suficientes ideas en la cabeza y dinero en los bolsillos, dueña junto a su esposo de la Consumers Electric Light y de la Street Railway Company, construyó no solo una de las primeras mansiones del futuro suburbio, sino también un parque en Ballast Point para que los residentes del área fueran de picnic, pasearan o retozaran en el agua.
Eso no era hasta entonces lo característico del lugar. “En la década de 1850 y en las siguientes” –escribe Gary Mormino, profesor de Historia de la Florida en USF St. Petersburg — “el capitán James McKay y otros utilizaron Ballast Point como un puerto para enviar ganado a Cuba. El ganado se embarcaba en barcazas. Cuando regresaban a Tampa, venían cargadas de grandes piedras y rocas que se depositaban a lo largo de la bahía”.
El objetivo de todo aquel movimiento consistía en atraer gente adinerada del Norte, no la emigración que se instalaba en Ybor City y West Tampa (1892) en casas de bajo costo y modestísimos alquileres, convenientemente ubicadas con todo el pragmatismo del mundo cerca de los centros productivos. Por eso, en medio de esas y otras novedades, unos emprendedores de Tennessee, el coronel Alfred Swann y Eugene Holtsinger, pasaron a la Historia por dos cosas: levantar en el Bayshore el primer muro marítimo y la primera carretera pavimentada bordeando el agua.
Había nacido, en breve, el Malecón de Tampa.
En La Habana
En La Habana de fines del siglo XIX la situación era crítica. Durante la primera intervención militar norteamericana el general John R. Brooke había tomado el control instalándose en el Palacio de los Capitanes Generales. Le tocó una isla marcada por las secuelas de la guerra y las enfermedades, particularmente epidemias de fiebre amarilla en Santiago de Cuba y La Habana. Una ciudad calamitosa, sucia y colapsada, bien lejos del antiguo esplendor de los palacios y palacetes edificados desde fines del XVIII por la sacarocracia en medio de latigazos y contradanzas.
El nuevo gobernador militar, el también general Leonard Wood, un graduado de Medicina de Harvard, heredó los mismos problemas que su antecesor. Pero la cuestión no era solo sanitaria. Las corridas de toro fueron suprimidas, a lo cual sobrevino una campaña contra el juego que acabó con la Lotería. Las peleas de gallo, sin embargo, siguieron efectuándose en vallas clandestinas, un pernicioso hábito colonial estudiado en su momento por José Antonio Saco, junto a la vagancia, pero de fuerte arraigo en sectores populares.
Distintos fueron los resultados en términos de infraestructura y espacios para el tiempo libre de los habaneros, empezando por la revitalización del Paseo del Prado, antes llamado de Isabel II. Los interventores lo ampliaron, pavimentaron el corredor central de la manera como lo tenemos hoy e hicieron sembrar álamos. Y, sobre todo, lo conectaron con el Malecón, cuyas obras se iniciaron en mayo de 1901, originalmente un tramo de unos quinientos metros entre el Paseo y la calle Crespo.
Una zona de diente de perro que desprotegía de las penetraciones del mar a los vecindarios cercanos, lo mismo que pasaba en toda esa costa norte yendo hacia el oeste hasta dar con la desembocadura del río Almendares, y pasando por un territorio que los españoles bautizaron como el Vedado, pronto sumido en un proceso de urbanización que refleja Renée Méndez Capote en Memorias de una cubanita que nació con el siglo (1963).
Los cubanos que se movían por el nuevo espacio social, en aquella recién bautizada Avenida del Golfo, tenían sus peculiaridades distintivas. Según el Censo de 1899, obra monumental y de absoluta modernidad implementada por el teniente coronel J. P. Sanger y los peritos en estadísticas Henry Gannet y Walter F. Willcox, dos años antes del movimiento de esas tierras la población cubana era de 1.572,977 personas, una pérdida de 59,842 respecto al Censo de 1877 debido a los efectos de la guerra y de la Reconcentración de Weyler. El 54.1% eran blancos, el 47%, negros. El 63.9% no sabía leer. El 2.1% leía, pero no escribía. Solo el 1.2 % tenía instrucción superior.
“La población de color y la población blanca de Cuba no han estado separadas por una línea infranqueable, como sucede en Estados Unidos […]. No cabe dudas de que la libre asociación de los cubanos de color con los cubanos blancos se debía en gran parte a la lucha común que sostenían contra España, y al hecho de que la ley no hacía distinciones entre ellos”, concluyen los tres sociólogos.
Eso marcaba, por lo visto, una diferencia respecto a quienes se movían por el Malecón del Bayside. En el de frente al Morro todo estaba mezclado, bien con la brisa que venía del mar o huyendo del frente frío procedente del Norte.