¿Quién, que haya visitado La Habana, no ha desandado alguna vez la hermosa Avenida de los Presidentes? ¿Quién ha resistido la tentación de caminar tranquilamente por la también llamada Calle G, que conecta la ciudad y el mar con uno de los paseos urbanos más conocidos y transitados de la capital cubana?
Concebido como parque y jardín, a la vez que arteria privilegiada del Vedado, este paseo se extiende por alrededor de dos kilómetros, desde el nacimiento de la Avenida Carlos III hasta las inmediaciones del mismísimo Malecón, la frontera citadina entre el asfalto y el mar, que no pocas veces la sobrepasa con bravura.
Desde el magnificente conjunto monumental a José Miguel Gómez, quien gobernara Cuba entre 1909 y 1912 —y fuera tristemente célebre por la corrupción reinante durante su mandato y la sangrienta represión a los Independientes de Color—, la Calle G es también una especie de galería a cielo abierto. Un sitio especial para la arquitectura, que tiene en esa arteria edificaciones tan emblemáticas como el Hotel Presidente, la Casa de las Américas, el Ministerio de Relaciones Exteriores, y el Hospital Materno América Arias, y también para la escultura conmemorativa, aquella que se dedica a honrar a notables figuras de la Historia.
Con los años, la pretensión de que en la Avenida se levantaran monumentos a los presidentes cubanos, con el de Gómez en un extremo y el de Tomás Estrada Palma en el otro, dio paso a un escenario diferente, en el que los próceres y mandatarios latinoamericanos resultan los protagonistas. Simón Bolívar (Venezuela), Benito Juárez (México), Eloy Alfaro (Ecuador), Salvador Allende (Chile) y Omar Torrijos (Panamá), tienen allí su merecido homenaje escultórico.
De Don Tomás, el primer presidente de la República, por muchos años apenas quedaron sus zapatos sobre el pedestal tras el derribo de su estatua luego del triunfo de la Revolución Cubana, hasta que recién fueron removidos en una restauración de la zona que todavía se acomete. Mientras, la escultura ecuestre del General Calixto García, que miraba hacia el mar, fue hace algún tiempo trasladada hasta el municipio Playa, a una rotonda en la Quinta Avenida, para evitar que siguiera sufriendo los embates de las olas.
Precisamente el mar ha dejado, con sus reiteradas invasiones, su huella de salitre y destrucción en toda la parte baja de la Calle G. Como también la han dejado los hombres, que no siempre han sabido respetar el patrimonio allí conservado contra viento y marea.
Una polémica reconstrucción poco tiempo atrás cambió —y afeó, con unos criticados adocretos— el paisaje de la zona baja de la Avenida y avivó, con toda razón, una controversia que involucró a autoridades, urbanistas y ciudadanos. Ahora, nuevos trabajos en el lugar encienden otra vez las alarmas, mientras muchos cruzan los dedos con el deseo de mejores resultados.
Cierto que la COVID-19 ha venido a ralentizar el ritmo y disminuir el tránsito de la hasta hace poco muy concurrida arteria. Pero habaneros y visitantes no se resignan a que así sea. Sueñan con que más temprano que tarde la rica vida diurna y nocturna de G pueda volver a ser lo que era. Y esperan que para entones, ni los hombres ni el mar le hayan arrebatado ni un ápice más de su belleza.