Los camiones para transportar personas en Cuba están ahí como las iglesias, con las puertas abiertas para sus feligreses. No es que nadie venere a ese armatoste, pero más de uno ha levantado sus plegarias cuando se sienta allí dentro. Y sentarse es un eufemismo sumamente práctico, y lo que todos desearían una vez desembolsa su Máximo Gómez al cobrador que tiene pinta de la cosa nostra siciliana o de haber salido del casting a los Premios Lucas. El cobrador anda con las gafas oscuras como su alma, y no se fía de nadie. No cree en estudiantes, ni jubilados, ni planes jaba, ni dolientes. El cobrador te ama según la premura con que le pagues. Estás a merced del capo Corleone, una especie a la que, como en la antológica ficción, le han permitido nacer, crecer y desarrollarse. Alguien de la misma clase te espetaría que si no te gusta, no te montes. Alguien totalmente decepcionado le sumaría: “Con esos bueyes hay que arar”.
Si algo sabes antes de tu depósito al bolsillo ajeno es que dentro de un camión la palabra comodidad no existe, es nula, sin acción. Lo “barato” aquí cumple esa norma. Es ley. Como ganado, bajo el sol del verano, anda la gente las tres horas que dura el trayecto. Al menos esa ruta. Habrá quienes lo intenten, siempre hay una señora que se sienta en la escasa amplitud de metal –que llaman asiento– como si fuera la platea VIP del Bernabéu. A la señora, como al cobrador, el resto de la humanidad le importa nada. Ni el madrugador del cloro, el que habrá de revenderlo en su pueblo, escapó de su furia matutina. Ella le tiene alergia al cloro y lo ha dejado claro a los presentes. Ante tal manifestación de odio y por la mirada que proyecta el madrugador, sospecho que quiere hacerle tragar todo el líquido que lleva en la mochila raída. La mochila va en trozos, por el peso y los años. Le hago una señal de que puede ubicarlos entre mis piernas, de todas formas, por allá abajo anda una gallina y varias ristras de ajos.
La ciudad apenas despierta y ya se debate en sus calamidades diarias.
Afortunadamente para él su viaje dura la mitad que el mío. Como buen samaritano, y como premio a mi “sacrificio”, antes de apearse, deja las gracias y bendiciones en lo que resta de camino. Le sonrío como puedo. A la señora VIP aquello le sonó a “pullita” y dejó entrever que se ha dado cuenta.
La salvación ha sido una niña. Estuvo saltando de mano en mano hasta encontrar un espacio entre todos, encalló en la hilera del frente y reía a carcajadas cuando “los parados” caían como fichas de dominó tras los repetidos frenazos. Cuando ni eso le pareció simpático –por redundante– buscaba mi cara. Yo hacía lo mismo cuando el madrugador del cloro y la señora VIP protagonizaban la Guerra Fría. Las dos teníamos nuestra propia lucha, y en eso se nos fueron los minutos.
Con total claridad algún personaje avezado, de esos “protestones” que pululan, comentaba sobre el reporte de la noche anterior en el Noticiero Nacional. “Que si controlan el precio de los almendrones en la capital, que claro es La Habana, y aquí estamos de animales”. Se pensará que “solucionemos con premura las exigencias de la capital, y ya se ha dicho todo”.
La niña va de todo juego, con mochila, pomo de agua y muñeca. Sospecho que es su viaje vacacional, y el camión es su medio para llegar al final del túnel. Desconozco lo que pudiera esperarle cuando vea la luz –entiéndase la parada. Con suerte, una carrera con las vecinas para la arboleda de mangos y su respectiva comelata, ahí a la sombra de aquellos. Llegar y que te reprendan porque parece “que comiste rana”. Eso imagino, cuando la niña ya no me mira, angustiada por el calor, por las mismas quejas, por el olor de todos –como cuadro apretado–, por el reloj que se detiene en algún punto de aquella geografía y carretera abrupta. La niña busca su brújula en el suelo sucio, con las huellas de hoy, de ayer, de mañana, huellas que se repiten, no porque guste, si no por inevitables. La niña está perdida, como Alicia, en su país de Maravillas, un país donde los camiones son para el ganado y otros asuntos mayores. La niña es Alicia, escuchándole al conejo blanco, una y otra vez: “¡Dios mío, voy a llegar tarde!” La peor noticia que le tengo es que apenas comienza. Prefiere cerrar los ojos.
Es verdad que son terribles esos camiones, una vez fui a Sancti Spiritus de pie y no me quedaron ganas de volver a usarlos en buen tiempo.
Toda razón, esta crónica es fiel a la odisea que se vive en este tipo de transporte, pero qué sería de nosotros sin esos benditos camiones. Ayer vine en uno que cubre la ruta Santa Clara-Cienfuegos, no les puedo explicar, qué dolor en los glúteos, creo que en una semana no me podré sentar. Y las cornetas, malditas cornetas, son como 200 decibeles!!! Excelente crónica, cada día te leo mejor Mayli Estévez