En lo que llega el fin

Ilustración: Zardoya.

Ilustración: Zardoya.

Ser pesimista y desconfiar del buen asiento de nuestros semejantes, no tiene una base infundada si repasamos a vuelo la situación internacional: Donald Trump es presidente de los Estados Unidos –no lo estamos soñando ni viendo en Los Simpson– y quiere llevar adelante, quizá hasta sus últimas consecuencias, su extravagancia más allá de su bronceado, del lanzamiento de papel higiénico en Puerto Rico y su rechazo rotundo a la bebida Cachito, después de haber amenazado públicamente y más de una vez a la Corea del Norte de Kim Jong-un, la que antes fuera de su padre y, antes de eso, del padre de su padre.
De la incuria de Trump, probada con cada una de sus presentaciones, no hace falta abundar. Kim, no menos bocón, está a la espera, quizás desde un tiempo más largo de lo que el Pentágono sospecha, de un ataque al que responder con su arsenal, y si la agresión viniera del mayor representante mundial de la fase superior del capitalismo, tanto mejor; aunque Kim –tenemos que inferirlo por las referencias a su gestión– no sea marxista, sabe que hay un sistema del que se ha servido –dicen los medios– para sus lujos personales, ya sea un reloj suntuoso o un cine privado, da igual. Un sistema con todo lo que implica (creencias, orden, cultura) que amenaza la indómita y “magnánima” cara del suyo, y que, de hecho, lo tiene de vecino en una expresión bastante instigadora por contrariar preceptos sin quererlo: Corea del Sur es más que Samsung, K-pop, doramas y asiáticos tan rubicundos como el propio Trump; no es capitalismo atroz, sino de una expansión a lo soft-core, sin tremebunda esclavitud, au contraire, de mano suave.
Está bien vender tu fuerza de trabajo si la maquinaria no te aplasta ríspida, sin tantos ni continuos sobresaltos. Está bien si, además, te enajenas un poco en el trascurso, en un final, de la trampa de la enajenación no escapa nadie; luego, somos los únicos que podemos caer en ella. Sobre todo, está bien si andar enajenado no te conduce a masacrar a tus compañeros de clase, en lugar de llevarte al tormento tranquilizante de un Fashion Mall.
A ver si me hago entender: No por ocultar las partes, evitamos la lujuria. Kim puede satanizar internet y cerrar el país a toda información extranjera, pero queda siempre una hendija que se le escapa a los regímenes y alguien que, todavía dentro de la burbuja, piensa que atravesándola –reventarla nunca, reventarla es suicida– va a lograr, al menos, una transformación grande, que ya es, como mínimo, mejor que cruzarse de brazos. El panóptico foucaultiano no es infalible, de manera que los norcoreanos se enteran por las grietas reveladoras de que la ropa que les venden no es la de moda, o de que no se alimentan adecuadamente, igual se hacen una idea de cuán controlados y manipulados son en verdad. Entonces vienen a suceder las migraciones, algunas de norte a sur, de lo cual Ricardo Arjona, tal vez clavando la mirada en el menos vano occidente, de donde son las musas, parece no haber tomado nota.
Los rasgos políticos y socioeconómicos que puede compartir Cuba con Corea del Norte no son tan profusos como los que se señalan desde la ignorancia. Para empezar, ni siquiera estamos a mano respecto del temperamento o la idiosincrasia, este último, un término banalizado en la propaganda política: La idiosincrasia del cubano reyoyo, inigualable, descollante, etcétera, es como el discurso chovinista de que el cubano, una vez que se ha instalado fuera, extraña su bienhadada patria más que cualquiera. Nos hemos permitido, por otro lado, simpatizar con el extranjero y, más recientemente, con el turista estadounidense y sin la obligación –en la mayoría de los casos– de instalarle un micrófono espía en la habitación tan pronto se dé la vuelta, que se comenta que es casi un hábito norcoreano de suma regularidad. Eso sí, Pyonyang tiene servicio de Metro; La Habana, el de ómnibus articulados, es decir, no tiene, como tal, un servicio.
Si vamos a las coincidencias, ya fue dicha una: Emigrar. A la emigración no hay cómo pararla si los proyectos personales apuntan a una realidad distinta en la que se barruntan mayores posibilidades de realización. Por distintas causas, que sin embargo llevan siempre la etiqueta de mejora, emigran mexicanos, argentinos, japoneses, rusos, españoles, sirios y, claramente, los cubanos, que tienen otra carga a sus espaldas en común con los norcoreanos: la carestía, de la que ya podemos registrar toda una generación o varias que no han conocido otra medida de las cosas.
Cuando el pesimismo, volviendo a este, es la más común de las actitudes, se diría que los cubanos saldremos de la escasez ad kalendas graecas. En tiempos pasados, durante las crisis económicas internacionales post guerras y demás y los consecuentes bandeos del mercado, Cuba repuntó a fuerza de azúcar, si bien después la distribución de las riquezas fue como todas, despareja. Hoy los mayores hablan de las bodegas abarrotadas, de lo que compraban con 1 peso a los gallegos. Dicen que había de todo, pero no había dinero. Hoy el país no tiene la industria, ni las bodegas, ni los gallegos. Los gallegos de hoy vienen de turistas y los que se quedaron tuvieron que aprender que es de lo más natural limpiarse con papel periódico, porque en el mercado no hay del higiénico, además de salir más caro. Se comenta que es una forma de informarse.
Todo está en la naturalización de lo risible, vamos perdiendo poco a poco la capacidad de asombro, habría que analizar cuánto tiene de bueno y cuánto de malo. Un marine entraría en una crisis de nervios si tiene que defecar, internado una semana en un monte, y quitarse la suciedad con una hoja de los platanales. Aquí aprendimos el proceder resbaloso en el preuniversitario por no decir que con anterioridad ya se puede tener una maestría. Así como aprendimos que, si nos devasta un ciclón o hay desastre, los artículos de primera necesidad desaparecen por tiempo indefinido, y que las cosas que se hacen para que funcionen, hacen lo opuesto. Todos debimos suponer que Los rastros, con la alta demanda de construcciones, con los problemas de vivienda, iban a entregarse a la rapiña y el desparpajo y vender los mejores materiales a los revendedores, que si uno quiere un lavamanos tiene que hablarlo con los tipos que están en los alrededores de las tiendas, porque adentro de estas, los dependientes, tan malhumorados como lo puedes estar tú después de fracasar en todos tus derroteros legales, no tienen.
Debimos suponer que los huevos –los de gallinas– iban a perderse y que los iban a distribuir normados, que los precios de los vegetales y las viandas iban a inflarse, que ni habichuelas ni ñame, que ni Cachito ni sabor Mate, que ni Cristal ni Bucanero, que ni tabletas de dipirona ni Polivit, que si escasea el aceite ya vendrá, pero cuando vuelva, le toca perderse al puré de tomate, que si quieres comer una carne que no sea pollo tienes que irte a un restaurante, que estamos como en San Nicolás del Peladero. Es la realidad que conocemos de memoria: Siendo niño, tuve que hacer mis propios juguetes con cables de teléfonos, a veces, tuve que robarlos, los cables.
A la espera de la tercera y definitiva guerra, Trump o Shwarzeneger en la Casa Blanca contra Kim o Fu Manchú, que no a la espera del fin de la carestía, uno termina cediendo al “me da lo mismo”. Uno ve que no se ocupan de la higiene del transporte público y uno responde al ambiente con más suciedad. Hay quien dice: Si te tratan como cerdo, actúa como cerdo, sé un cochino.

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