Tierra de nadie

A La Picadora la antecede un pequeño torreón, un pórtico que conduce a tierra de nadie. Un pórtico que más bien no conduce: espanta. Su función es estrictamente preventiva para el visitante.

La Picadora parece un brazo rengo de la anatomía municipal. El miembro tullido que lleva a rastras el pueblo. El muñón que debe disimularse. La matryoshka rota dentro de otra matryoshka.

Nadie sabe si fue barrio o vertedero inicialmente. Da igual. Aunque está claro que el uno generó al otro (en cualquiera de los casos). Su gente pareciera estar hecha de una materia similar a la basura. La basura tiene una corporeidad cuasi humana. Los dos ámbitos se confunden, coexisten, están en sintonía.

La vida en el vertedero encierra una paradoja. Representa el extremo de la decadencia, donde se ha tocado fondo. Al mismo tiempo parece el estado primigenio del hombre, donde todo comienza. Este carácter dual hace, de los habitantes de La Picadora, una especie imprecisa, en la medianía entre lo salvaje y doméstico (hablar de civilidad es osado).

Al barrio lo esquivan también las carreteras. Está enquistado en las afueras, como cualquier basurero público, como las sobras del día que se arrojan bien lejos, como la escoria a la que no se le abre la puerta. Como lo que es, quiste al fin.

Donde se acaba el vertedero comienza un pueblo, uno con mar: Caibarién, al centro norte de la isla. Un pueblo con la suficiente medra para emplear, en el turismo, a casi toda la provincia. Con la suficiente valentía –o iconoclasia– para elegir a un travesti como delegado del Poder Popular. Sin embargo, el mismo que prefiere no ver su propio desperfecto: la matryoshka rota dentro de otra matryoshka.

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Si se pregunta por La Picadora, alguien probablemente describa cada escándalo de su gente frente al gobierno municipal, o a Comunales, o la Empresa de Acueductos. Si a ese alguien no le alcanzan las palabras entonces pinta un arco con las cejas, aprieta los labios y bate la muñeca en el aire, como quien dice “¿paʼ qué contarte?”. Y no hace falta. Se ha contado todo en ese password gestual.

En La Picadora hay pobreza. Tanta que podría, en verdad, no haber ninguna. Pienso en un estado de tránsito hacia otra forma de vida. Hacia una nueva sustancia. Se me ocurre pensar en ellos como el laboratorio clínico de la selección natural. El survivor perfecto donde los protagonistas nunca supieron del reallity. El resto es solo pueblo de provincia: comercios muy primitivos, lo que llaman correctamente casco histórico, y una parroquial que dicta esa certeza “bienaventurados los pobres, porque de ellos será el reino de los cielos”. La oración más enigmática. El password que no descifro. El mismo que hallé sobre una puerta desvencijada de La Picadora “con Cristo todo es posible”. Pareciera que sí. La integridad del rótulo entre techos dormidos y brazos de madera sujetándole el sueño, donde nada conserva su entereza, es una confirmación.

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Durante 15 años hubo vertedero en La Picadora. En 2006 la Unidad Presupuestada de Servicios Comunales en Caibarién lo trasladó hacia un área despoblada de Reforma. Quise entender cómo se escoge un vertedero para levantar tu casa, pero algunos son la tercera o cuarta generación de aquellos que se anclaron allí. Otros se han establecido por imitación: alguien armó un rancho con tres tablas, no ocurrieron desalojos, entonces el vecindario creció junto a la basura, como un desecho más.

El barrio se extiende en hilera sobre 750 metros. Comprende tres CDR, 112 familias para un número exiguo de viviendas. El acceso principal a La Picadora es una culebra de polvo que se ha cansado en medio del trayecto. A medida que uno avanza tramo, retrocede dentro del tejido social. Al final de la calleja –donde ya no hay calleja sino un relieve irregular de hierba, piedras y heces– uno se topa el cadáver del antiguo vertedero y el caserío erigido entre la basura: la zona verdaderamente terrible de la comunidad.

En medio de esta pequeña sociedad de parias, un par de tanques donde acumular agua puede dispararte al estatus más alto.

Desde que en diciembre de 2015 Acueducto sustituyera la red de tuberías averiadas que abastecía a La Picadora, el caserío emplazado en el vertedero no recibe agua.

El nuevo conducto que atraviesa los 750 metros tiene un diámetro de cuatro pulgadas –el anterior averiado, veinte– por lo cual el servicio no sube hasta el último tramo.

-Es una loma –me dice Luis Cárdenas, director de la empresa en Caibarién. La red está diseñada para abastecerlos de forma constante, pero hay algunas dificultades. Mira, el tubo para el llenado del tanque está fracturado. Son 25 metros que conducen el agua desde los pozos hasta el depósito. Podríamos cerrar una válvula y por presión el agua se desvía al caserío, que está bien cerca del tanque, pero corremos el riesgo de reventar la conductora. Cuatro pulgadas de diámetro es un espacio muy reducido para 150 litros bombeados por segundo. En estos momentos contamos con los metros necesarios de tubería pero no hay personal calificado para instalarlos. Eso le corresponde al grupo de electromecánica del ECOI 25. Estimo que en un mes la situación se haya resuelto. Por el momento llevamos una pipa con agua potable cada tres días al caserío.

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Envasan en pomos, jarros, palanganas, galones, latas, cualquier concavidad. Mencionar “cisternas” o “turbinas”, probablemente remita a una era futura del desarrollo humano, impensada para ellos. La diarrea es más puntual y democrática que la Empresa de Acueductos: no falta, alcanza para todos.

-Hace tres días que no me baño pa poder cocinarle el bocaʼo de comida a los muchachos –dice Marta Gómez, de 38 años, dos hijos y cuatro nietos.

En La Picadora –o en los ranchos de la geografía última dentro de esa madeja de contrastes que llaman La Picadora– falta agua, contadores eléctricos, fosas de oxidación para la excreta. Faltan un par de ojos que no pasen de largo, y un par de manos que hurguen en la basura hacinada hasta dar con su gente (si hubiese distinción posible entre una cosa y otra).

Tiene excesos La Picadora. Le sobra hambre, pilastras apuntalando techos. Sobra peste. Sobra tiempo. Sobran soledades. Sobra mucha Nada.

Aunque el vertedero fue trasladado hace aproximadamente diez años, arrojarle desperdicios al sitio se ha vuelto un ritual. Desde artículos de oficina hasta materiales para la asistencia médica armarán, en casi una decena de niños, la memoria sensorial y afectiva: el único espacio donde un basurero pierde su sentido semántico. Se convierte en otra cosa, una sublime.

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Adentrarse en La Picadora es una lección de antropología. Esperas ávido hallar una pala de conchas taína, pero encuentras la osamenta de una civilización posterior, aunque extinta también. Los electrodomésticos soviéticos fueron mejores que su Historia, resistieron la aniquilación del desplome, superaron las banderas del colectivismo. Las personas no saben de Trotsky o Stalin pero se refrescan con un ventilador Órbita. Le injertan, incluso, aspas de algún Sanyo, el soporte de un Daytron. El resultado: una criatura paródica de la globalización.

-Yo no tengo ventilador –me dice María Luisa Rodríguez de 48 años, pero esta sentencia no es solo suya, sino de las seis personas que habitan su rancho de cuatro por cuatro metros- Tampoco hay contador eléctrico aquí. La empresa no me lo pone, dicen que debo llevar la propiedad de la vivienda. Ninguna de estas casas tiene papeles. Uso tendederas ilegales, no hay más alternativas. Total, si solo tengo un televisor en blanco y negro, para el ratico de la novela, y una hornilla criolla donde el arroz queda casi crudo.

Desde 2015 el Estado cubano vende de forma normada un módulo de cocinas de inducción. La norma es, justamente, un juego de equipos y accesorios para cada unidad doméstica o núcleo. Alcanzar el módulo, para los habitantes de La Picadora, solo sería posible si presentaran una constancia de que las viviendas son habitables. Para ello necesitan una licencia de construcción, que a su vez demanda el Derecho Perpetuo sobre Superficie (aprobado únicamente por el gobierno municipal), lo cual requiere una microlocalización del Instituto de Planificación Física, que depende de los dictámenes de Higiene y Epidemiología. Cualquier terreno próximo a cementerios o vertederos se declara insalubre. La Picadora es insalubre.

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Cocer totalmente el arroz requiere de un trámite en caracol, un bucle infinito donde la boca muerde la cola.

Recuestan la tabla de la columna sobre la tabla del colchón. Sobre el vacío de colchón. En algunos ranchos logras ver sillas; en otros, cubiertos; y en otros, ambas cosas: son los afortunados. Un inodoro pareciera un lujo. Acumulan la mierda del día en recipientes –como para el agua, cualquier concavidad viene bien- luego la tiran al monte. Terminas con un extraño sentido de culpa. Quizá por todos los inodoros o las cocinas que alguna vez usaste, desmesuradamente. Tal vez porque te enfrentas a una naturaleza superior, porque has quedado rezagado, porque la holgura –¿o la civilidad?– te ha vuelto endeble.

No hay, en el barrio, un paisaje que alivie. Los miras y crees haber accedido a todo el dolor. Piensas que ya han tenido suficiente. Pero a Milena, de veintiún años, se le murió una hija. Como si a los veintiuno no fueses tú una niña. Digo, un niño muerto no responde a lógica alguna, solo se entiende desde la irracionalidad. Pesa siempre. A los veintiuno no debería perderse tanto, hay peligro de extraviarte tú.

Margarita González tiene un nombre inmejorable. Margarita González parece una flor hincada por la plexitis braquial que la postró. Fue profesora de cuarto grado por dieciséis años. Está sola, o casi. Un esposo anciano cuida de ella en un desvelo. La casa no es fea porque su estética alcanza un estado superior de la degradación. La casa es el arañazo de una bestia. Un rastrojo. En medio del desastre veo algo hermoso. No puedo con tanto y termino quebrándome: Margarita, casi a rastras, dibuja letras enormes en sobres de papel ocre que contienen píldoras para la hipertensión de su esposo, como un código, alguna especie de clave. Él es analfabeto.

El vertedero es solo un daño colateral.

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-Este CDR resultó destacado en 2014 –cuenta Miriam Lara, su presidenta. Me río de soslayo, para que no luzca obvio lo sardónico, para que no ofenda. Resulta que la tierra de nadie, sin localización postal, recoge disciplinadamente su colecta y cumple con la Organización. La Picadora parece el Tercer Mundo –dice. Entonces me carcajeo con comodidad, ella también lo hace, aunque no sé si se trate del mismo chiste para las dos.

Miriam domina la jerga exclusiva de los directores, menciona las funciones de la Federación (FMC) como si arrancara su discurso de un mural. Se le escucha “trabajo político ideológico”, “cotización”, “participación ciudadana”. Asegura “la asistencia de los vecinos a las urnas durante los procesos eleccionarios”, y todos lo confirman. Como si imponerse la inclusión les devolviera lo que Sartre nombrara “condición humana”.

De las 38 familias de la ciudadela solo un puñado de mujeres fungen como amas de casa –en Cuba no se contempla el desempleo femenino. Al cuidado de dos o tres hijos desde la adolescencia, ellas permanecen; los maridos sostienen la familia; las pilastras, el techo. La dinámica diaria no es extraña, solo que revela la forma más cruda de un patriarcado tendido sobre la isla.

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El máster en Ciencias Médicas y especialista de Higiene y Epidemiología en Caibarién, Sergio Jesús Claro, tiene el don de comprender los procesos sociológicos y el don superior de explicarlos. Me habla de la basura hacinada como el resultado de un modelo de vida que exacerba la propia condición de marginados, se nutre de ella. Si bien es cierto que el auto de Comunales no llega a todas las coordenadas de La Picadora, la ciudadela no pareciera estar en conflicto con esta realidad agresiva, me dice.

-En una zona específica son notables los deshechos provenientes de empresas, centros laborales, personas anónimas. Pero en los patios del caserío hay restos desperdigados, basura de toda clase, y el espacio doméstico no es asunto de una entidad estatal. La descomposición de la materia orgánica puede provocar enfermedades infecciosas. En esa geografía última existen 10 pacientes que padecen asma bronquial (entre ellos niños), más de seis lactantes, cuatro diabéticos, alto riesgo de contraer lectospira, dengue. El estado real de los habitantes se vuelve ventajoso. Les permite cruzarse de brazos y esperar porque otros solventen sus problemas. Les permite acomodarse en sus carencias, abandonarse.

Sin embargo, revolver en la basura es una maniobra más simple que hacerlo en el entramado cultural que genera esta forma parasitaria de pobreza urbana. “Acomodarse en el abandono” lo produce solo el desánimo, la abulia, el cansancio vital, la ausencia de estímulo. La precariedad económica agota. Los marginados se satanizan o edulcoran a conveniencia. Son mercancía de políticos.

Deshice una culebra de polvo de 750 metros. Me marché de La Picadora. El suelo del camino es árido. La ciudadela es una prolongación del camino, de su aspereza. Alguien ha dicho que ahora sí se resuelven sus problemas, yo apagué la grabadora. Preferí no mirarlo de frente.

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