El pasado lunes, el ministro de salud pública que, dicho sea de paso, a mi juicio ha hecho un buen trabajo, anunció la eliminación del uso obligatorio del nasobuco. Todavía habrá que llevarlo en hospitales, áreas de consulta y donde se esté haciendo control de foco. También, se mantiene la obligatoriedad para personas con síntomas respiratorios y se recomienda que los pacientes inmunodeprimidos continúen usándolo.
La medida no ha dejado de ser polémica, en el país y en mi casa las opiniones están divididas, como muchas veces sucede. Mi esposa dice que los va a seguir utilizando y no está nada conforme con que yo asuma una postura distinta. Ella, como tantos, se siente segura llevándolo, la pandemia aún no ha terminado y ya se habla de nuevas y temibles enfermedades. Por mi parte, estaba harto de la dichosa máscara. Así que aproveché para hacer uso de mi recién ganada libertad desde el primer momento, aunque tendré que seguir usándolo en el trabajo.
En las redes, la discusión viene ganando fuerza. No es para menos, la medida fue anunciada luego de una dura temporada de apagones “por ruptura en las termoeléctricas”, aunque más tarde se admitió que, como muchos pensamos, la falta de combustible también fue un factor coadyuvante. Además, el día anterior había tenido lugar un concierto del cantautor Carlos Varela, acompañado por gritos de “libertad”. Y, finalmente, a diferencia de lo ocurrido en la mayoría de los países, donde el levantamiento de las restricciones ha sido gradual, aquí pasamos de cero a cien en un minuto, lo que no es fácil de digerir ni por el más crédulo y bien pensado.
A favor de la decisión gubernamental hay que reconocer que en muchos países de Europa, con niveles de vacunación y comportamiento epidémico similares a Cuba, hace más de un mes que tomaron decisiones análogas y que en los Estados Unidos desde hace rato se eliminaron las restricciones en todos los estados. Además, el comportamiento de la pandemia ha sido muy favorable, con una constante disminución en el número de casos, que se ha acelerado las últimas dos semanas y que se acompaña de 25 días sin fallecidos. ¡No es poca cosa!
En lo personal entiendo la reacción de las personas y no puedo dejar de pensar que la relación de los cubanos con el nasobuco, mascarilla, tapaboca… o como quiera que se le llame, es polémica. Su implementación en la Isla, como en casi todas partes, no estuvo exenta de discordias. Recuerdo un incidente en que la rectora de una universidad médica increpaba a un estudiante —faltó poco para que le diera una pela— por haber ido a una reunión con la dichosa mascarilla… El muchacho, que ya debe haberse graduado, se defendió valientemente, diciendo que era su derecho. Sus amigos lo grabaron para subirlo a las redes donde el video levantó un montón de ronchas. Al final, la vida le dio la razón y unas semanas después su uso era obligatorio.
Luego, en los momentos más álgidos de la pandemia, cuando la persuasión pareció no ser suficiente, se utilizó “el garrote”. A cada rato alguien salía en las redes quejándose porque le habían puesto 1500 pesos de multa, lo que era bastante en la era previa al ordenamiento. Entonces, hubo una agresiva campaña en los medios que tuvo a Humberto López como punta de lanza y se llegó a televisar fragmentos de un juicio, donde era juzgado y condenado un individuo por propagación de epidemias.
Otro tópico interesante es cómo evolucionaron las máscaras. Cuando esto empezó teníamos en la casa un par de nasobucos verdes, marcados con tinta negra, de hospital, que eran los que usábamos. ¡Por ahí andan! Entonces, la vecina de los bajos, hizo para todos en el paso de escalera y en lugar de venderlos, que hubiera sido lo normal, los regaló. ¡Cosas que solo suceden en Cuba! Con esos tiramos al principio, por supuestos que eran muy grandes, hechos con recortes de tela y se amarraban con dos tiras detrás de la cabeza. Pero no había otros mejores, hasta que mi suegra se apareció con uno modelos nuevos, que se ajustaban al rostro excepto cuando hablábamos. En esos tiempos, al que tuviera un N95 lo miraban como si estuviera manejando un Audi.
Por entonces, el doctor Francisco Durán se había convertido en una estrella de televisión, especie de Fauci cubano —o, para hacer honor a nuestro desbordado nacionalismo, Fauci se había convertido en el Durán de la acera de enfrente— y se hacían memes con sus predicciones y su popularidad se comparaba con la de Rubiera. Por mi parte, estaba ilusionado con el progreso de las vacunas, evidentemente, eran seguras y efectivas, y parecía que llegarían a tiempo, pero no fue así. Lo que llegó fue el verano y con él los rusos caminando por Matanzas a cara descubierta y la variante Delta, que se extendió por todas partes hasta el último rincón de la isla, marcada por el luto. ¡Muy poco puede hacerse cuando un virus tan contagioso y letal encuentra condiciones favorables para su propagación y aquellas lo fueron!
Finalmente, Abdala y Soberana hicieron lo suyo, las curvas cayeron, el gobierno tomó nuevas decisiones aduanales y empezaron a entrar mascarillas de todas las formas y colores. Este fue un floreciente negocio hasta el anuncio del lunes, cuando el precio cayó de 15 a 6 pesos la pieza. Lo que demuestra el absurdo margen de ganancia de quienes comercian, o comerciaban, con la prenda que empieza a abandonarnos. Si todo sale bien, en unas semanas el divorcio será efectivo. Ojalá, se vuelva permanente y la decisión adoptada marque el fin de esta pesadilla, que nos ha trastocado la vida. Otras vendrán, ¿qué duda cabe?, ya el dengue está tocando a la puerta y acabamos de pasar las primeras lluvias de la temporada ciclónica. Por lo pronto, mi hija, Amalia, está contenta y con esa lucidez de los niños me dice que “hace siglos que nadie ve su rostro”. ¡Tiene razón! Quizás de las primeras cosas que nos quitó la pandemia, con la exigencia de andar enmascarados, fue la posibilidad de mostrarnos tal cual somos. ¡Hay cosas que nada puede suplir, como una sonrisa!