Ya había terminado la casita. Sus ahorros le alcanzaron para ponerla bonita y cómoda. Entonces se quitó del negocio de la cafetería que era su punto fijo para vender. Era muy complejo todo y ya las cosas no iban bien. Un día su hermano llegó con la idea de vender helado y juntos se compraron una máquina. Ahí comenzó su historia en el Malecón.
Él venía con su hijo que tenía un triciclo y lo ayudaba a vender por todo el muro. En aquella época todavía no se usaban las bocinas que repiten infinitamente un pregón sin alma. Ellos gritaban a viva voz, con corazón y con bomba. “¡Helado, helado, helado!” Empujaban el carrito convencidos de la calidad de su oferta, al resistero del sol, con la garganta seca. Llegaban a la mitad del día con la expectativa alta y baja la ganancia. A veces, cuando tenían una buena colita de gente para comprar, se le atravesaba un carro de granizado y todos le iban arriba. Ellos se quedaban gritando “helado, helado, helado…” a media voz, como almas en pena.
Fue por eso que decidió hacer una prueba al otro domingo. El carro estaba preparado para llevar tres botellas y un saco de hielo. “¡Ay, muchacha, nunca se me olvida eso!” Me dice orgulloso mientras le echa un chorrito de refresco de uva al vaso con hielo. “Yo me di cuenta de que aquí el helado no camina, lo que emociona es el granizado.” A la media hora, me cuenta, ya había vendido todo y le dijo a su hermano: “Si tu quieres ve y vende helado, porque yo voy a vender granizado.”
Doce años después de aquella prueba sigue pensando que el granizado mata al helado en el muro del Malecón. “¡Se va por encima de todo!” Me dice haciendo un gesto con su mano como si el “todo” incluyera el cielo y la tierra. En aquel tiempo, él vendía a 2 pesos. Y fue subiendo poquito a poco, como la marea, hasta llegar a los 30 pesos que hoy le entregan a cambio de un granizado. Todo sube y uno también tiene que vivir. Los vasitos, los absorbentes, todo ha subido. Me cuenta que el Zuko les ha salvado la vida. Gracias a ese refresquito instantáneo han podido librar, él y sus colegas granizaderos, la gran crisis de azúcar. Le cuento que mi Zuko favorito es el de mandarina y me rellena un vaso que va por la casa. Por suerte el hielo es lo más económico. Lo compra en una cooperativa cerca de allí y la cubeta de hielo frapeado le sale en 70 pesos. Cuando sube el verano, le cuesta 100.
Ya que hablábamos del hielo, le pregunté si cuando empezó no tenía que hacer raca raca raca raca. Tal vez otra persona no me hubiera entendido, pero él enseguida abrió los ojos y soltó la carcajada. “¡El rallao! ¡Eso es allá, en Oriente!” Y le digo que yo soy santiaguera y me dice que él es de Chicharrones y yo le doy una palmada en el hombro y él me sirve un vaso de fresa, también por la casa. Entonces decimos que eso, en la vida real, se llama rallao, no granizado. Me explica que gracias a Dios ya el cepillo que hacía raca raca no se usa y que esas planchas grandes de hielo ya no se ven. “¿Te imaginas que te coja un sábado o un domingo, con una cola de gente para comprar?” me pregunta con una simpática maldad. “¡Se te cae la mano!” decimos los dos al mismo tiempo, como si fuera un bocadillo ensayado.
Hablamos de Santiago de Cuba y del hermano que tiene en el Distrito y le cuento que ahí mismitico vivía yo cuando era chiquita y que mis padres todos los días me daban 20 quilos para el rallao a la salida de la escuela. Y nos matamos de la risa acordándonos del vasito de cartón donde te lo servían, que si no te lo tomabas rápido se te deshacía y te quedaban las manos pegajosas. Me cuenta que, los fines de año allá en Chicharrones, después de la tomadera, no había nada mejor que comprarse un rallao con leche condensada por arriba. “Eso te refrescaba por dentro y te reponía todo el azúcar que habías quemado en la bebezón.” En medio de nuestra nostalgia santiaguera, llega un italiano a preguntar por boniaticos. Sí, porque también vende rositas y boniaticos. Me asegura que los italianos son fanáticos al boniato frito, me repite, por cuarta vez, que el granizado no puede faltar en el Malecón y llena un vaso de piña, también por la casa.
Me muestra las interioridades de su carrito, preparado especialmente. Me enseña la poliespuma que tiene por dentro encargada de proteger 20 cubetas de hielo. Además, tiene una nevera de las azules y blancas, con más hielo de reserva. Ese carro es un tesoro. Tiene un techito pequeño que le da sombra y está el muro, que le sirve para sentarse cuando está cansado. Veo que todo está limpio y organizado, me fijo en sus manos amables y pongo los ojos en el girasol que tiene en un vasito con agua, justo en el medio del carro.
Después de doce años vendiendo en el muro, puede decir que el granizado es rentable para el que lo trabaje todos los días con calidad. A veces llega al mediodía y se va a la media noche. A veces tiene que recargar el carro. ¡Ojalá haya que recargar siempre! Tiene a su hijo que lo ayuda y amigos que, de cuando en cuando, vienen a darse sus traguitos de vino mientras la vida pasa. Ahí, detrás de su carro, ha visto de todo. Y mira que ha visto cosas en sus 62 años, contando los 4 que estudió en Alemania. “El problema es la economía, que está floja, pero no quisiera irme de aquí.” Y siento que en ese “aquí” está todo lo que ama.
Entrándole al Malecón por 23 lo puedes ver. Siempre en el mismo lugar, porque la luz de la bombilla de la Cascada llega hasta el muro y le sirve, de noche, para dar los cambios. A Mario Pérez nadie lo conoce. Ese nombre puedes gritarlo en el Malecón que se va a quedar florando en el aire. “A mí todo el mundo me dice Frank”. Antes de hacerme el cuento de sus dos nombres, me da un vasito de melocotón y le digo que está bueno, que si seguimos chachareando le voy a arruinar el negocio con tanto rallao por la casa, que guarde pan pa mayo, que otro día voy y le vuelvo a pegar la gorra.
Resulta que allá en Santiago, junto con su mamá, había cinco barrigonas más. Eso fue en el 60, a principios del triunfo de La Revolución. Las mujeres del barrio decían que al primero que naciera le iban a poner Frank, por Frank País. Y a él le tocó la gracia de nacer primero y llevar para toda la vida el nombre del héroe. Cuando lo fueron a inscribir, el señor del registro le dijo a su madre, con preocupación y tono intimidante, que ese era un nombre americano. “Entonces el compadre que estaba al lado de mi mamá le dijo: ‘pero comadre, póngale Mario.’” Y así fue que lo inscribieron como Mario, aunque se quedó para el barrio y para toda la familia como tocayo del maestro. A Mario Pérez nadie lo ubica, pero a Frank lo conocen todos en el muro del Malecón. “Eso era lo que quería mi mamá.”
Me termino el melocotón y lo abrazo y nos reímos detrás de la sombrita del carro. Le digo que otro día vuelvo y seguimos dando muela. Pienso que Frank es un tipo genial y que su rallao es el mejor de toda La Habana. Imagino que, si un día tengo dinero, le voy a regalar un bombillo recargable para iluminar las botellas y que, desde lejos, en la noche, su negocio sea una fiesta de colores. Se me ocurre que, mientras llega ese día, le puedo regalar un girasol pequeñito, para que lo ponga en el centro del carro.