Hace cien años, La Habana había superado los confinamientos de sus antiguas murallas coloniales y mostraba un crecimiento vertiginoso como metrópolis. Con nuevos y lujosos vecindarios que brotaban al sur y al oeste, la ciudad desbordaba vida, creatividad y abundante dinero proveniente de la comercialización del azúcar, pero carecía de un plan de desarrollo urbano.
Es en este contexto que Jean Claude Forestier, un arquitecto paisajista francés que llegó por primera vez a la capital cubana en 1925, entra en escena. Forestier, que había acabado de concluir ilustres encargos en París, Sevilla y Barcelona, pasó los siguientes cinco años diseñando avenidas sombreadas y arborizadas, plazas clásicas y un entorno urbano armonioso que resaltaba los importantes monumentos de La Habana y el exuberante escenario caribeño de la capital cubana.
El sueño de Machado
Forestier había sido invitado a Cuba por Carlos Miguel de Céspedes, entonces ministro de Obras Públicas del presidente Gerardo Machado.
Recordado hoy por sus tendencias dictatoriales y su intempestiva caída en desgracia, Machado comenzó su mandato de ocho años (el llamado “Machadato”) con un audaz programa de obras públicas que incluía la construcción de una carretera central y un nuevo y reluciente edificio parlamentario —el Capitolio Nacional— inspirado en el panteón de París.
Al igual que otros líderes “fuertes”, Machado se mantuvo firme en su propósito de dejar su huella personal en Cuba. Buscando atraer a turistas estadounidenses hartos de las asfixiantes restricciones de la “Ley Seca”, soñaba con convertir la nueva República en la Suiza de las Américas, coronada con una capital salpicada de edificios monumentales. “Cuando se trata de mi legado político, guarde sus palabras y tinta, la piedra y el mármol hablan por mí y los míos”, escribiría más tarde1.
Afortunadamente, el dinero no escaseaba. Contando con dinero en efectivo proveniente de la industria azucarera de Cuba, y de generosos préstamos de acaudalados financistas estadounidenses, Machado inyectó 17 millones de dólares en la construcción del Capitolio Nacional de Cuba; pero el enorme edificio neoclásico era solo una pieza de un ambicioso rompecabezas. Para ejecutar el resto, el presidente necesitaba ayuda externa.
El plan maestro de La Habana
Cuando llegó a Cuba en 1925, Forestier era un veterano de más de 60 años que contaba en su historial profesional numerosas misiones internacionales, incluido el rediseño del “Campo de Marte”, los espléndidos jardines situados debajo de la Torre Eiffel en París.
Su trabajo en la capital francesa con el ingeniero Adolphe Alphand le dio un vínculo directo con el mentor de Alphand, Baron Haussmann, el urbanista que había transformado París de un tugurio medieval en la elegante “Ciudad de la Luz” a partir de la década de 1850.
Durante su primer viaje a La Habana entre 1925-1926, Forestier sobrevoló la ciudad en avión para tener una mejor perspectiva de su tamaño y trazado. En colaboración con una mezcla de planificadores franceses y cubanos, incluido el destacado arquitecto cienfueguero Pedro Martínez Inclán, posteriormente elaboró un plan maestro, el “Plan Director de La Habana”, que proponía mejorar gran parte de la ciudad con amplios bulevares, parques cuidados y grandes edificios cívicos. El objetivo era hacer de La Habana una ciudad más habitable y salubre, una ciudad moderna que pudiera atraer a los turistas, atraer la atención internacional y promover a Cuba como una ambiciosa República independiente.
El estilo de Forestier se basó en las bellas artes francesas, el movimiento American City Beautiful y el movimiento British Garden City. Al igual que Haussmann en París, para él los espacios verdes eran esenciales para reducir el hacinamiento, mejorar las posibilidades de recreación y traer elementos del campo cubano a la ciudad.
El quid del plan de Forestier era, en última instancia, trasladar el centro cívico de La Habana de la abarrotada Habana Vieja a la entonces conocida como “Loma de los Catalanes” (hoy Plaza de la Revolución), una colina baja que por aquella época albergaba una pequeña capilla. El cerro estaba destinado a ser una monumental plaza cívica desde la que irradiarían amplias avenidas hacia el Malecón, hacia el aeropuerto y el puerto; como la “Place de l’Étoile” de París.
Interconexión de parques y bulevares
Antes de que pudiera poner en práctica su macro plan, a Forestier le fue encomendada la tarea más inmediata, la de diseñar los jardines alrededor del nuevo Capitolio. Al incorporar la flora cubana nativa, incluidas las palmas reales, en un ordenado diseño lineal reminiscente a Versalles, el francés combinó hábilmente la belleza clásica con elementos del diverso entorno natural de La Habana, una técnica que se convertiría en su sello distintivo.
En el rectángulo de tierra directamente al sur del Capitolio, Forestier fue invitado a convertir una antigua plaza de armas en el Parque de la Fraternidad. Inaugurado en 1928 para la prestigiosa VI Conferencia Panamericana a la que asistió el entonces presidente de los Estados Unidos, Calvin Coolidge, el parque se centró en una ceiba plantada con tierra de 28 países de las Américas.
Acto seguido, Forestier se dedicó a embellecer el Prado, el principal bulevar de La Habana. Alineado con tupidos árboles, farolas ornamentadas y bancos de mármol, el paseo estaba adornado con ocho leones de bronce que custodiaban las dos secciones principales de la vía.
Se le agregaron pasarelas y jardines a la Avenida del Puerto, otra explanada que discurría perpendicular al Prado partiendo de la boca del puerto. Se le dio un trato similar a la Avenida de las Misiones, un amplio bulevar que se extendía desde el recién terminado Palacio Presidencial hasta la entrada del puerto.
Con su trabajo inicial completo, Forestier había logrado crear una línea continua de verdor a través de La Habana que se extendía desde el Parque de la Fraternidad, a lo largo del Prado, hasta el puerto; un vasto espacio social donde los habaneros podían reunirse, saludarse, caminar y conversar.
Proyectos inconclusos
Forestier tenía planes verdes aún mayores para el barrio del Vedado, donde soñaba con instalar un extenso parque urbano. El espacio verde, ambiciosamente acuñado como “Gran Parque Nacional”, nunca se concretó, aunque parte de él se materializó más tarde en el Parque Metropolitano, la delgada franja de bosque urbano que abraza las orillas del río Almendares.
Para el entonces aún nuevo campus universitario de la capital cubana, trazó planos para desarrollar una espectacular escalera de entrada y un mirador (jardín mirador). El mirador fue finalmente abandonado, pero la escalera, todavía conocida cariñosamente por miles de estudiantes cubanos como “La Escalinata”, fue construida por el arquitecto cubano César Guerra en 1927.
El legado de Forestier
Si bien Forestier hizo muchos cambios de importancia en el paisaje urbano de La Habana durante las tres visitas que realizó a la capital cubana en la década de 1920, muchos de sus planes se vieron alterados por la crisis económica de 1929, la caída de Machado y la muerte del propio paisajista en 1930.
Su paisaje onírico inacabado permaneció inactivo durante dos décadas, aunque muchas de sus propuestas fueron revisitadas en la década de 1950 cuando La Habana, a partir de los aportes realizados por arquitectos y planificadores cubanos, finalmente trasladó su centro cívico a la “Loma de los Catalanes”. La contemporánea Plaza de la Revolución, coronada con un monumento a José Martí de 129 metros de altura, y diseñado por Aquiles Maza y Juan José Sicre, es erigida como el destino final al que conducirían varios de los bulevares capitalinos de estilo parisino; incluida la Avenida de los Presidentes (Calle G) y Paseo.
Hoy en día decenas de habaneros, desde los taxistas que estacionan en el Parque de la Fraternidad hasta los escolares que juegan en los sombreados paseos del Prado, todavía disfrutan de los frutos de la audaz mirada verde de Forestier. La Habana es una ciudad mucho más rica gracias a su obra.
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Notas:
Fragmento tomado del libro “Dictator’s Dreamscape: How Architecture and Vision Built Machado’s Cuba and Invented Modern Havana”, de Joseph Hartman (2019).
Muy interesante todo. Me ha encantado