La calle Reina

Le pusieron distintos nombres, pero en esa pulsión entre tradición y cambio que siempre ha existido, permanecería uno: Reina.

Foto: Otmaro Rodríguez.

I

Al principio fue camino de santo ligado a la producción azucarera, el gran cambio que trajo la economía de plantación a la Isla. Según Lo que fuimos y lo que somos o La Habana antigua y moderna (1857) de José M. de la Torre:

Llámase primero Camino de San Antonio, por el ingenio de San Antonio el Chiquito, que pertenecía al Regidor don Blas de Pedroso; existía aun en tiempo de la invasión inglesa, y tenía, además, una hermosa ermita de mampostería y portal, siendo el camino principal de salida de la ciudad para el campo, hasta 1735, en que en la calzada del Monte se hizo un puente […]. Partía de la calle Real [calle de la Muralla], atravesaba el Campo de Marte, y en línea tortuosa seguía hasta el citado ingenio de San Antonio.

Luego acudieron a otro santo para darle nombre. Ya desde entonces aparecieron, premonitoriamente, los jesuitas y una visión corrosiva sobre la tercera edad, el chachareo de esquina y los políticos:

Recibió el nombre de San Luis Gonzaga, por la ermita de esa advocación (erigida en 1751 y destruida en 1835), que había en ella esquina a la calzada de la Beneficencia. En 1735 se le dio rectitud y se le puso aceras de piedras, parece que, a costa de los padres Jesuitas, que tenían estancias por San Antonio Chiquito […] y existían ya la casa de la estancia de Carmona (destruida en 1849), y en la esquina a la calle del Águila estaba el Mentidero, que era un semicírculo de asientos donde se reunían los viejos y politicones a formar tertulia. En la casa número 73 (entre Campanario Viejo y Lealtad), tenía don Vicente Garcini un trapiche (dirigido por el negro Esteban Estrada), donde vendía miel hecha con cañas sembradas en su quinta del Retiro (conocida hoy por de Garcini).

Foto: Otmaro Rodríguez.

Pero en 1844, al fin, se le dio otro apelativo cuando “se hermoseó la calle, construyéndose las actuales anchas banquetas y sembrándose el arboledo, dándosele el nombre de Calle de la Reina. En 1835 se formó el Camino militar o Paseo de Tacón, a continuación de esta calle, a cuyo final y donde se principió a formar el nuevo Jardín botánico se construyó la casa de Recreo de los Capitanes Generales” [hoy Quinta de los Molinos].

En 1918 la bautizaron como Avenida Bolívar, en un intento por desterrar la herencia del colonialismo español incluso en los nombres. Llamaron a la calle Obispo, Pi y Margal; a Empedrado, General Rivas; a Amargura, Marta Abreu; a Zulueta, Ignacio Agramonte; y a la Avenida del Puerto, Carlos Manuel de Céspedes. Pero en esa pulsión entre tradición y cambio, que siempre ha existido, permanecería un nombre: Reina.

Foto: Otmaro Rodríguez.
Foto: Otmaro Rodríguez.

II

En Amistad entre Reina y Estrella se levanta el Palacio de Aldama, tal vez las más neoclásicas de las edificaciones del XIX y sede de actividades de la aristocracia habanera, en especial de las tertulias de Domingo del Monte, donde se elucubraba lo cubano a base de siboneyes y romances sobre esclavos.

Una noche de enero de 1869 fue asaltado por voluntarios españoles. Un poeta evocó en el exilio desde Nueva York los sucesos en un teatro cercano: “pocos salieron ilesos/del sable del español/la calle al salir el sol/era un reguero de sesos”.

Otro criollo, Antonio Bachiller y Morales (1812-1889), tuvo que emigrar con su familia a Estados Unidos después de los sucesos del Teatro Villanueva y del Café del Louvre, todo por haber resultado sospechoso a las autoridades coloniales. Ahí en Reina se alza la casa de quien ha sido llamado “el patriarca de las letras cubanas”, hoy en labores restauradoras.

Casa de Antonio de Bachiller y Morales. Foto: Otmaro Rodríguez.

Cuando murió, Martí lo llamó “caballero cubano, americano apasionado, cronista ejemplar, filólogo experto, arqueólogo famoso, filósofo asiduo, maestro amable, abogado justo, literato diligente y orgullo de Cuba”.

III

A inicios del siglo XX el desarrollo arquitectónico-urbanístico de la ciudad iba en ascenso. Dice un estudio que en La Habana de hoy…

se observan construcciones que reflejan los más variados estilos, convivencia en la que se desborda la dicha armónica de nuestra arquitectura, senderos íntimos por los que transitó nuestro patrimonio arquitectónico, ejemplos vivos que se observan en edificaciones que recogen los más delicados trazos del neoclasicismo, el art nouveau, el art deco, el eclecticismo, hasta las enmarcadas dentro del movimiento moderno, expresión de la cubanía y de la conformación étnica de nuestra identidad, expresada en la arquitectura. Con un objetivo nació esta eclosión arquitectónica: era la entrada de Cuba a la modernidad, fundamentada en el más absoluto rechazo a todo lo español, como símbolo de atraso y subdesarrollo.

En 1907 se levantó el palacio de la Asociación de Dependientes del Comercio, con diseño de Arturo Amigó. Y también el edificio del Banco Nacional de Cuba, de José Toraya. Al año siguiente se construyeron el Hotel Sevilla y el Hotel Plaza, ambos de José Mata. El Prado estaba levantando vuelo.

Foto: Otmaro Rodríguez.

Pero no solo el Prado. Bajo el gobierno de José Miguel Gómez (1909-1913) se hizo la Lonja del Comercio (1909), de Tomás Mur y José Mata, en la Plaza de San Francisco, se produjo el canje de los terrenos del Arsenal por la antigua Estación de Villanueva y se erigió la Terminal de Trenes (1912), del arquitecto estadounidense Kenneth Murchison. También se empezó a construir el Aula Magna de la Universidad, allá en la loma de Aróstegui, y el Instituto de La Habana, terminado en 1924.

Casa Crusellas (1908). Foto: Otmaro Rodríguez.
Casa Crusellas (1908). Foto: Otmaro Rodríguez.

En 1908 entró al panorama una de las joyas del art nouveau en Cuba, en tesitura con esa modernidad anhelada al romper la República: la casa Crusellas, en la esquina de Reina y Lealtad. Un rico productor de perfume y jabones catalán, establecido en la Isla junto a su hermano a fines de los años 60 del siglo XIX, ponía su huella en una mansión de soberbia elegancia, con sus líneas serpenteantes y el sentido del dinamismo y movimiento que caracteriza al art nouveau y al espíritu barroco. Y lo hicieron tras la huella de El Cetro de Oro (1901) y el Palacio Cueto (1906).

Edificio El Cetro de Oro, del arquitecto cubano Eugenio Dediot. Foto: Otmaro Rodríguez.

Seis años más tarde, en 1914, los jesuitas llegarían al cielo. En Reina entre Gervasio y Belascoaín construyeron una obra monumental: la parroquia del Sagrado Corazón de Jesús y San Ignacio, marca del neogótico en una ciudad que, por razones obvias, nunca había pasado por las catedrales de Amiens, Aquisgrán, Lisboa o Frankfurt. Ingresaron entonces al panorama visual arcos apuntados, bóvedas ojivales y otros elementos propios de esa manera para otorgarle a Reina la peculiaridad de lo irrepetible.

Iglesia de Reina. Foto: Otmaro Rodríguez.

De la iglesia despuntan su torre de 50 metros, la más alta de todas –como recordándoles a los habaneros la grandeza de Dios–, un altar mayor importado de la capital española con la imagen del Sagrado Corazón y unos vitrales de leyenda. También hubo lugar para lo autóctono al colocar en uno de los altares la imagen de una aparecida sobre el agua: Cachita.

Iglesia de Reina Foto: Otmaro Rodríguez.
Iglesia de Reina. Foto: Otmaro Rodríguez.

IV

A fines de los años 20 y principios de los 30 se produjo un giro. “La Habana, nuestra capital de hoy, ha evolucionado con una rapidez e intensidad extraordinaria, después de largo tiempo en que sus energías urbanas han permanecido inactivas. De ciudad apacible, un tanto española, indolentemente recostada a la orilla de un mar azul como las de todas las leyendas, se ha trocado en un período bastante corto en ciudad de avanzada, sorprendentemente activa, con un incipiente carácter cosmopolita que cada año se encargará de agrandar”, escribió Alejo Carpentier.

El Edificio Bacardí (1930), el Hotel Nacional (1930) y luego el Edificio López Serrano, de Ricardo Mira (1932) –este último inspirado en el Rockefeller Center de Nueva York–, emblematizan el nuevo estilo, el art decó, el mismo de las Massa-girls de la revista Social, y que remite a la influencia entre los arquitectos cubanos del racionalismo de Ludwig Mies van der Rohe (1887-1969) y la Escuela de Chicago.

En Reina el art decó no buscó rasgar las nubes, pero se concretó sobre todo en unos almacenes y un cine, ambos correspondientemente marcados por la línea recta y el sentido de lo vertical.

Almacenes Ultra. Foto: Otmaro Rodríguez.
Almacenes Ultra. Foto: Otmaro Rodríguez.

En 1938 el asturiano César Rodríguez González fundó los Almacenes Ultra S. A. para vender tejidos, ropa y juguetes. Lo hizo desde la firma González Hermanos y Compañía, de Sagua la Grande, dedicada al comercio de tejidos a partir de 1915. Lograría subsidiarias en lugares tan disimiles como Cárdenas, Matanzas, Perico, Jovellanos, Sagua la Grande, Sancti Spíritus, Mayajigua, Ciego de Ávila, Nuevitas, Camagüey, Las Tunas, Bayamo, Palma Soriano y Guantánamo. Sin dudas, uno de los puntos de referencia para las compras. Como la Casa de Los Tres Kilos (actual Yurumí) en Reina y Belascoaín. Con ferreterías, peleterías, cafeterías y establecimientos comerciales que le daban toda la vida del mundo. Y hasta con una Casa de los Trucos, para bromas y risas.

Foto: Otmaro Rodríguez.
Foto: Otmaro Rodríguez.
Cine Reina. Foto: Otmaro Rodríguez.
Cine Reina. Foto: Otmaro Rodríguez.

Los cines fueron favorecidos por el decó. En 1930 se erigió uno que vino a unirse al Cuba, allá en Reina entre Lealtad y Campanario. Lo nombraron como a la calle misma: Reina. Tenía capacidad para 1.570 espectadores, rompiéndole el récord al Maxim, donde cabían 1.500 almas. Vino a sumarse así a una impresionante lista de cinematógrafos que tuvo su apogeo entre 1915 y 1920 en la zona del Prado y sus alrededores: el mismo Maxim (Prado y Virtudes), el Galatea (Prado y San José), el Prado (Prado y Trocadero), el Miramar Garden (Prado y Malecón), el Royal (Prado entre Animas y Virtudes), entre muchos otros. Ahí nació la frase “cojo, suelta la botella” cuando se producía alguna irregularidad en la proyección.

Hoy la inmensa mayoría de los cines habaneros son polvo en el viento.

Los de Reina no son excepciones de la norma.

Foto: Otmaro Rodríguez
Foto: Otmaro Rodríguez.

V

El art decó sentó las bases para el movimiento moderno. Según una estudiosa, fue “la carta de presentación de los arquitectos cubanos al mundo”, reconocida por el Informe Truslow (1951), producido por un grupo de expertos estadounidenses bajo el ala del Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento (BIRF) a fin de evaluar y proponer soluciones a los problemas de la economía cubana. Allí se dice textualmente: “El pueblo de Cuba es inteligente, capaz y rápido para absorber los conocimientos modernos. Sus hombres de negocios son astutos y capaces, sus doctores y cirujanos están entre los mejores del mundo, sus arquitectos son atrevidos e imaginativos”.

Foto: Otmaro Rodríguez.
Foto: Otmaro Rodríguez.

Eso fue exactamente el modernismo: atrevimiento e imaginación desplegados sobre una ciudad en plena expansión y desarrollo. Obra, en efecto, de profesionales que pusieron muy en alto sus nombres y dignificaron la arquitectura cubana. Dejaron el edificio Focsa (Ernesto Gómez Samper y Martín Domínguez, 1956), el Hotel Capri (José Canaves, 1957); el Habana Riviera (Igor B. Polevitzky, Johnson & Associates con los arquitectos Manuel Carrerá Machado y Miguel Gastón Montalvo, 1957), el Retiro Médico (Quintana, Beale, Rubio y Pérez Beato, 1958); y el Hotel Habana Hilton (encabalgamiento de Welton Becket Associates con la firma Arroyo y Menéndez, 1958). Obra monumental sin paralelo en la América Latina del momento, inaugurada por el propio Conrad Hilton. Quien escribió: “Consideramos estos hoteles como un desafío, no a la gente que nos acogió tan cordialmente en su país, sino al estilo de vida preconizado por el pensamiento comunista”.

Cámara de Comercio china. Foto: Otmaro Rodríguez

También casas como la de José Noval Cueto (1949), diseñada por la firma Bosch y Romañach, en el Country Club; la de Max Borges Recio (1950); la de Rufino del Valle (1957), de Mario Romañach. En la vivienda de Alfred Schulthess, en el propio Country Club, hay una obra maestra del arquitecto austriaco-estadounidense Richard Neutra, en la que trabajaron el brasileño Roberto Bule Marx y el cubano Raúl Álvarez.

Por último, pero no menos importante, el Salón Arcos de Cristal, de Max Borges Recio. Una de las estructuras clásicas de la arquitectura moderna en Cuba y Medalla de Oro del Colegio Nacional de Arquitectos (1953).

Palacio Central de la Computacion, antigua Sears. Foto: Otmaro Rodríguez.
Palacio Central de la Computación, antigua Sears. Foto: Otmaro Rodríguez.

“Mirar vitrinas es el pasatiempo preferido del estadounidense típico”, dijo una vez el arquitecto Morris Lapidus (1902-2001), práctica adquirida por los cubanos como en proceso de ósmosis. Edificada frente al Palacio de Aldama, una nueva facilidad modernista, Sears, vendría a redondear lo que venían haciendo Flogar, Fin de Siglo y La Época, pero con refrigeradores, estufas, lavadoras, ventiladores y otros artefactos.

En 1942 la compañía había abierto en La Habana su primera tienda fuera de Estados Unidos. Se retiraron durante la Segunda Guerra Mundial, solo para retomar la idea en los 50. Por eso, y por los comerciales, el refrigerador –también conocido como “frigidaire” debido a una marca–, pudo figurar en la cultura popular como sinónimo de confort y modernidad, incluso más allá de la economía familiar. “Compré un refrigerador escondida de tu padre. No podrá decirme que no”, dice Lala Fundora, la mujer de Anselmo Prieto, en Contigo pan y cebolla (1962) de Héctor Quintero.

Vivían cerca de Reina.

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