La décima vida de los gatos

Una hemorragia de gatos mana de los bajos de mi edificio, cuando desde los balcones arrojan desperdicios de –raras veces– pescado, o sobras de comida. Camadas de gatos encadenadas con otras camadas de gatos, solidarias entre sí, cuidándose de los perros que están al acecho. Gatos que asumieron una ley filosófica: “La manera más grata y adictiva de entenderte con el tiempo es perdiéndolo” e “Ignora a tus enemigos”. Famélicos gatos que en las voluptuosas y tórridas noches habaneras penetran a las hembras en celo. Hembras que prorrumpen en alaridos. Machos que se pelean y quedan tuertos o pierden un pedazo de oreja. Gatos que maúllan con una voz tan humana que algunos confunden con lamentos de personas: llantos de niños o quejidos de una abuela con Alzheimer.

Dicen algunos que el pene del macho está cubierto por pinchos que dañan la vagina de la gata mientras se lían, o que la gata hace esos sonidos porque el que la penetra se pone déspota en el apareamiento y le muerde el cuello y le clava las uñas, superando la bestialidad insensata del perro, al que se le puede encontrar montando sin variaciones a su pareja en una plaza pública, llevando el show a las personas que se burlan de ellos y los alientan.

Es poco lo que se sabe de los gatos como es poco lo que se sabe de todo. Los antiguos egipcios los representaban en esculturas y jeroglíficos; eran sagrados a pesar de que el dios Anubis tuviera cabeza de cánido, y ganaban el aprecio de los faraones hasta la muerte, pero no se tiene certeza de cuál fue la primera civilización en domesticarlos. Aunque los gatos no parecen haber sido domesticados del todo, o parecen menos domésticos que los perros, sus archienemigos naturales.

Los gatos tienen su lado salvaje más despierto y las pruebas son contundentes: un gato puede resistir la hostilidad de la calle y la ciudad mucho mejor que un perro. El gato es un cazador equipado, si ve un lagarto por más escuálido que luzca, se agazapa y se lanza a atraparlo, no se siente obligado a la dependencia de la gente y en este sentido es un animal de los más sensatos; sabe que no debe plantarse a esperar nada de la gente porque de la gente no hay nada que esperar, y escoge la autonomía.

El perro que han echado de la casa continúa sus días en modo sumiso, espera que la bondad de la gente le dé su alimento diario, es una pieza y un logro de la civilización, sujeto a las normas, un objeto del poder que cuando se salvajiza se vuelve un peligro para los humanos que lo capturan fácilmente y lo ponen tras las rejas porque no es tan escurridizo ni ágil como el gato.

El perro marca su territorio y lo defiende con dientes y garras sin meditaciones, su reacción es impía. El gato, por su parte, es un pillo, transgresor, delincuente redomado de la carrera evolutiva, y luego un marginado y, si se quiere, un disidente. El encono de su archienemigo no es gran cosa, no tiene matices, por eso el odio es más perruno que gatuno y tiene la mirada boba y simplona del Labrador retriever.

Hay gatos que se pavonean ante la brutalidad del perro que ladra, amenazándole desde el otro lado de la cerca. El gato es, además, cabrón. Y un veleidoso. No se te acerca cada vez que lo llamas, si se cansa de tus melindres y de tu actitud doméstica te tira un zarpazo o te hinca los alfileres de los dientes y se escabulle, si la cena no está debidamente preparada como le gusta, la dejará intacta en la vasija.

No por gusto ha habido personas atormentadas y distintas de otras personas que han incorporado al gato a sus creaciones. Roberto Carlos cantó que un gato puede ponerse triste y azul. Poe escribió que un gato negro con una mancha blanca en forma de un patíbulo en el pelaje, casi lleva a un individuo a la locura (no hay que decir que en el cuento de Poe se plantea una exposición del terror que supera olímpicamente a la de Stephen King en Cujo). Siguiendo el hilo terrorífico, en el filme Pet Sematary o Cementerio de mascotas, de Mary Lambert, un gato redivivo tira una rata muerta a la bañera del protagonista mientras este se relajaba en el agua, lo cual es más creíble que la puesta de un perro que juega fútbol, béisbol y básquet y conduce a un equipo de perdedores a la victoria.

El equipo de Walt Disney en los años 70 consideró que incluir en un filme de animados una banda de gatos arrabaleros que tocaban jazz podía ser taquillera. Claro, si había un animal que tocara jazz, ese debía ser el gato que conoce la riqueza nocturna como ninguno. Y si hay un animal más propenso al estilo bohemio, ese tiene que ser el gato. Por alguna razón hay un famoso musical que se llama Cats, y no Dogs. Que se recuerde, hubo un perro que Mijaíl Bulgákov volvió un canalla, pero tuvo que trasplantar su corazón al organismo de un humano.

El ministro de cultura, Abel Prieto, tomó al gato para titular una novela. Si los periodistas de la sección de deportes quieren decir que un competidor obtuvo la victoria redactan: “Fulano de Tal se llevó el gato al agua”. Jack Kerouac, un autor de la Generación Beat que influyera en el movimiento hippie escribió “Yo he visto el firmamento azul, no es diferente de un gato muerto y el amor y el matrimonio” y “nadie tiene respeto por el gato que duerme”. Firmamento, amor, matrimonio, respeto y mezclado con todos estos sustantivos, el gato. Desde luego, podemos deducir a fortiori que el gato está muy lejos de la representación denostadora de Tom y Jerry y que es más literario e intelectual que el perro. El gato vendría siendo más cronopio que el perro. Debido a esto, a su falta de sumisión y a su carácter ladino, gusta menos y aparece tantas veces de villano.

La carestía del Período Especial condujo a los cubanos al acto conturbado de atrapar y comerse a los gatos. Sabe a conejo, sabe a pollo, decían. Nadie afirmaba que sabía a gato porque había que cambiar la realidad por una referencia y bajarle los niveles a la crudeza de los hechos. Algo de esto, quizás con demasiada pamplina, se vio en el cortometraje La muerte del gato basado en un cuento de Lilo Vilaplana con Alberto Pujol entre los protagonistas.

César Millán se volvió encantador de perros porque a los verdaderos gatos nadie los encanta, tienen esa fuerza diabólica que inquieta, esos ojos de linterna, y establecen sus límites contigo, no permiten que te pases de la raya. Algunas circunstancias socioculturales han determinado que el cubano sienta más afinidad por los perros que es siempre una especie políticamente más correcta. El perro come, jadea, bebe agua, defeca en el césped o en el suelo, lo amarras con una correa y lo sacas a pasear. El gato ya desde un principio te complica demandando una caja de arena para sus asuntos, no se contenta fácil, no lo mandas por una pelota de goma y sale corriendo a buscarla. A los niños y adolescentes cubanos les gusta practicar sus maldades más encruelecidas contra los gatos. Dicen que si atas a su cola una cuerda con latas, el gato pierde la orientación, trata de huir como un bólido y puede que perezca por accidente. En una de las calles de Cojímar vi el cadáver de un gato grande al que le habían prendido fuego, un gato que acostumbraba deslizarse por cualquier apertura y robarles alimentos a los vecinos.

Al gato, en ocasiones, se le ha asociado con la sexualidad. He oído que un buen varón cubano que se precie de serlo no puede andar cargando gatos, lo apropiado son los perros. La gramática del idioma alemán, por ejemplo, ordena poner el artículo femenino para el gato (die Katze), ni siquiera el neutro, y el masculino para el perro (der Hund). Todo esto ya consta, no tiene vuelta atrás, pero ubiquémonos en un futuro en que el dominio del mundo se divida entre partidos de perros y partidos de gatos. Habría, como hoy, que celebrar votaciones para aprobar decretos y códigos salvadores de las crisis. En el bando de los perros, lo normal sería que alzaran las patas y aprobaran por unanimidad. En el de los gatos, que todo lo apocan –hasta poniendo en juego su propia conservación–, y se lamen aquí y allá en lo que sus líderes hablan exaltados, se contarían por lo menos varias abstenciones o votos opuestos.

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