Esta semana, mientras buena parte del mundo se mantenía atenta a la investidura de Joe Biden y sus primeras acciones como presidente de los Estados Unidos, miles de habaneros seguían con sus rutinas de siempre, o, al menos, con las impuestas en los últimos meses por la pandemia de la COVID-19.
El rebrote de las últimas semanas ha puesto en jaque a toda la Isla y, en particular, a la capital, que reporta diariamente más de un centenar de contagios ―y hasta más de 200, como sucedió al cierre de este jueves― y debió establecer nuevas medidas y fortalecer las ya existentes tras su retroceso a la fase de transmisión autóctona de la enfermedad. La tasa de incidencia de casos positivos por cada 100.000 habitantes en los últimos 15 días no ha dejado de crecer y este viernes se situaba en 92,36, una de las más altas del país.
Ante este escenario, fueron cerradas las escuelas y las clases volvieron a la modalidad televisiva, se cerraron instituciones recreativas, religiosas y culturales, se suspendieron las fiestas en casas y espacios públicos, mientras que los restaurantes y cafeterías solo pueden vender sus productos a domicilio o para llevar. Además, fue suspendido el transporte interprovincial de pasajeros y el urbano dejó de funcionar a partir de las 9:00 de la noche, en tanto desde dos horas antes está prohibida la permanencia en parques y otros sitios de estar, incluido el popular malecón de la ciudad.
Estas y otras restricciones fueron anunciadas por las autoridades habaneras, que a su vez reforzaron la aplicación de multas y otras sanciones por el incumplimiento de lo establecido, e hicieron un llamado ―una vez más― a la conciencia y disciplina de las personas para contener la propagación del coronavirus.
Sin embargo, varios días después de estas medidas La Habana luce casi igual que antes, salvo, quizá, por la desaparición de los uniformes escolares del paisaje ―aunque unas 90 escuelas permanecen abiertas para favorecer a las madres trabajadoras que no tengan con quien dejar a sus hijos― y el cierre de algunos, no muchos, lugares e instituciones públicas.
Se mantiene el continuo ajetreo en las calles, las ya endémicas colas en las tiendas, las paradas de guaguas no precisamente vacías y los ómnibus urbanos no pocas veces con más pasajeros de los debidos. Se ven, incluso, niños jugando en horario de teleclases, turistas desandando el centro histórico, personas en parques y otros sitios mucho más cerca de la distancia recomendada, o con los nasobucos en la barbilla o por debajo de la nariz. Y más.
“Es que la vida tiene que seguir ―justifica Alexander, quien maneja despacio su bicitaxi por la Habana Vieja, a la caza de algún cliente, ‘cubano o extranjero, me da lo mismo cualquiera’―. Ya llevamos casi un año de pandemia y no hay cuerpo que aguante, ni bolsillo tampoco, y menos ahora con el ordenamiento, que ha puesto la jugada más apretada todavía.”
“Me parece que debieron esperar un poco a que esto pasara y la gente pudiera levantar cabeza”, dice antes de alejarse pedaleando.
“El ordenamiento monetario ya tocaba, mucho lo habían demorado ―apunta, por su parte, Gisela, jubilada en su propia cacería ‘de lo que aparezca’, aunque, ‘siempre cuidándome, porque la situación está bien difícil’―. Lo que pasa es que la economía está por el piso y el arranque está siendo duro. Si lo sabré yo, que mi pensión se esfumó enseguida. Y la COVID ha venido a complicar más las cosas.”
“Ahora mismo estamos peor que nunca, hasta más de 500 casos y varios muertos por día. Una cosa terrible. Por eso ya el gobierno ha tenido que empezar a echar para atrás varias cosas, a tomar medidas más fuertes, pero tratando de no tener que cerrar del todo como el año pasado, porque ahí sí que la economía no aguanta, se va a bolina ―reflexiona―. Pero si la gente no pone también de su parte, no va a quedar más remedio que cerrar más y todo se va a poner peor.”
Para Gisela, como para muchos habaneros, las autoridades deberían ser más enérgicas ante las indisciplinas y poner aún más restricciones “para que la gente entienda”.
“Ahora mismo ―dice―, yo veo menos policías en la calle que cuando había menos casos. Tampoco están haciendo tantas pesquisas y controles como en otros momentos y eso hace que la gente se relaje. Además, dígame usted, ¿por qué no cerraron por las noches, como cuando hicieron en septiembre? ¿Qué necesidad hay de andar a esa hora por la calle en medio de una pandemia, a menos que sea por trabajo o por una urgencia? La otra vez, eso impactó a las personas, les hizo entender que esto no es un juego, y las cosas mejoraron.”
¿Cerrar o no cerrar?
Debido al sostenido aumento de los contagios en La Habana y las cifras negativas en los principales indicadores epidemiológicos, las autoridades de la provincia lanzaron un amplio plan con más de un centenar de medidas que, no obstante, se planteó en primer término “priorizar las tareas que sean fundamentales para lograr un buen aseguramiento a la economía”, “fortalecer los servicios fundamentales y básicos de la población” y “continuar con la puesta en marcha de la tarea del Ordenamiento Monetario”.
La disyuntiva entre la economía y la salud que ha marcado las estrategias frente a la COVID-19 a lo largo del mundo, y que ―aun cuando el gobierno cubano ha insistido en la preponderancia de la segunda sobre la primera en su propia estrategia ante la enfermedad― llevó a modificar y flexibilizar los planes gubernamentales luego de varios meses de enfrentamiento, parece haber influido ahora en el establecimiento, al menos de entrada, de restricciones menos duras en la capital que en el rebrote anterior y en haber, por ejemplo, mantenido funcionando el transporte urbano y también el aeropuerto, aun con la restricción de vuelos y la exigencia de PCR negativos a quienes llegan.
“Si no hubieran abierto los aeropuertos esto no hubiera pasado ―opina Ignacio, también jubilado y también en la calle “resolviendo la comida” como tantos habaneros por estos días―. Pero, imagínese, este país necesita del turismo, de los dólares que llegan de afuera, y más aún después de todo lo que nos hizo el hijodep… de Trump. Nos tiró a matar, como dijo Díaz-Canel. Vamos a ver con el presidente nuevo (de EE.UU.) cómo van las cosas, pero mientras tanto hay que seguir viviendo y para eso hay que trabajar. Sin trabajar sí que no se puede.”
María del Carmen también culpa a la apertura de las fronteras de la actual ola de coronavirus que atraviesa la Isla y estima que las autoridades fueron un poco “ingenuas” al suponer que ello no tendría consecuencias.
“Por favor ―sostiene―, ¿en serio alguien puede pensar que después de meses o años sin verse la gente no va a ir a reunirse con sus familiares del extranjero? ¿O que los que llegaban no iban a hacer fiestas o se iban a pasar más de una semana trancados en la casa sin salir? ¿Con lo fiesteros y salidos del plato que somos los cubanos? Eso no se lo cree nadie.”
En su criterio, como en el de muchos en la Isla, “si iban a abrir los aeropuertos tenían que haber pedido desde el principio el PCR negativo, y no ahora, cuando ya la COVID se regó por toda Cuba”. Además, señala, “ha habido muchos problemas e irregularidades que el propio gobierno ha tenido que reconocer, atrasos con los resultados de los PCR, viajeros a los que no han pasado a ver y se han ido sin saber si estaban o no enfermos, cosas así. Y en los mismos aeropuertos dejaron que fuera un millón de gente a recibir a sus familiares, cuando desde un principio habían dicho que solo debían ir una o dos personas. ¿Y eso, al final, de quién es culpa? De la gente, sí, pero también de quien debía velar porque eso no pasara. Porque a la gente si le dan un dedo se coge la mano entera.”
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Sacando cuentas
Junto a María del Carmen está Maribel. Ambas salieron, me informa esta última “un momentico del trabajo” ―no me dice dónde trabajan “para no quemarse”― a marcar en la cola del yogurt envasado que vende la cadena estatal Trimagen en la calle Ayestarán. Se trata de una de las colas más célebres de La Habana, una que ha permanecido durante toda la pandemia y se ha convertido en legendaria por hechos como los varios operativos policiales contra los “coleros” que han medrado con ella y como el escondite de personas en árboles y portales en plena madrugada durante el toque de queda, para alcanzar los codiciados turnos.
La oferta ―mucho más amplia al principio y que llegó a incluir otro perseguido producto: el café― ha ido menguando con los meses, pero la cola sigue igual de nutrida, y para “coger cajita”, explica Maribel hay marcar desde uno o varios días antes ―mientras no alcanzas uno de los tickets que se reparten para comprar― y estar pendiente “para que no te vayan a dar la mala, porque aquí son fieras y cuando vienes a ver tienes mil gente delante”. La otra opción es comprar un turno, pero como los productos están racionados, según ella “sale muy cara la compra” y, además, la policía, encargada de organizar la cola, “está arriba de eso”.
“Aquí la gente hasta duerme en la cola ―remata―, y por el día esto se pone sabroso, sobre todo a la hora de repartir los tickets. A esa hora sí que no hay distanciamiento social. Pero, bueno, parece que al coronavirus no le gustan las colas, porque hay unos cuantos que siempre están por aquí y nunca he oído que se hayan contagiado”, dice con sorna.
Junto a las colas y la COVID-19, otras preocupaciones siguen en el día a día de los habaneros. El ordenamiento monetario vive su primer mes y los rostros largos no han desaparecido. En particular, por los nuevos precios.
“Bajaron la tarifa eléctrica y varios medicamentos, y eso se agradece ―asegura Ignacio, quien es hipertenso―, sobre todo para los que como yo vivimos de una pensión y tenemos problemas de salud. Pero hay otras cosas que siguen estando fuertes, como el precio de los comedores sociales o el de la comida que venden los particulares. Lo ponen a uno a sacar cuentas todo el tiempo. Y los mercados, bueno, es cierto que tienen precios topados, pero no siempre los cumplen o están pelados, y ya por la calle los precios son otros.”
“Todo ha subido ―afirma, por su parte, Magdiel, albañil por cuenta propia en un descanso de su jornada en una casa en Centro Habana―: lo que venden por la libreta (de abastecimientos), los cigarros, hasta un barquillo de helado ahora cuesta 10.00 pesos y un bocadito cualquiera o una pizza de las normalitas te puede costar 30.00 pesos fácil, y los almuerzos, las completas, también subieron hasta el doble de lo que costaban antes. Y uno tiene que comer. Así que tengo que cobrar más por la mano de obra, porque si no, no me da la cuenta.
“Y están también los materiales, que no aparecen por ningún lado y por la izquierda, usted sabe, están mandados ―añade subiéndose el nasobuco, que mantenía al cuello mientras fumaba un cigarro―. Por suerte, aun en medio de la pandemia siempre hay quien quiere arreglar su casa o hacer un baño nuevo, y hasta ahora, gracias a Dios, no me falta trabajo. De dónde saca cada quien el dinero no es mi problema. Mientras me paguen lo que es, todo está bien.”