Los últimos toros en La Habana

Las corridas de toros comenzaron en Cuba en el siglo XVI. Foto: deltoroalinfinito.blogspot.com.

Las corridas de toros comenzaron en Cuba en el siglo XVI. Foto: deltoroalinfinito.blogspot.com.

Aunque el arte del capote rojo, las banderillas, la muleta y el estoque no tiene en Cuba el éxito de las peleas de gallos, lo cierto es que las corridas de toros se inician en la Isla en la lejana fecha de 1569, cuando, según las actas del cabildo de La Habana, en la villa se lidian dos novillos en medio de “víspera, misa y procesión”.

Miguel Luna Parra, citado en el libro Gallos y toros en Cuba, asegura que durante el siglo XIX existen concurridas plazas en el Campo de Marte, en la calle Águila, cerca del actual Malecón, y en Belascoaín, donde un concurrido ruedo se mantiene activo hasta finales de esa centuria.

Cuba Brava: el regreso de los toreros

Gran notoriedad alcanza también la segunda plaza de la ultramarina localidad de Regla –abierta en 1866 tras la ruina de la primera–, célebre porque Mazzantini torea allí en enero de 1898, un hecho que le provoca un gran empacho a los jerarcas que gestionaban la plaza de Carlos III e Infanta, siempre listos para aplastar cualquier competencia.

Pero las pugnas taurinas comienzan a decaer y entre 1899 y 1902 son prohibidas por las autoridades interventoras norteamericanas –junto a las vallas de “quiquiritos”–, con el espaldarazo de la sociedad cubana, la cual no demora en estimular el desarrollo del béisbol, nuestro pasatiempo nacional, adoptado con gran entusiasmo por las clases pudientes y los sectores populares.

¡El regreso del Minotauro!

Durante los primeros años de la Neo República resultan inútiles los esfuerzos para rescatar las corridas, aunque las autoridades autorizan aisladas exhibiciones en las que el sacrificio del animal no está permitido y se le rinde homenaje a Lagartijo, Frascuelo, Guerrita y otros grandes toreros.

Tal situación cambió cuando algunos empresarios decidieron contratar a los célebres matadores Silverio Pérez, conocido como Compadre Silverio y Fermín Espinosa, Armillita, para que protagonizaran, en agosto de 1947, una auténtica reunión de toros bravos en el Gran Stadium de La Habana –actual Estadio Latinoamericano–, abierto un año antes.

Torero Silverio Pérez, El Faraón de Texcoco.
Silverio, apodado El Faraón de Texcoco, es inmortalizado por un pasodoble de Agustín Lara: Monarca del trincherazo, / torero, torerazo, azteca y español. / Silverio, cuando toreas no cambio por un trono / mi barrera de sol.

Tal espectáculo, vale aclararlo, hubiera sido reclamado de inmediato por las más exigentes plazas del mundo; sin embargo, si aspiraban a torear en Cuba con un mínimo de dignidad, los mexicanos iban a necesitar mucho más que un nombre.

Los trajes de luces, de seda y cubiertos de lentejuelas color oro, fueron exhibidos durante varios días en la vidriera de la tienda La Filosofía, de Neptuno y Galiano. Allí se podían admirar la montera, el corbatín, la chaquetilla con atrayentes hombreras; el taleguilla o pantalón de faena; y el capote de paseo, lleno de lujosos bordados.

Fermín Espinosa, Armillita.
Fermín Espinosa, Armillita.

A la par, los responsables del evento realizaron una enorme propaganda que destacaba la bravura de los ejemplares contratados en la hacienda colombiana Aguas Vivas —mezcla de miuras y sotomayor— y ponía de relieve el peso mínimo de 370 kilos de las colosales bestias.

Para sorpresa de muchos, los trabajos de acondicionamiento del Coloso del Cerro también se efectúan con gran prontitud. Los carpinteros se afanan en preparar las puertas y los tableros de madera que llevará la plaza. Los encierros se sitúan detrás de la cerca del jardín izquierdo y los chiqueros del toril dentro del propio césped, a unos cinco metros del ruedo, el cual es regado con arena y protegido por una barrera de más de un metro de altura.

La historia del torero mexicano Silverio Pérez / Francisco Zea

Espadas de madera

Cuando ya se ha vendido la casi totalidad de la boletería y el pueblo espera impaciente, el ministro de Gobernación, Alejo Cossío del Pino, dio una noticia demoledora: las funciones del 30 y 31 de agosto no serán oficiales, sino demostraciones. En consecuencia, son vetadas las banderillas, las garrochas con puyas de los picadores y la “última suerte“, la de matar, queda en el recuerdo.

Ante el aturdimiento general, los voceros gubernamentales indican que el presidente Ramón Grau San Martín acata un dictamen de la época del machadato. Y aunque varios leguleyos demuestran que tal decreto había sido derogado en 1940 bajo el mandato de Federico Laredo Bru, al final, los Auténticos mantienen el polémico fallo.

Obviamente, el espectáculo resulta un bochorno, una engañifa para el público, a pesar del valor a toda prueba y la vergüenza profesional de los diestros. A lo deslucido de una fiesta brava sin estocada se suma otro desastre: la docilidad de la ganadería del sábado 30. Elio Menéndez comentó en el Juventud Rebelde del 28 de abril de 1991 que se trataba de «toros mansos sin remedio que, haciendo caso omiso de capas y novilleros, volvían al lugar de donde salieron como si quisieran proseguir una siesta interrumpida. Parecían melancólicos y reumáticos».

Eladio Secades, por su lado, afirma en el Diario de la Marina de 31 de agosto de 1947:

«Toros en La Habana, pero nada más que a medias (…). Una bronca sin puyas, sin banderillas de verdad, y con una espada de madera adornada con papel de envolver chocolate reduce y relega la belleza de la institución al plano de la profanación… Los espectadores no quedaron satisfechos, sin conocer a fondo, comprendían que faltaba algo, que faltaba mucho, que faltaba casi todo (…).»

https://www.youtube.com/watch?v=UOtk_Vy1nv8

Durante la corrida del domingo 31, vista por las treinta mil personas que abarrotan el Latino, los puntiagudos pitones se sueltan un poco más y le permiten a Compadre Silverio lucirse con algunos capotazos temerarios que causan mucho furor en el respetable. No obstante, en el momento en que aparece el cuarto y último toro, y la lidia ya es válida, un torrencial aguacero pone fin al lance y el azteca, alojado en el exclusivo hotel Sevilla, le anuncia a los patrocinadores su disposición de torear el rumiante que falta el lunes a fin de donar los aportes voluntarios de los asistentes a la Casa de Beneficencia y Maternidad.

Armillita en el Gran Stadium de La Habana.

El programa de inicio de semana no se puede concretar, al parecer, por falta de autorización de la alcaldía. Cuando la multitud que se da cita en el Gran Stadium de La Habana se entera de la suspensión por el audio local, comienza a lanzar hacia el ruedo sombreros, cojines, botellas de bebida y hasta algunos ladrillos provenientes de un área en remodelación. En el incidente se reporta un joven con la cabeza rota pero, hay muchos más heridos.

Gran Stadium de La Habana, actual Estadio Latinoamericano.
Gran Stadium de La Habana, actual Estadio Latinoamericano.

En los días en que Silverio y Armillita están preparándose para mostrar sus dotes, muere en Córdova el torero Manuel Rodríguez, Manolete, víctima de una brutal cornada. “Mal presagio”, murmuran los agoreros. ¡Y vaya si tenían razón! Tras el fiasco de la referida corrida nunca más se intenta organizar en la capital un evento de grandes dimensiones relacionado con el toreo. La lección queda bien aprendida.

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