Mercado, esa palabra

No importa demasiado cómo se vea el mercado en textos y documentos programáticos porque la resistencia de la burocracia tiene, como el Espíritu Santo, multiplicidad de caminos.

Foto: Otmaro Rodríguez.

Foto: Otmaro Rodríguez.

Después de haber sufrido un drástico proceso de desconexión de los mecanismos de enganche con la URSS y el CAME, con dramáticas repercusiones en la calidad de vida de los ciudadanos, en Cuba se adoptaron un conjunto de estrategias dirigidas a capear su impacto interno y externo.

Los economistas de los años 90 solían referirse al turismo con una metáfora de espantoso sabor futurista, pero real, al decir que constituía la nueva locomotora que tiraba el tren, como antes lo hacía el azúcar. Eso estuvo vigente hasta la emergencia de nuevas alternativas, fundamentalmente el envío al exterior de personal médico y asesores técnicos durante un tiempo limitado. Desde allí remesaban –y remesan– a sus familiares y regresaban con bienes y mercancías de escaso acceso en la Isla después de haber aportado al Estado una parte sustantiva de sus emolumentos mensuales, cuyo monto varía en dependencia del país de que se trate.

La inversión extranjera, en cambio, no llegó a constituir nunca un dato duro y definitivo de la economía debido a un conjunto de limitaciones y restricciones varias, pero en especial la lentitud, la burocratización y la vieja mentalidad. Sin embargo, implicó la emergencia de un sector empresarial involucrado en las joint ventures y el turismo, frecuentemente transido por un choque entre los valores históricos y los de la lógica del capital, lo cual determinó en su momento la adopción de un Código de Ética para tratar de poner coto a los casos de corrupción, uno de los problemas más preocupantes de la realidad cubana actual.

En esa época también “mercado” se convirtió en una palabra presente en la realidad y la vida cotidianas. Se produjo la ampliación de las categorías del trabajo por cuenta propia en el área de los servicios a la población, una creciente fuente de empleo para un importante número de personas. Aparecieron cafeterías privadas y vendedores de alimentos ligeros que prácticamente se habían esfumado del mapa desde la Ofensiva Revolucionaria de 1968. Esto marcó otro cambio: a partir de ese momento el Estado no fue ya más el único empleador.

También surgieron restaurantes familiares, conocidos popularmente como paladares, y personas rentando uno o varios cuartos de sus casas para los clientes –extranjeros con preferencia, pero no limitados a estos. Y con ellos brotó otra palabra nueva en el vocabulario: impuestos.

Después de haber sido abolidos en 1986, durante el llamado Proceso de Rectificación y Tendencias Negativas, en el contexto de la crisis de los balseros –mediante la cual ingresaron a los Estados Unidos alrededor de 35 000 emigrantes, la mayoría personas menores de 35 años–, se autorizaron los mercados campesinos, popularmente conocidos como “agromercados” o “agros” con precios regulados por la oferta/ demanda. Los frijoles, se dijo entonces, eran más importantes que los cañones.

Por otro lado, el país se abrió más al exterior como resultado de los nuevos patrones migratorios –la llamada diáspora cubana–, que introdujo no solo una nueva dinámica económico-social por la vía de las remesas (aprobadas en después de la legalización y tenencia de divisas en 1993), sino también remesas culturales que alteran de varias maneras la noción de lo nacional e inciden sobre la conformación de nuevos grupos identitarios (travestis, transexuales, gays, raperos, rastafaris, emos y otros). Vistas desde el ángulo que ahora interesa, potencian la cultura del mercado: marcas de ropa y zapatos, modas, modos de vida…

El punto es que más de veinte años después de esos procesos, en Cuba al mercado se le sigue demonizando –en los hechos o en las entrelíneas–, en gran medida por identificarse con capitalismo. Como escribe el economista Julio Carranza, se trata, sin embargo, de una relación social de producción “que no se puede eliminar o reducir a su mínima expresión por decreto, si se le cierra la puerta de la economía formal se cuela por la ventana como mercado negro y lo altera todo de la peor manera, dispara la inflación reprimida y fomenta la corrupción”.

La expresión más novedosa de lo anterior consiste en imponer un sistema de precios violentando la relación oferta-demanda, lo cual a la larga redunda en distorsiones de distintas envergaduras. La experiencia sugiere que los llamados a la población a denunciar a los violadores de esos precios topados, a lo que de un tiempo a esta parte se ha venido apelando de manera consistente, no van a resolver el problema.

El fundamental consiste en que no se potencia a las fuerzas productivas para que hagan justamente lo que están llamadas a hacer: producir y crear riqueza social. En la práctica, los actuales planificadores de política económica no parecen tener este elemento en sus discos duros, en especial en lo referido a actores económicos no estatales, sobre los que se vienen ejerciendo persistentes medidas de control. El trabajador por cuenta propia como un “mal necesario”, algo que viene de los 90, aparece entonces en el centro de esa foto de familia.

Lo cierto es que esa actitud ante el mercado redunda en restricciones y presiones sobre las empresas privadas y cooperativas, cuya aprobación ha discurrido como a cuentagotas, en medio de zigzags y con un impacto previsible: dudas e incertidumbres en los actuales (y potenciales) emprendedores.

No importa demasiado cómo se vea el mercado en textos y documentos programáticos porque la resistencia de la burocracia tiene, como el Espíritu Santo, multiplicidad de caminos. Es muda –pero funciona desde distintos niveles administrativos.

Mercado, esa palabra. La cuestión consiste en regularlo, no en sabotearlo ni torpedearlo.

Salir de la versión móvil