Sus rostros ya no muestran públicamente toda su belleza. Ni la que regalan la juventud y la cosmética, ni la que otorgan el carácter y los años. La pandemia las ha obligado, como a todos, a refugiarse tras una mascarilla, a ocultar parte de su físico para protegerse a sí misma y a los suyos, a los demás.
La COVID-19, sin embargo, no ha podido mellar su espíritu. Por el contrario: las ha forzado a crecerse, a confirmarse como el horcón de la familia, a ser lo que eran y más, en un contexto riesgoso para la vida. El coronavirus cambió la fisonomía y el andar del planeta, y aun así ellas han seguido adelante.
El último año ha sido especialmente difícil para las mujeres cubanas. Junto a la amenaza del SARS-CoV-2 han debido sortear las dificultades y reformas económicas, las carencias y necesidades cotidianas, el cambio obligado de las rutinas hogareñas ―que lejos de disminuir, ha multiplicado sus labores y responsabilidades―, el estrés familiar y social, e, incluso, en no pocos casos, el golpe funesto del machismo y la violencia de género. Su grandeza va mucho más allá de las frías estadísticas, de los reportes periodísticos y las campañas gubernamentales.
Los hijos han estado mucho menos tiempo en la escuela y mucho más en la casa, siempre bajo su amparo y exigencia. Los ancianos y enfermos, los más vulnerables en tiempos de coronavirus, han tenido nuevamente en ellas su mayor asidero. Y ello, muchas veces a la par de su doble jornada de trabajo, en sus fábricas, empresas, oficinas, hospitales, surcos, mostradores, centros de investigación, y también en su hogar. En las tareas y sacrificios que, de tan comunes, se han vuelto invisibles a quienes las rodean.
Y han tenido que estar también en las inevitables y prolongadas colas, en “la lucha” constante de cada día, en el empeño por cuidar la salud y cortar la transmisión del virus, en el camino por hacer del suyo un país mejor, a pesar de problemas y arbitrariedades, de la desidia y la incomprensión, de desafíos internos y externos, de obstáculos que han debido enfrentar una y otra vez. Y todo ello sin renunciar a ternura, sin dejar de perseguir los sueños y el amor.
Lo anterior pudiera parecer elogios trillados, lugares comunes en la víspera del Día Internacional de la Mujer. Pudieran, pero no lo son. Son, ciertamente, una verdad como una montaña. Ellas, ustedes, todas, bien lo saben, bien lo sienten sobre sus hombros sin dejar de lado la sonrisa, y por ello merecen la mayor reverencia.