Poema a mi madre

Hoy es 7 de agosto, otra vez, y mi madre, en La Habana, abrirá los ojos con dolor.

Hoy es el cumpleaños de mi madre. No sé qué edad cumple. Ni ella lo sabe, dice, feliz con el olvido. Mi madre llora dolorida cada 7 de agosto, mira hacia atrás y llora y languidece y ocho veces pregunta qué será de nosotros. Mi madre tiene un miedo octogonal, larguísimo, un miedo que se quitará ya nunca más (lo sabe).

Mi madre sigue siendo tan delgada que los demás preguntan cómo cupimos ocho miedos dentro. Y hace años que no fuma, ni bebe alcohol, ni baila. Incluso come, pero como si fuera la hija de nosotros: a regañadientes.

Para que no suframos, mi madre finge que está loca. Los ocho días de la semana finge locura, y lo hace con tanta convicción que los demás parecemos armarios. ¿Cómo se puede estar llena de miedos y sonreír?, pregunta. ¿Cómo se puede estar llena de miedos y respirar?

La casa de mi madre es pequeñísima (tan solo cabe ella doblada en ocho partes dentro). Pero a mi madre le queda grande. Le cae encima. Le ahúma la leche. Tiene tantos percheros llenos de ropa que no usará, y el miserable pan de cada día sobre la mesa, riéndose de ella con una redondez escandalosa.

Mi madre huele como un periódico mojado por la lluvia. Todo en mi madre huele como un periódico mojado por la lluvia, un periódico viejo, de los años 50, amarillento, desmigajable, escrito en un idioma que solo ella comprende.

Con unas chanclas viejas y un pijama raído, mi madre atraviesa la isla en que nació. Le encanta atravesar la isla, sola, temprano en la mañana, chancleteando. Los lugareños se despiertan y solo sienten en sus techos, aceras, avenidas, los pasos de mi madre en chancletas, con una eterna taza de café en la mano.

Hoy es 7 de agosto, otra vez, y mi madre, en La Habana, abrirá los ojos con dolor. Le encantaría, por ejemplo, hallarse en medio de su sala pequeñísima una mesa larga, con un mantel blanco y tejido, y ocho platos pequeños con ocho tazas esperando qué. Pero son siete. Y llueve. Y con la lluvia su viejo periódico se desmigaja más, y ella se encoge, se dobla en muchas partes, desaparece. Tengo una madre de papiroflexia. Se pliega y pliega y pliega hasta volverse un origami nunca visto: una lágrima negra con dos chanclas enormes.

Hoy es 7 de agosto, otra vez, y los gorriones llevan migajas de mi madre en el pico. Migajas que colocan en mi alféizar, en mi taza de café, en mis manos. ¿Y qué hace un hombre con las migajas de su madre entre las manos? ¿Qué puede hacer? ¿Reconciliarse consigo mismo y ya? ¿Pelearse a gritos consigo mismo y ya? ¿Soplarlas y tampoco? ¿Decirles a los gorriones, coman, coman, no jodan más, las madres no se traen a pedacitos?

Ayer fui a la farmacia. La joven dependienta me miró, confundida. Yo quería todos los medicamentos, todos, y pomadas para rejuvenecer. La joven dependienta quiso que me sentara, y yo le puse a mi madre de papiroflexia sobre el mostrador, delante. “Son para ella”, dije. Y la joven se puso muy seria: me dijo que las lágrimas negras de papel no deberían automedicarse.

Y hoy es 7 de agosto, otra vez. Y ya qué puedo hacer. Escribo.

***

Nota: Este texto del poeta Alexis Díaz Pimienta pertenece a un libro dedicado a su madre, aún sin publicar.

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