En la compilación ensayística “The Origin of Others” [El origen de los otros] la escritora estadounidense Tony Morrison nos presenta un panorama de lo que ella llama, el fetichismo del color en la literatura. En ese texto la primera Nobel afroamericana (1993) intenta —y nos ayuda a— comprender cómo es posible que una idea —la raza— se sostenga en el tiempo y con tanta fuerza en millones de personas. Con la fuerza lírica que caracteriza a la feminista negra accedemos a una medular reflexión sobre “la educación de un racista”.
Las indagaciones de Morrison nos llevan a preguntarnos ¿cómo se llega a ser racista, sexista? ¿cómo se pasa de un seno materno no racial al seno del racismo, a pertenecer a una existencia concreta amada o despreciada, pero determinada por la raza?, ¿qué es la raza (aparte de imaginación genética) y por qué tiene importancia? Una vez que se conocen y se definen (en la medida de lo posible) sus parámetros, ¿qué conducta exige/fomenta?
Sin embargo, el objetivo de mi texto no es hacer un review del libro de Tony Morrison, más bien pretendo hacer mi particular interpelación sobre esos “colorismos raciales” desde mi experiencia como cubano negro por convicción y mulato/mestizo por designación social.
Nací, crecí y hasta hoy vivo en barrios humildes, mal llamados “periféricos”, “marginales”, para más señas una cuartería en la ciudad cubana de Camagüey. En estos espacios cargados de simbolismo social, resistencias, diversidades y (des) igualdades, la diversidad racial realiza sus propios contrapunteos. Mi madre es mulata, mi padre blanco, en mi familia existe un mosaico de colores de piel.
Desde pequeño y hasta el día de hoy observo que personas de tez blanca/mestiza, describen a otra como “de color”, deslizando una palma de su mano por la piel para, según ellos, no decirles “negra/o” por ser “ofensivo”. En su defecto cuando necesitan lanzar un insulto o dar un trato despectivo, se apela rápidamente al camaleónico término discursivo de ¡negro/a!
Todavía en esa Cuba profunda (incluyo la diaspórica que emigra y extiende fronteras y reproduce códigos) el imaginario social, convertido en representaciones que estructuran la práctica cotidiana, acoge con beneplácito aquello de: ¡Si el negro no la hace a la entrada la hace a la salida!, ¡La culpa la tiene el totí! o los 10 de octubre se escucha decir ¡Felicidades brother, un día como hoy te liberaron! recibido en ocasiones como una lisonja, con una carcajada complaciente.
Crecí sonriendo en ese choteo1 colectivo donde lo racial y lo étnico es parte intrínseca de las relaciones sociales, de las lógicas individuales y familiares. Una retrospectiva a mis experiencias con los “colorismos” me permite hoy entender aquella sensación de (in)seguridad cuando me decían ¡mulatico de salir! Los consensos raciales de la cubanidad insisten en mostrarte como parte de una nación para todos, al tiempo que te elogian el “adelantamiento racial”, y te dejan en una condición ambigua donde la salida es acercarte cada vez más al patrón estético-cultural de lo blanco.
En verdad la condición de mixtura racial, no eres negro ni blanco pero puedes ser algo diferente/mejor, te convierte en un no-lugar, un no-identitario, en un extranjero camusiano. La raza en Cuba es un espectro fantasmagórico que nos acompaña, y puedes elegir verlo influido por tus creencias, vivencias y también las conveniencias. ¿Soy negro, blanco, mulato? ¿cuál es mi color? ¿cuál es tu color? ¿cómo te clasifico? esas disquisiciones atormentan el “color cubano”, complejizan y acomplejan la cocción del ajiaco (ideal) que somos.
Recuerdo una niña negra [finales de la década de los 80] que era víctima de un acoso sistemático, convirtiéndola en el objeto de burlas y frases discriminatorias de todos nosotros. Era común escuchar disputas discursivas entre niños blancos, mestizos y negros, donde los imaginarios del “colorismo” racial intentaban la frase más altisonante para disminuir al otro/a. Eso se hacía con preferencia en los espacios privados, durante los recesos, en los juegos diarios, así íbamos construyendo nuestras identidades.
En aquella época de estudiante interno en la Escuela Alfredo Gómez [provincia Camagüey] nos reuníamos por las noches para hacer historias terroríficas y asustarnos un poco antes de ir a la cama. En esos espacios siempre había un cuento de güijes que tenía como escenario el Monte. Esas historias regularmente eran matizadas con apariciones de Orishas horrorosos, o de malévolas brujerías donde algún brujero/a negro/a “arrancaba el corazón a un niño para ofrendarlo a un santo sediento de sangre”.
Luego la impresión y los temores no permitían que conciliaras el sueño. Aunque mi abuela Fela es fervorosa creyente de la santería afrocubana y tuve contacto permanente con las deidades Orishas y el culto a ellas, aquellos imaginarios sobre las religiones afrocubanas generaron en mí no pocas reservas e incertidumbres, durante la niñez y hasta ser adulto.
Pero creo que el impacto consciente de la presencia del racismo, comencé a asumirlo/sufrirlo años después, ya en condición de padre. Cierto día mi hija Roxana, de 6 años en ese momento, al llamarla cariñosamente “mi negrita”, respondió incomodada: ¡Papi, yo no soy negra! Luego indagué como pude el origen de su molestia. Resultó que su hermano materno, su madre y padrastro, aparentemente blancos, la llamaban también “negrita” o “negra”.
Esta simple cuestión al parecer conectada con los códigos discursivos en otros espacios sociales y educativos, la hacía sentirse diferente de los demás, y eso ciertamente la molestaba. Luego con mi hijo Maikiel, sucedía que algunas personas me veían con él y comentaban: ¡Maikiel es igualito a ti…solo que blanquito! Así adquieren significados y significantes, poco a poco, día a día, historias cotidianas en la familia, con los colegas de trabajo, en el barrio.
Lezama, los negros y el autorretrato de la Cuba “letrada”. Unos apuntes.
A partir de estas experiencias estimo que sería interesante popularizar el debate social y educativo sobre el proceso de transculturación y la conformación del eje identitario —también ontológico y epistémico— que desdibuja lo cubano, la cubanía y la cubanidad. En este horizonte de saberes es saludable, además, un diálogo crítico que propicie la comprensión del recurso metafórico color cubano de Nicolás Guillén, no como retórica de armonización falaz, sino como proceso (re)creativo, dialéctico, cambiante.
Términos como “transculturación”, “color cubano” y “mestizaje” son transversales en las discusiones académicas, sin embargo, es indispensable acrecentar las traducciones culturales con los saberes y sujetos que dan forma y sentido a esos conceptos. Una interacción simétrica con las diferencias, las injusticias históricas y presentes, los saberes y cuerpos racializados en una dicotomía de ausencias/emergencias. En esa perspectiva, incidir afirmativamente en las relaciones étnico-raciales en Cuba que por naturaleza y estructura son complejas, en permanente emergencia de conflictos, disensos, consensos, aprendizajes y desafíos individuales, comunes.
Por otra parte, es visible el debate que existe en la sociedad cubana con respecto al llamado racismo inverso o el racismo de los negros hacia los blancos. Un argumento que analizado y discutido superficialmente constituye un refugio eficaz para el ocultamiento del racismo antinegro, la invisibilización en lo público de las discusiones, o la postura de distanciamiento, limitándolo a una cuestión privada por resolver entre “negros y blancos”.
En esa dirección, valoro la importancia de visibilizar las historias de vida y familiares positivas y negativas que marcan a generaciones de cubanas y cubanos, negros/as, blancas/os y mestizos/as. En una visión fanoniana ellas confirman los traumas provocados por los colonizadores en los sujetos negros/africanos colonizados, y el legado del colonialismo interno, colonialidad, racialización y racismos presentes hasta hoy. El colonizado en ocasiones puede convertirse en colonizador, en esa idea casi onírica de reaccionar ante la injusticia de un sistema que lo anula, lo petrifica, lo cosifica y vacía su humanidad.
Los privilegios de la blanquitud saltan a la vista en la realidad cubana, aunque en ocasiones no seamos conscientes de las injusticias raciales y sociales que traen aparejadas. Aún en proyectos sociales cuyo horizonte es la igualdad, la lógica de la fraternidad racial por sí misma no impide que se evidencien las contradicciones que genera el racismo, y se reproduzcan colonialismos internos relacionados con el factor racial, como es el caso de Cuba.
Debo coincidir con Tony Morrison en que la raza ha sido, y es un criterio constante de diferenciación, que al igual que la riqueza, la clase y el sexo, está determinada por el poder y la necesidad de control. Valorar con asertividad los debates, embates, tensiones, coincidencias y confluencias se torna vital para avanzar en una crítica político-pedagógica al racismo, las discriminaciones y sus efectos en los espacios sociales, familiares. En identificar atinadamente esos “otros” que los estereotipos raciales nos imponen como lógicas segregativas del añorado (pero no definido) color cubano.
Nota:
1 No obstante, me distancio de la idea del choteo como una preconcebida corrupción del carácter del cubano, en una visión elitizada de la cultura a lo Jorge Mañach. Valoro que esa percepción también puede producir sesgos en la apreciación de las periferias del saber y condenas a lo popular, entendido como lo negro/africano en el reduccionismo de las élites racializadas cubanas.