Cuando mi prima vino a La Habana por primera vez desde Cruces de Los Baños, en Tercer Frente, lo primero que quiso hacer fue ir al Malecón. Me pidió que le hiciera una foto para enseñársela a la gente del pueblo. En aquel momento no teníamos Internet y los teléfonos celulares parecían de juguete. Después de hacerle unas cuantas fotos a ella sola sentada en el muro, me dijo: “Ay, pero eso no tiene gracia, tienes que salir tú también”. Entonces nos hicimos un selfi.
Quién le hubiera dicho a Robert Cornelius que su primer autorretrato en 1839 sería el iniciador de una de las tendencias más fuertes muchos años después. En tiempos de millennials ya no se necesita el trípode para estabilizar la cámara, ni la ayuda de un visor. En el afán de registrar todo, el selfi nos viene de maravilla. Porque no se trata de retratar el acontecimiento, sino de mostrarse en su centro. A veces el acontecimiento somos nosotros mismos.
Para muchos los selfis son una triste y ridícula expresión de la contemporaneidad, del narcisismo crónico que padecemos como sociedad adicta a las redes sociales. Para otros son una manera de mostrar lo que no somos, de socializar compulsivamente una mueca que calque la felicidad. Y hay quien piensa que son la peor variante de la fotografía, aderezada con filtros y máscaras que empobrecen aún más la realidad.
Están además los analistas antiselfis, que no se enfrentan de forma superficial al registro automático de la vida cotidiana, sino al mecanismo diabólico que estaría detrás de una simple autofoto. Están los entusiastas que organizan concursos intentando sacarle la parte artística a la actividad. Están los que lo usan sin más aspiración que mandar un “buenos días” a su familia que está lejos. Está la fanaticada que espera ver el rostro de su famoso preferido para dar un like. Están los que necesitan el selfi para reafirmar sus activismos. Están los que lo utilizan para dar testimonio de sus aventuras, sus viajes, sus visitas a lugares increíbles; y están, claro está, los selfistas de Malecón.
En cada paseo por el muro nos hacemos un selfi de familia. En algún punto del trayecto yo, que soy la más simple del grupo, digo: “¡Selfi, selfi, selfi!” Y pongo mi pose de autofoto, que no es la típica boca de pico de pato, sino más bien es cara de rana. Específicamente cara de Tulina, aquel personaje de mi infancia noventera. Mi hijo mayor pone cara de preadolescente contento por dentro pero bravo por fuera. El pequeño no mira a la cámara, o le da un manotazo al teléfono. Mientras mi novio pone cara de Ronaldinho. Y la foto queda como Dios pintó a Perico: con un pedazo de mi brazo metido en el encuadre, poco cielo y los niños fuera de foco.
Yo digo que los selfis maleconeros son especiales, porque muchas veces la gente los hace por cariño sincero, más que por una banal “especulación”. El Malecón está siempre ahí, es accesible para todos por igual, no representa un viaje insólito, ni un espacio extracotidiano. La foto es así el testimonio de un paseo normal, de algún encuentro casual con un amigo, de una tarde romántica, de una celebración conjunta.
En muchos casos hacerse un selfi en el Malecón es un acto de amor, un gesto sencillo, quizá precario, pero legítimo. Podemos ver las autofotos de grupos en las que el horizonte está inclinado, tres o cuatro ya estaban borrachos y salieron movidos o bizcos, a uno le cortaron la mitad de la cabeza y a otro le pusieron los tarros. Para colmo, salió en el tercer intento por un celular con problema “en el táctil”. Publicar semejante desastre de foto, a mi modo de ver, transgrede el concepto de selfi más criticado, para convertirse en el recuerdo espontáneo de una experiencia verdadera, de una alegría auténtica.
A pesar de la inmediatez, de la falta de rigor fotográfico y de tantas otras cuestiones que minimizan su valor, mi prima y yo todavía tenemos aquella foto que fue pasando de memoria en memoria y sobrevivió a todos los virus. Aquel selfi, que nunca subimos, porque no teníamos cuentas en redes sociales, es el recuerdo de su primer viaje a La Habana, la evidencia de que estuvo en el Malecón, un símbolo pequeñísimo y real del amor que nos tenemos.
Cuando veo gente haciéndose selfis en el Malecón, no pienso en que son personas tontas, vanidosas o ignorantes. Pienso en todo lo auténtico que puede haber detrás del gesto.