Mi abuela materna, Josefina Badía Baeza, nació el 13 de febrero de 1895 en Cárdenas, Matanzas. Su gran pasión fue el piano, que aprendió desde muy niña. Su padre, el catalán Rosendo Badía Pagés, maestro de profesión, tocaba el instrumento, y le enseñó a su hija sus primeras lecciones de música. Después ella y su hermana Loló estudiaron piano y violín, respectivamente, con maestros particulares y luego en el conservatorio.
Abuelita siguió estudiando y logró graduarse, con solo quince años, en el prestigioso Conservatorio Orbón, de La Habana, con notas de Excelente en todas las asignaturas. Junto con su padre y su hermana se presentaban en actividades culturales, en fiestas de amigos, en los parques.
Así recuerda mi tía Fina los primeros años de su madre en su pueblo natal: “… es la pequeña Cárdenas de los cangrejos y del mar. Allí tiene el abuelo el colegio ‘Fröebel’ con el socio padrino de las hijas, donde se enseña poca religión y muchas matemáticas, ¡las claras y levantinas matemáticas! Pues el abuelo es catalán, y cría a las hijas en el ejercicio de la música y en la vida al aire libre. La más pequeña toca el violín, la mayor el piano. Ya las solicitan en las veladas de familia. Muy temprano suena la campana del pueblo los Domingos –mamá recuerda exactamente su música, una campana tamborilera y sin tonos graves, como tocada por un niño de la calle para divertirse…”.
Se casó muy joven, en Cárdenas, y tuvo tres hijos, pero los dos primeros se le murieron muy chiquitos. Contaba mi madre que al regreso del entierro de su primer bebito, mi abuela estuvo toda la tarde y toda la noche tocando el piano. Tocó todas las canciones que le gustaban a su niño, fue la forma que encontró de despedirlo y de encontrar algún consuelo.
Fue un escándalo en el pueblo. Educada por un catalán liberal y una valenciana “que no creía en chiquitas”, mi abuela y su hermana Loló fueron unas “adelantadas” para su época y nunca creyeron en convencionalismos ni hicieron concesiones de ningún tipo.
El tercer hijo de mi abuela, Felipe, fue un gran músico, pianista; con su grupo, “Los Armónicos de Felipe Dulzaides”, tocaron los mejores jazzistas de Cuba. Pero Felipe no pudo criarse con su madre, ni estudiar el piano de niño pues su padre lo secuestró cuando solo tenía unos 2 años, después de que mi abuelita se separara de él. Pero esta sería, como se dice, “otra historia”, digna de un buen guion cinematográfico. Relataba mi madre que mi abuela lloraba todas las noches frente a las fotos de su hijito.
El reencuentro ocurrió unos doce años después, y ya nunca más volvieron a separarse. Fue ya viviendo con su madre que Felipe, un buen día, se sentó al piano y comenzó a tocar “de oído”. Su padre lo quiso apartar de la música y de todo lo relacionado con su madre, pero no pudo impedir que se convirtiera en el gran músico que fue.
En la época en que ocurrió el secuestro, mi abuela vivía con su hijo en La Habana, en la casa de sus padres. Poco después se casó con el doctor Sergio García Marruz, y tuvo tres hijos –Sergio, Bella y Fina– pero jamás abandonó el piano, que fue su gran pasión, y la alegría de toda la familia.
Abuela se dedicó a montar los repertorios de cantantes, y en su casa se oía lo mismo una zarzuela española que una ópera. No faltaban las danzas de Cervantes y Lecuona y lo mejor del cancionero cubano y latinoamericano de la época. De su casa, en el mismo corazón de La Habana (Neptuno 308, entre Águila y Galiano), salían volando las notas alegres de su piano, tocado con fuerza y maestría por las manos prodigiosas de mi abuela.
Pero no todo era alegría y bonanza. A finales de la década de 1920 y principios de la de 1930, durante la dictadura de Machado, comenzó una fuerte crisis económica, agravada por el famoso “crack del 29”. Hubo despidos en masa, la Universidad de La Habana cerró sus puertas, sobrevino una hambruna grande. Mi abuelo se quedó sin su trabajo de profesor de Medicina en la universidad, y en la casa comenzó a sentirse con fuerza la escasez de alimentos.
A mi abuela, que era una mujer emprendedora, optimista y muy independiente, se le ocurrió una idea: hacer una orquesta de mujeres y presentarse en los lujosos hoteles de La Habana.
Llamó a su hermana Loló y a dos compañeras del conservatorio, Esther (violín) y Yaté (chelo) y les contó su proyecto. Para la batería, utilizó a su cuñada, Ursisina, esposa del hermano de abuelo, Ismael, que eran cirqueros. En el circo se aprende cualquier cosa, y Ursisina, que era la trapecista que ejecutaba el triple salto mortal y que hacía de todo un poco, tocaba muy bien la batería.
Así que con su quinteto formado, comenzaron los ensayos, para jolgorio de los niños y vecinos. Muy pronto estuvieron listas para hacer su primera presentación –en la taberna del Hotel Regina, ubicado frente al Teatro Campoamor[1]– que fue todo un éxito.
Como no les pagaban mucho, a Ursisina se le ocurrió la feliz idea de poner un pequeño plato en el piso, cerca de su batería, con 1 o 2 pesos. La “invitación” fue aceptada y los turistas, en su mayoría estadounidenses, dejaban cuantiosas propinas.
Posiblemente el quinteto de mi abuela fue, como afirmaban mi madre y mi tía Fina, el primero –o uno de los primeros– formados únicamente por mujeres, en toda la Isla, aunque no puedo afirmarlo con absoluta certeza.
Con lo que recaudaron pudieron mantener a sus familias y así pasaron la terrible crisis sin demasiadas angustias.
Mi abuela tenía un álbum de recortes de periódicos donde pegaba las noticias que se publicaban sobre sus presentaciones, y otros documentos como programas de conciertos y posters. Conservó desde su primer diploma, que obtuvo a los 15 años, hasta periódicos de la década de 1950. Algunos de estos tienen ya más de cien años, casi se deshacen al tocarlos. Gracias a ellos supe que su primer maestro de piano en Cárdenas era de apellido Bosquets, con quien estudió desde los 6 hasta los 14 años. De la época de su quinteto, el Quinteto de las Hermanas Badía o Quinteto Badía, hay unos cuantos recortes. Es una pena que mi abuela no anotara los datos del periódico. Parece el álbum de una joven que estuviera un poco sorprendida de sus propias travesuras, sin vanidades ni pretensiones, pues siempre fue muy sencilla. Me conmueve ver que cada vez que aparece en una foto, se señala con una “X” grande, y pone “Badía” debajo. En la única foto del quinteto donde están todas, escribió los nombres de cada una.
Por otro recorte me enteré que abuela dirigió otras agrupaciones musicales y que con una de estas orquestas se presentaba en el Parque de la Fraternidad, amenizando las tardes habaneras. En esta agrupación en específico, es ella la directora y la única mujer. El trompetista, Alfredo Hernández, fue su tercer esposo.
Dice la reseña, en ese estilo pomposo, propio de las notas de la sección de “Sociales” de aquellos años:
ANTE EL PARQUE DE LA CONFRATERNIDAD: En aquella amplia acera, frente a la estatua de la India simbólica, se oye hace noches, bellos trozos de óperas, de operetas, de zarzuelas del gran género; y, claro está, se siente satisfecho gozando de tan cultas y gratas armonías el transeúnte de ardientes ansias realmente de cultura; fatigado, aburrido, cansado de oír perseverantemente profanado el arte que acabará por no ser divino, si seguimos llevándolo sobre esos raíles.
Integran el conjunto que ha acometido la empresa dignísima de loa: la señora Josefina Badía (piano); y los señores Joaquín Baena (violín), Guillermo López (flauta), Alfredo Hernández (trompeta), Miguel Ángel Matamoros (drum). El tenor, señor Mariano Meléndez, completa el grupo; y ha de cantar allí, en estos días, “Una furtiva lágrima”, la romanza imperecedera de Gaetano Donizetti. No importa que tales trozos dignifiquen la labor del valioso tenor criollo, para que deje de mezclar algunas veces las ejecuciones de nuestras obritas sencillas. Siempre escogiendo las más sentimentales y menos populacheras.
Se ve que faltan instrumentos para una completa labor de conjunto, dados los géneros cultivados. Pero constituye este esfuerzo que aplaudimos sin reservas (y que dirige la señora Badía de Hernández), la rara avis in terris de las Sátiras de Juvenal.
Pero no solo tocaban en hoteles, había que alimentar a varias familias y no había tiempo que perder. En la tarjeta de presentación que encontré en su álbum se enumeran todas las actividades que podían desarrollar[2]:
JOSEFINA BADÍA / DIRECTORA DE ORQUESTA
Quinteto de Señoritas propio para amenizar Banquetes, Bodas, Veladas, transmisiones por Radio y toda clase de fiestas sociales y familiares. Para Bailes, Jiras campestres, Funciones Teatrales, Orquesta de Profesores de ambos sexos, gran repertorio clásico y bailable de música cubana, española y americana.
Neptuno 114, 2do piso / Teléfono: A 0570
Mi abuelita siguió tocando el piano toda su vida, que fue su compañía y, también, su instrumento de trabajo. Llegaba a mi casa de Arroyo Naranjo el domingo muy temprano y nos despertaba con su piano mañanero y cantarín.
Era lindo verla tocar, sus ejecuciones eran limpias, elegantes, tocaba el piano como si estuviera jugando. Su último trabajo fue como pianista acompañante en el Ballet Nacional, con la profesora Ana Leontieva. El último día que tocó su piano fue allí. Esa tarde no se sentía muy bien, estaba muy afligida y agobiada por algo muy serio que le había ocurrido a su hijo Felipe, y se equivocó en algunas notas, algo que jamás le sucedía. Apenada y un poco triste, regresó a su casa. Al día siguiente tuvo un derrame cerebral del cual no se recuperó. Una semana después, el 7 de febrero de 1962, a los 67 años, murió.
[1] En las calles Industria y San José, Habana Vieja, al fondo del Capitolio Nacional.
[2] He respetado la ortografía original. Pienso que la dirección que aparece debe de ser de mi tía Loló o de alguna de las otras integrantes del quinteto.
Gonzalo Roig, en una de sus últimas entrevistas dijo que en esa misma época musical que describe el artículo, la sociedad habanera consideraba un pecado tocar canciones cubanas. Decía eso para destacar lo cursi y snob y kitsch que siempre ha sido el habanero.
Desfiguraron el Son oriental con su Son habanero y después lo mataron con el estúpido ChaChaCha.
Sindo Garay, decepcionado de la Vana, rumbo a Santiago, un día escribió la canción Adiós a La Habana, que criticó agriamente Manuel Corona. Sindo regresó a la Vana, donde murió con todos los honores y glorias. Corona murió sólo y abandonado, en un cuartico miserable de una tiendecita pringosa de su querida ciudad adoptiva.
Cuando uno anda la Vana, se pregunta si tanta molicie, suciedad y destrucción es culpa del Estado o de la plebe, pues otras ciudades del interior tienen mejor aspecto. Es difícil imaginar un pasado tan glorioso, no sólo en artes, con un presente tan… así.
Este trabajo como otro que intenté leer sobre Liborio, me parecen muy poco periodísticos, el lenguaje y el estilo nos remiten a los trabajos de investigación de hongo calado que podemos leer en ciertas revistas especializadas. Y ONCUBA no figura entre ellas. Estos, trabajos, ubicados aquí llaman al BOSTEZO. Este, en particular, es demasiado familiar. Necesitan publicar crónicas más amenas, llenas del colorismo que puede dar el periodismo. Leo mucho ONCUBA y por ello me preocupo. Gracias.