El Camelot de la libido

Curvas y sensualidad son, tal vez, las dos palabras que mejor definen la moda femenina de los años 50. Si la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) había traído recato y contención en estos dominios, durante la posguerra el nuevo look de diseñadores a lo Christian Dior y Givenchy se movió en sentido contrario, una vuelta al brillo y al esplendor, pero, a la vez, con mensajes sociales explícitos.

“La mujer”, escribe una especialista, “debía preocuparse por su belleza, por su estética y por su vestir. Debía ser una excelente ama de casa, esposa, mamá y mujer al mismo tiempo”.

Los vestidos se estrecharon y ciñeron, a menudo con cintos gruesos para subrayar las caderas. Las faldas por debajo de las rodillas, con zapatos de tacón alto para mayor visibilidad de la figura. Y un maquillaje protagonizado por los ojos, bien delineados en negro, y unos labios absolutamente rojos, como para no dejar dudas sobre qué se trataba. A menudo, carteras y pieles se añadían al cuadro, junto a collares de perlas y brazaletes de diamantes. Una sensualidad recreada en la serie televisiva Magic City (2012-2013), de la cadena Starz, en la que se cuenta la historia de un magnate hotelero de Miami Beach, casado con una ex corista de Tropicana y con numerosos vínculos con Cuba y la mafia.

La publicidad y el cine harían el resto. En los Estados Unidos, Marilyn Monroe señoreaba en las pantallas con un erotismo cuya principal efectividad, según Norman Mailer, consistía en sugerir y no mostrar. Tal aserto fue validado en infinidad de sus películas, pero en especial en The Seven Year Itch (1955), en esa famosísima escena con la saya volando al aire, parada sobre una rejilla del Metro neoyorquino, en Lexington y 52, o en Some Like it Hot (1959), con un vestido negro lanzando a los espectadores toda su palpitante humanidad y cantando “I´m Through with Love”, la tonada de Gus Hahn, Matty Malneck y “Fud” Livingstone.

Mientras tanto, Elvis, un blanquito de Mississippi acusado de apropiarse de cosas que no le pertenecían, movía escandalosamente las caderas: You ain´t nothing but a hound dog.

En Europa, Brigitte Bardot bailaba descalza encima de una mesa –una de las tomas más eróticas que en el mundo han sido–, en Y Dios creó a la mujer (1958), de Roger Vadim, condenada por distintas organizaciones religiosas y censurada en varios países por la fuerza de sus imágenes. En Italia, Gina Lollobrigida y Sofía Loren eran las emperadoras del busto en filmes como Fan La Tulipe (1952) y Dos noches con Cleopatra (1953), respectivamente, mientras que en España la Sara Montiel de El último cuplé (1957) saturaba el espectro de las pechugas con la cubierta del disco homónimo, resaltada por el escandaloso amarillo del escote.

La Habana era La Habana también por su sensualidad nada contenida, pero con una historia propia que aquella avalancha erótica no podía sino retroalimentar, a pesar de convenciones sociales y los dictados de la tradición. La vida nocturna, con su in crescendo de cabarets, casinos y night clubs, funcionaba de hecho como un poderoso resorte para una relación más suelta y distendida entre los sexos en medio de esa música igualmente sensual que conformaba el sonido de la ciudad, compuesto entre otros géneros por el mambo, el chachachá y el feeling.

El fin de aquella década estaría marcado por el nacimiento de una nueva estrella, la telúrica Freddy, que según José Agustín Goytisolo, tenía una “voz y sentimiento (…) tan hondos que parecía que cantara con la vagina”. Ella sacudía la noche habanera, primero en el Bar Celeste, en Infanta y Humboldt, cerca del Montmartre, Las Vegas y Radio Progreso, y luego en el cabaret del hotel Capri, con sus versiones al español de George Gershwin y Cole Porter, y con las canciones de la recién estrenada compositora Marta Valdés y otros autores del momento.

Fredesvinda García Valdés, la Freddy. Foto: penultimosdias.com.
Fredesvinda García Valdés, la Freddy. Foto: penultimosdias.com

Pero había otro tipo de vida, también asociada a esos cambios, y señaladamente al color rojo. De acuerdo con varias fuentes, referidas por Louis A. Pérez, en 1912 había en La Habana unas 4 000 trabajadoras sexuales, cifra que ascendió a 7 400 en 1931 y alcanzó las 11 500 a fines de los años 50, un incremento del 55 por ciento en algo más de dos décadas.

Hacia esa misma época, la urbe también tenía toda una infraestructura para el oficio más viejo del mundo: operaban unos 270 lupanares. Su ubicación en ciertos barrios no impedía la existencia de “mujeres de la vida” por cuenta propia, como la diosa de ébano con que se topó el joven Guillermo Cabrera Infante en los alrededores de la Manzana de Gómez, con la que fue a forjar el acero por primera vez al costo de un peso, más el de la posada, toda una institución de la cultura sexual cubana hoy extinta, al menos como se le conocía hasta entonces.

Lugares como el barrio de Colón se convirtieron en islas emblemáticas del sexo rentado, incluso en su decadencia hacia la mitad del siglo XX. Allí estaba el prostíbulo de La Gallega, uno de los más célebres de la capital, pero también los había de mayor clase en La Victoria, en la misma Centro Habana y en Miramar, para clientes de más poder económico en busca de especialidades y sofisticaciones.

Foto: memoriascubano.blogspot.com.
Foto: memoriascubano.blogspot.com

A mujeres como las de la Manzana de Gómez, y también a las de las calles Monte y Cienfuegos, se les designaba popularmente con una metáfora: “fleteras”, según Manuel Moreno Fraginals una voz proveniente de La Habana militar y marinera de la colonia. “Fletero o fletante” –asegura Moreno–, es “el que alquilaba una nave o parte de ella para conducir personas o mercaderías” en una villa de San Cristóbal que ofrecía pluralidad de servicios a una población de soldados, marinos y tahúres hediendo a vino de tabernas, y tenía también las llamadas esclavas a jornal o “ganadoras”, muchas de las cuales se prostituían para pagar por su libertad al amo.

Obviamente, los estadounidenses no introdujeron en Cuba la prostitución, ni tampoco el juego. Pero contribuyeron a elevar su perfil en un escenario de crisis interna, mediante una amplia red de servicios y oficiantes cuando la mafia tomó por asalto a La Habana y empezó a llegar un turismo de cientos de vuelos semanales desde Miami, Tampa, Nueva York, Chicago…, junto al que accedía por vía marítima desde Key West u otros puntos de la geografía continental como West Palm Beach y New Orleans.

En 1950 habían desembarcado 194 000 viajeros del Norte; siete años después, en 1957, ya alcanzaban los 356 000. Procedían de todas las clases y grupos sociales, en consonancia con un momento en que el turismo se había democratizado por los bajos precios del transporte y el alojamiento, debido a cambios en la economía y a estrategias específicas de mercadeo y competencia.

Todo ello ocurría en el contexto de aquella eclosión erótico-sensual en modas, publicidad y cine, que dejaba allá en casa las restricciones y tabúes propios de la moral puritana. Los visitantes venían, desde luego, a las habitaciones de esos luminosos hoteles recién construidos, y a apostar su dinero en casinos y salones de juego. Pero también venían al “romance” con el otro, cualquiera que fuera su orientación sexual y, por supuesto, a disfrutar de la rumba, el ron y el habano.

La Habana, Cuba, era definitivamente un lugar donde “la conciencia se tomaba unas vacaciones”. El Camelot de la libido.

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