Itinerario de disparates para varones hegemónicos

Los varones pasamos parte de nuestras vidas haciendo disparates. Claro, nosotros nunca los definiríamos de esa manera, por lo general ni siquiera nos damos cuenta. Aparecen como actos de (re)afirmación dentro del complejo aprendizaje que supone asumir la posición que nos corresponde en las relaciones de género. Biológicamente nacemos hombres pero, es en nuestro decurso como sujetos sociales, donde vamos aprehendiendo e incorporando las características, patrones, roles, espacios y significados asociados culturalmente a lo masculino, al ser varón. Lo anterior es “ley escrita”; difiere en función de los contextos epocales y geográficos, aunque mantiene intactos sus principales mandamientos que, en definitiva, son los que aseguran nuestra hegemonía en el marco de las relaciones entre los géneros.

Ser masculino puede definirse con facilidad: es no ser femenino. Tan simple como rechazar o buscar el contrario de todo aquello que se encuentre relacionado con el mundo de las mujeres. En el instante en que un varón cruza esa línea que separa las identidades de género y muestra algún signo vinculado a lo femenino, su masculinidad es puesta en crisis, y con ello su hegemonía. Hablamos de un modelo de masculinidad hegemónica que pareciera estar destinado a unos pocos, que son los que ocupan ese lugar de privilegio y detentan el poder sobre las mujeres y el resto de los varones que no lograron cumplir las exigencias de su género. Y nosotros, en ese camino de búsqueda de la hegemonía, somos los grandes cultores de los disparates a los que haremos referencia.

Dentro de los elementos que se asocian indiscutiblemente a la identidad masculina tradicional sobresale el ejercicio constante de la violencia. Sí, los varones de manera inexorable hacemos uso de la violencia en todos los órdenes y espacios: físico, emocional, psicológico; en lo público y en lo privado. Es el recurso por excelencia que tenemos a la mano para mantener el status de superioridad que nos concedimos en las relaciones de género, y de paso eternizarlo. Somos violentos con las mujeres, también con los hombres que no encajan en nuestros perfiles hegemónicos o que no lograron acceder a ellos, y además hacemos uso de la violencia contra nosotros mismos de forma continua y, en la mayoría de las ocasiones, sin percibirlo.

Y es que estamos atados de manera perenne a una especie de autoexamen y de examen de los otros, que nos exige comportarnos todo el tiempo como los preceptos de la masculinidad hegemónica indican. Es ahí donde se hacen visibles los disparates cotidianos. Desde el instante preciso en que, con ese fin, suprimimos emociones y deseos emparentados a lo femenino; cuando forzamos irremediablemente nuestros cuerpos sin importar el daño físico al que lo podamos someter; o cada vez que estamos dentro de un grupo y se activa la clásica competencia masculina.

 Durante la niñez y la adolescencia, en muchos casos hasta la juventud, celebramos el ejercicio de situaciones de riesgo. Estamos impulsados siempre a desafiar el peligro. Funciona como la vía ideal para ocupar un sitio de privilegio en la escuela, en el barrio, entre las chicas y entre el resto de los varones. Hay un compromiso con nuestra identidad de género que no podemos evadir.

 ¿Recuerdan la famosa Cueva del Pájaro”?, la poceta rodeada de elevaciones rocosas de unos diez metros de altura, que está en el área de los campismos del litoral norte de la antigua provincia Habana. ¿Cuántos no nos dimos cita allí para dar rienda suelta a nuestra competitividad masculina y a nuestra hombría a todas. Las opciones eran dos. Tirarte, al menos de pie, y ya con eso quedabas limpio aunque después la valentía no te llegara para un clavados, o quedarte arriba y que te cogiera el chucho y con ello el cartelito de cobarde o flojo. Y veías cómo muchos que, de estar solos, jamás lo hubiesen intentado, se lanzaban al agua prefiriendo caer mal y darse un buen trastazo a ser objeto de burlas. La cosa no paraba ahí. Aburridos ya de emular con el mejor de los clavadistas chinos, la próxima lid era nadar mar adentro hasta donde las aguas cambian de color. Y allá nos íbamos todos, la mitad tragando un buche de agua tras otro, pero lo importante era llegar. Una vez que lo conseguíamos, exhaustos en mayoría, venía lo peor: había que regresar. En solo par de horas dábamos rienda suelta al desafío masculino. Varios salíamos victoriosos, nuestra condición de “súper hombres” ya estaba validada por las chicas que intentaríamos conquistar en la noche y por aquellos que tendrían que contentarse con sueños donde la realidad vivida sufriese cambios a su favor.

La salud de los varones es un elemento que aparece permeado por la identidad de género masculina. El cuidado de la salud no resulta un tema vital para nosotros, al menos no hasta que las consecuencias de esa dejadez se vuelven críticas. Las mujeres descuidan su salud a partir de su (pre)ocupación por el bienestar de los otros, por resolver las múltiples tareas asignadas en su cotidianeidad. Los varones descuidamos la salud por nuestro modo de ser machista y además por temor al descrédito. La cuestión va a más allá del trago de ron como cura idónea para el catarro común. Basta un ejemplo para reafirmarlo. El cáncer de próstata es una de las afecciones que más varones mata, a pesar de ser prevenible y curable en un elevado por ciento de los casos. Todos sabemos que su detección a tiempo implica un estudio médico que una inmensa mayoría percibimos como un atentado atroz a nuestra masculinidad, una violación encubierta. La idea de ser vejados por el dedo de un médico que, según afirman muchos, pertenece a una mano enorme, nos aterra. Es así que casi ninguno se realiza ese chequeo periódico que es la solución más eficaz contra este mal. Solo cuando el peligro se vuelve evidente, terminamos por ceder…a regañadientes.

 La salud reproductiva es otro tema mediado por nuestra pertenencia de género. Resulta más complejo aún pues aquí entra en juego el símbolo principal del poder masculino: el pene. Este miembro ilustre no se puede permitir ninguna deficiencia. Es así que las parejas que presentan dificultades para concebir demoran tiempo en buscar ayuda profesional. Los culpables mayoritarios de postergar ese pedido de auxilio: nosotros. De inicio tenemos la tendencia de ubicar el problema en nuestra pareja. Asumir que exista la posibilidad de que nuestros soldados de elite presenten alguna dificultad nos resulta imposible. Unido a ello, nos preocupa mucho más tener que contar a un extraño ese posible problema. Si se revela que la dificultad está en nosotros sobreviene una etapa donde, al sentirnos marginados de ese modelo masculino que perseguimos desde siempre y ser mancillada la esencia misma de nuestra virilidad, los desórdenes emocionales se suceden sin parar, nos alejamos del resto y nos dejamos invadir por un sentimiento de ira e impotencia que termina por multiplicar los episodios de ejercicio de la violencia en todas sus variantes.

La ruta descrita en torno a esos disparates que nos acompañan, en nombre de la posición que ocupamos en las relaciones de género y de la necesidad de perpetuarlo, pudiera ser interminable. Desde el trillado pero aún presente los hombres no lloran (ya con mi bebé he vivido esa experiencia cuando algún tío ante una caída le recrimina en buena onda: ¡epa de pie que no pasó nada y que es eso de estar llorando por una bobería!) hasta los problemas emocionales que nos llegan asociados al paso inexorable del tiempo, cuando notamos que empezamos a ceder protagonismo y poder en nuestros hogares, centros de trabajo y demás espacios públicos y privados, así como en la socialización con los demás.

¿Estamos dispuestos a acompañar a las mujeres en esa ardua tarea de subvertir el orden jerárquico que históricamente ha definido las relaciones de género? Ellas, desde hace décadas, aceptaron el reto y vienen conquistando derechos, poderes y espacios. Una parte significativa de nosotros permanece reticente al cambio. Nos sentimos cómodos desde nuestra posición hegemónica, incluso aún cuando entre varones nos hallemos subordinados. Lo asumimos como una lucha que implicaría la pérdida de privilegios ancestrales. Quizás darnos cuenta de todo lo que ganamos apostando por ser hombres diferentes,  y cuán mejor pueden ser nuestras vidas sin estar exigidos siempre a demostrar nuestra condición hegemónica sea un buen comienzo. Quizás los disparates comiencen a dejar de hacernos compañía.

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