Jugar un tres pa’ tres, una guerrilla, vallitas, echar un cuatro, un cinco o simplemente vamo’ a futbeal. Cualquiera de estas frases se deja escuchar a diario en los barrios de la capital cubana. Solo se necesitan un balón de fútbol, con suerte acabadito de llegar del más allá, en la mayoría de las ocasiones tan viejo como la palangana de Teresita; un terreno cuya superficie varía entre el césped, la tierra, el cemento o el asfalto de un área deportiva, un parque o una calle que pierda su función primaria; y dos porterías: las clásicas piedras o cambolos, un par de mesitas hurtadas de la escuela cercana o unas puertas más elaboradas con red incluida.
Fundamental: un piquete de varones con ganas de divertirse, ganar y demostrar su maestría en el deporte más hermoso del mundo; y también, aunque para la mayoría suceda de manera inconsciente, de entrar en una batalla simbólica por el poder masculino, por detentar una hegemonía que los confirme como dignos ejemplares del perfecto varón.
Por más de diez años fui partícipe de esa experiencia en mi barrio de siempre: Carraguao. Para los que no lo conocen queda en el Cerro y es de aquellas zonas que pocos dudan en reconocer como marginales. En ella confluyen calles rotas y sucias donde se respira la persistencia de inequidades que se arrastran desde tiempos fundacionales. Calles donde los niños, desde bien temprano, comienzan a pugnar por hacerse hombres, y estos últimos no pierden chance de validar esa condición ya alcanzada. Calles donde la práctica de deportes o de los juegos que están de moda se convierte en el espacio ideal para que sus masculinidades se pongan a prueba, entren en crisis, socialicen entre ellas y se reconozcan vencedores y vencidos.
Tras la búsqueda de ese reconocimiento, dentro del escenario futbolístico del barrio, andábamos un grupo de varones que en las mejores épocas llegó a superar la treintena. Nuestro recinto sagrado era el área adyacente a la antigua Escuela Normal para Maestros, situada frente al parque que lleva el mismo nombre aunque muchos, por cuestiones de fonética, le digan el parque del anormal.
Diversos y diferentes en todos los sentidos. Negros, blancos y toda la extensa lista de tonos intermedios: trigueños, mulatos, jábicos, indios y moros. Adolescentes y jóvenes junto a “puros” que sobrepasaban las cuatro décadas. Guapos reconocidos de Carraguao y otras zonas aledañas como Atarés y la Victoria, se mezclaban con estudiantes de la Lenin y universitarios. Empleos disímiles: joyero, carnicero, un periodista del Tribuna que para subsistir vendía escobas y jugaba al dinero, un gran pianista que en aquella época creo tocaba con Paulo FG: Rolandito Luna, un barbero, vendedores de drogas, futbolistas de oficio, gastronómicos y por supuesto, los siempre presentes luchadores ajenos al trabajo para el Estado. Conformábamos un grupo tan heterogéneo como lo era la calidad futbolística de cada uno de nosotros.
En materia de apodos también había de todo. Recuerdo entre otros a Manigua, un oriental que manejaba un bici taxi por la zona de Cuatro Caminos; estaba el Muela, rastafari que tenía la peculiaridad de jugar siempre descalzo; el Baba o el Boso, ya saben: cuestiones de exceso de saliva; los Jimaguas de Pedroso, el Mota, el Huevo, Bily, Ito, el Gallego; imposible olvidar al Bahamés, que a ciencia cierta nunca supe si era de esas islas o africano, lo importante es que trabajaba en una embajada y durante mucho tiempo nos surtió de balones y puso los premios cuando realizábamos los mundialitos. No faltaban los apodos más comunes: el Negro, el Gordo, el Chiqui o el Zurdo, este último la causa de que todavía casi nadie me conozca en el barrio por Daniel.
Hombres y chamas. Esa era la primera división. Tener menos de quince años y poder jugar solo era posible si, unido a la calidad como futbolista, se demostraba no tener miedo, ser violento cuando era necesario, capacidad para aguantar los golpes. Solo así los menores eran admitidos. Estar flojo era un pecado que te condenaba al papel de espectador que observa y trata de aprehender aquellas cualidades que le faltan.
Ya en el marco de aquellos que reunían las condiciones para jugar, surgían nuevas diferencias. Ser de los guapos en el terreno era una carta de triunfo, la mejor compañía para los regates y los goles. Imponer el respeto ante los demás, elevar tus criterios por sobre el resto, estar dispuesto a pelear con quien fuera, te concedía el poder de decisión ante cualquier situación de duda fuera o dentro del terreno.
Recuerdo cuantas jornadas terminaron apenas celebrados uno o dos partidos, por la anotación de un gol que no resultaba claro para alguno de estos supermachos, a partir de lo cual se iniciaban las eternas discusiones. En el mejor de los casos, debías olvidarte de ese gol y seguir el partido, dejando dicho que de perder no ibas a salir…bienvenidas de nuevo las peleas y discusiones. Violencia y buen fútbol debían ir de la mano para hacer valer tu hegemonía. Ese era el punto.
El tiempo, otra de las cuestiones que entraban en el ámbito de los altercados continuos. Se jugaba a un gol. Si a los diez minutos ello no había ocurrido, se tiraban penales a puerta vacía para decidir el ganador. Por supuesto, el tiempo de los que estaban jugando, el de los que esperaban para entrar y el del reloj casi nunca coincidían. Teníamos partidos que alcanzaban los doce, trece o más minutos, y otros que todos nos dábamos cuenta de que apenas llegaban a ocho. Todo dependía de quienes eran los que jugaban, los que esperaban y quién controlaba al Dios Cronos.
Ser el mejor, todos lo deseábamos. Para unos pocos era una meta posible e incluso una realidad latente. La mayoría solo podía soñarlo o disfrutar algún momento de efímera gloria. En cuestiones de calidad los parámetros eran muy precisos. Ser más que nada un goleador constante, de esos que en cada fecha sumaban cuatro o cinco goles traducidos en victorias. Además debía poseerse la suficiente destreza con el balón para enardecer al público con jugadas dignas de un profesional; regates capaces de dejar en ridículo al contrario; cambios de ritmo que sentaran en el terreno al rival; dar al defensa el tan deseado caño, túnel, pipi, ciérrate o íntima que pusiera en entredicho su virilidad.
Importante: debías haber dejado rastros de tu maestría en otras plazas donde se jugara fútbol, ser conocido más allá de nuestro espacio. Si lograbas hacer todo lo anterior estabas en condiciones de discutir tu lugar como una de las estrellas del barrio. Otras cualidades como ser un buen cierre defensivo, desarrollar un juego de equipo o tener visión del partido para dar los pases correctos, quedaban en un segundo plano. Solo servían para asegurarte un puesto como escudero imprescindible de estos émulos de Ronaldo, Raúl y compañía.
Mujeres, sexo y dinero, temas siempre presentes en cualquier espacio donde se reúnan un grupo de hombres. Para los que se encontraban esperando por jugar, más allá de los debates futbolísticos, las disputas en torno al número de conquistas, la excelencia sexual y las posibilidades económicas eran un manjar placentero.
El hombre ha de ser un eterno conquistador, bueno en la cama, poseedor y proveedor de bienestar económico. Todos lo sabían e intentaban demostrar la presencia de esas cualidades en su día a día, incluso contando historias marcadas por la ficción. Aquellos que no lo lograban enfrentaban una vorágine de críticas y alusiones punzantes, lo que en buen cubano se le llama “chucho”. Aunque fueran de los mejores en el juego, no podían considerarse partícipes del paradigma masculino.
Sin duda éramos presos inconscientes de las expectativas e imposiciones socioculturales inherentes a nuestro género. Sí, las mismas que exigen al varón no llorar, no importa que el rasponazo en tu rodilla sea monumental.
Cuán difícil se hace para los hombres alcanzar esas metas y cuánto sufren en ese proceso, a veces sin saberlo. En nuestro caso, alcanzar ese ideal masculino acompañó siempre a los toques, fintas y goles que dábamos en el área deportiva de una escuela cita en una zona marginal de La Habana. Hoy, cuando pienso en ello, solo alcanzo a reírme.
Y tu Daniel (o zurdo) , qué posición ocupabas dentro de todo ese andamiaje ?
saludos Yaset, pues yo te diré que siempre fui cierre defensivo, último hombre, dicen que no lo hacía mal por eso resultaba necesario para esos “superganadores” pero los aplausos no me tocaban…jjj…y por suerte los caños no fueron muchos….gracias por dedicar un tiempò a leer la crónica
Sí, me parece interesante lo que escribes (es la segunda que leo). Yo nací y crecí en Atarés y conozco bien lo que cuentas. Ahora con los años, me doy cuenta que nunca me acostumbré a la idea de jugar ese juego de “supremacía” aunque había que vivir allí. Y ahora leyéndote siento que quizás no soy el único ;-).