¿Qué edad tenías cuando descubriste aquel libro sobre los desnudos en la pintura europea? ¿Esa complicidad con tu amigo siguió por el camino del arte?
Yo tenía 12 años. Él, no sé si lo dije, era un poco mayor. A esas edades cualquier complicidad deja una huella, y en mí lo que pasó fue que empecé a descubrir la pintura como un mundo deslumbrante, y también como un oficio, y como un conjunto de técnicas. Todavía no pintaba, eso lo haría a los 14 o 15, pero igual representó una experiencia extraordinaria que duró desde esas edades hasta 1980 aproximadamente, cuando ya cursaba el tercer año de la licenciatura en Filología.
Seguimos viendo ese libro y hubo un momento en que él cambió de grupo y de albergue. Estábamos ambos en aquel chalet glamuroso y un buen día él y otros fueron reubicados en otro pelotón. Fíjate cómo suena: pelotón. Como si fuéramos soldados.
De hecho, la marcialidad era constante. Había marchas e instructores. Perdí de vista a mi amigo hasta reencontrarlo en la biblioteca de la Lenin flamante, la ciudadela recién inaugurada. Allí, en esa biblioteca, sí hubo una especie de fiesta de libros de arte, pues había una estantería completa llena de tratados y cuadernos de formato grande, antiguos y modernos.
Y reanudaron la amistad, volvieron al tema de la pintura y demás.
Tengo la impresión de que realmente nunca hubo amistad allí, sino una complicidad, una camaradería asentada en una afición, un interés expresado casi sin palabras. En esa época, yo sentía su afinidad, su sugestión o lo que fuera… y percibía que yo era el centro de aquello, independientemente de la cuestión emotiva del arte. ¿Atracción erótica, afecto, apego? En fin, supongo que era todo eso y más.
Ha transcurrido mucho tiempo, y dado que estamos conversando sobre esas precisiones (y, por supuesto, son precisiones sobre el origen de mi sensibilidad, algo importantísimo al menos para mí), he procurado recordar detalles…
Si mi memoria no se entrega a la mistificación, estoy casi seguro de que fue entonces cuando vi el Patroclo, de J. L. David. Un cuerpo desnudo de espaldas, sin las armas de Aquiles. Muchos años después, volvería a encontrar ese retrato, que es uno de los desnudos masculinos más bellos que existen. Pero entre el momento inicial de verlo y el segundo momento, habrán pasado unos 40 años.
¿El orbe de lo queer te ha interesado más, en términos culturales, en la pintura, la fotografía y el cine?
Antes de irme a la Facultad de Filología, en aquellos años donde ya pintaba (y pintar, para mí, no tenía nada que ver con lo queer, aunque después descubrí que sí), ciertos cuadros ya me llamaban la atención. Para responder esa pregunta, que es de esas que reclaman una contestación conclusiva, tendría que aposentarme en el presente. Diría que, para mí, el orbe queer me interesa sobre todo en la presentación-representación del cuerpo. Pero tengo que añadir algo: me refiero a una presentación-representación donde haya una narrativa, o un segmento de ficción. Lo mismo en la fotografía, que en la pintura o el cine. O en el body art. En fin: donde las presentaciones-representaciones subrayen una ausencia de compromiso con “lo establecido”.
O sea, definitivamente todo empezó con la pintura.
Así es. Y con un libro donde había reproducciones de desnudos y alguien que me invitaba a mirar. Por otra parte, había un forcejeo de tipo social, recuerda que estábamos en una beca, con las características que he explicado. Prácticamente todo el mundo daba por hecho que este amigo era “afeminado”. ¿Lo era, en verdad? Sí, lo era. Incluso, puedo decir que en él se añadía cierta androginia, más allá de la circunstancia de que todos usábamos uniformes. Uniformes inalterables, quiero decir: nada de arreglar la ropa excepto cuando quedaba demasiado ancha o demasiado estrecha. ¿Era él un sujeto “inteligible”, para decirlo en los términos de Judith Butler? No, tampoco.
¿Pintar era una actividad más o menos queer, o allí creabas solo un espacio particular?
Bien… eso me da gracia, pero tiene sentido. Una parte de lo queer se sostiene en que algo o alguien es “más o menos”. Después vienen el espejo, la autocomprensión, los activismos, etc., etc. Después te diré algo sobre el “más o menos”, donde hay mucha tierra firme.
Yo pintaba abstracciones y estudiaba el cuerpo. Sacaba buenas notas, aceptaba (no tenía más remedio) el régimen de estudio-trabajo (podar matas de naranja, o trabajar en una fábrica de baterías, por ejemplo) y regresaba al taller de pintura y me metía ahí durante horas. Tu pregunta tiene su cosa, porque en verdad cualquier actividad queer crea su espacio particular, para luego ser defendido frente a otros espacios excluyentes o exclusivos.
Pintar y ver pintura europea (diapositivas venidas directamente de los mejores museos del campo socialista) y escuchar música “culta” y hablar de libros y de pintores célebres entre personas jóvenes que ya nos entendíamos bien con el desnudo (fuera cual fuera), se convertía en una actividad queer. A veces venía alguien y nos encargaba la realización de pósteres políticos. Recuerdo haber hecho uno para celebrar el 60 aniversario de la Revolución de Octubre. Estaba a punto de irme de la beca para empezar en la Universidad.
El aniversario 105 del nacimiento de Lenin se conmemoró con una exposición de retratos al óleo. En fin, aquello era como una especie de contraparte, ¿no? Yo oía a Brahms por primera vez y discutía sobre pintura metafísica (Giorgio de Chirico), pero Lenin estaba allí también, asomándose con el dedo en alto.
¿Pero nunca tuvieron ustedes la oportunidad de usar modelos reales? Cuerpos, quiero decir.
¡Oh, sí, pues claro! Cuerpos, eso mismo… objetos diversos, alumnos que posaban… pero jamás desnudos. Desnudarse estaba fuera de cualquier consideración. Ten en cuenta: eran los años 1975 al 77. Años muy intensos en lo que toca a mi formación. No paraba de leer ni de pintar, y había que aprobar Química y Biología y Matemática.
En cuanto a posar desnudo, bueno… de eso se hablaba en voz baja. Había un grupo de amantes de las artes visuales que visitaban el taller y hacíamos tertulia mientras algunos de nosotros trabajábamos con acuarelas y tintas. ¿Posar desnudo era una opción viable? Sí y no. Entre nosotros (un grupito de tres) nos decíamos con firmeza que éramos capaces de posar así y que no teníamos miedo. Pero sí teníamos miedo, por supuesto. ¿Quién no tenía miedo por aquel tiempo, a esa edad? Aunque dialogar sobre eso no dejaba de ser excitante.
Definitivamente, nadie se atrevió.
Espera… el territorio queer estaba allí como un espacio-tiempo movedizo e inestable. Y hubo alguien que sí se atrevió. Creamos las condiciones en el horario de comida. Renunciamos a comer ese día. Estábamos nerviosísimos. Uno de nosotros se desnudó durante casi una hora.
Lo extraordinario, cuando te pones a pensar, es que hay una serie de intensidades de sentido que se manifiestan de manera anómala. Todos los días los varones nos veíamos desnudos en las duchas. ¿Por qué prohibir o censurar la desnudez en un taller de pintura?
Bien, se trata del significado de los espacios sociales, que “automáticamente” crea expectativas y tabúes y deseos. Al inicio, quien iba a posar era una muchacha que ya se destacaba como actriz en un pequeño grupo de teatro, pero el machismo de entonces invitaba a “protegerla” y dijimos que no. Yo habría muerto entonces por verla desnuda, debo ser sincero con eso. Y entonces se desnudó otro miembro de ese grupo, alguien que después se vinculó al cine y más tarde a la enseñanza artística.
¿Podrías decir que tu experiencia con el desnudo ha sido tan rica como para influir en tu obra como escritor?
Uff, ¡definitivamente sí! Pero es largo de explicar.
A ver, iré concretando: ¿ese momento, donde había alguien posando desnudo, fue el primer gran contacto, para ti, entre lo erótico, el territorio queer y el arte?
Sí, fue el primero. Antes hubo esos contactos librescos que he mencionado. Pero ese día fue liberador. Rompimos tabúes. Lo más curioso de todo es que fue en esas circunstancias donde entendí las ventajas reales de un cuerpo ante ti cuando te metes, activamente, bajo la piel del pintor. Yo me metí muchas veces bajo esa piel, con franqueza espontánea y con osadía y hasta con una sensualidad en los límites de lo morboso. Pero abandoné todo por la literatura. O más bien, metamorfoseé todo y lo puse a dormir, en estado latente, para dedicarme a la escritura y a los libros.
Dicen que eres un pornógrafo literario. ¿Hay algo de verdad en eso? ¿Compartirías esa afirmación?
La “sinceridad social” de la intimidad, por así decir, es muy complicada. La gente no está preparada para eso. No puedes ser tan sincero ni tan claro. Entonces te ponen ciertas etiquetas. Después de publicar Sexo de cine (y ya sabes: pronto harán diez años de eso) me llamaron, debo decir que con admiración, erotómano, erotólogo, erotófago, erotófilo. Voy a rectificar: sí puedes ser sincero y claro, aunque después te pasen la cuenta. Pero si nunca eres sincero y claro, te mueres bien jodido.
Pero lo de llamarte pornógrafo es también cierto, ¿o no?
Es cierto. Algo así como un pornógrafo queer. Las situaciones narrativas (y ahora también líricas, como se verá cuando se publique un cuaderno de poemas que terminé hace algún tiempo) van y vienen por el orbe LGBTIQ+, para volver a usar esas siglas tan elásticas.
Quizás lo de pornógrafo empezó en la Universidad. Yo cursaba el segundo año de la carrera y entonces todo el programa era muy contextual y debía aprobar asignaturas colaterales, como una que se llamaba Arte Latinoamericano. Me correspondió impartir un seminario sobre el período precolombino y escogí como tema la cerámica mochica.
Fui a la Biblioteca Nacional y me prestaron un conjunto de diapositivas que prácticamente nadie usaba, donde aparecían vasijas y esculturas muy sexualizadas. La cultura mochica daba mucho valor a la experiencia del sexo (incluido el sexo en grupo) y adoraban, de cierta manera, el pene en erección, incluso entre varones. Constituían un grupo humano muy queer, como es evidente. Presenté mi seminario con aquellas diapositivas y se formó el escándalo.
Y te acusaron de pornógrafo.
Por aquellos años, no estoy seguro de que esa palabra estuviera ya en uso acá. Sí me acuerdo de algunas muchachitas de la UJC comentando mis “inmoralidades”. Como entonces mi conducta no era la del joven entusiasmado por las actividades sociopolíticas, podrás imaginar cuán queer era yo desde temprano.