Tardo en orientarme, y no por esperada, la escena me parece menos confusa. Esa mañana el parque Céspedes no era el espacio público a donde uno va a conversar con un amigo, o a conectarse en la wifi, o aquel viejito a tocar el güiro para conquistar la atención de cualquier extranjero que baje del Hotel Casa Granda. El parque parecía, más bien, el patio de una escuela, con alumnos uniformados y profesores conduciendo al orden, “por aquí sí”, “por aquí no”, y “ustedes tres bájense de la catedral, quién los mandó a subir”. Un patio de escuela donde también estaban la Cruz Roja, la policía y algo de público.
“Niño, niño, el brazalete es en el otro brazo”, dice una señora sentada a mi lado a uno de los estudiantes de la fila que nos está corriendo por detrás. El muchacho la mira y esboza una sonrisita. La mujer insiste, la fila avanza y el muchacho sigue, sin mirar. Pasan otros y la mujer vuelve: “niña, el brazalete es en el otro brazo”. La niña se observa y responde: “en la escuela nos dijeron que era en el brazo izquierdo”, y se va. La señora se queda mascullando, como si le acabaran de desmoronar una de esas verdades en las que creyó toda la vida.
Salgo del banco y me voy a las escaleras de la catedral. Desde arriba la escena luce tal cual uno de esos cuadros naif costumbristas con muchos detalles: Niños y adolescentes de uniforme blanco y amarillo o azul, desembocando por la calle Heredia, haciendo tumultos en los lugares de sombra, comprando bocaditos en los timbiriches estatales y conformándose luego, y poco a poco, en hileras que van bordeando el parque. El destino final es la recepción del Ayuntamiento, donde se han dispuesto las fotos y las flores del homenaje a Fidel Castro.
No puedo dejar de notar que la mayoría de los jóvenes andan con el brazalete en el lado izquierdo, pero hay un hecho más trascendental aun y es que no solo los estudiantes portan el listón rojo y negro, también sus profesores, los de la Cruz Roja, los viejitos del parque, muy poca gente no los trae puestos. Salgo de la catedral, camino los alrededores y sigo viendo gente con brazaletes incluso lejos del circuito del homenaje.
A algunos se les ve la costura, el trabajo a mano, otros lucen profesionales como salidos de una fábrica. Hace casi un mes, cuando Cuba aun no se había estremecido por la muerte del líder, la maestra de mi hija le pidió un brazalete del 26 de julio para lucirlo este 30 de noviembre. Su abuela, diestra en la costura desbarató una blusa negra que ya no usaba, tomó otro pedazo de tela roja, cosió y bordó: M-26-7.
Algo parecido debieron hacer otras abuelas, madres o costureras por encargo, para que los niños cumplieran con la tarea encomendada por la escuela. Sin embargo, y no creo que hubiera sido la intención inicial porque no se habló de eso más que en los centros escolares, la muerte de Fidel extendió la iniciativa y movilizó a cientos de personas a la búsqueda del brazalete; unos por orientación, otros por imitación o por convicción propia, pero el acto simbólico se volvió un hecho popular.
El brazalete se utilizó por primera vez justamente un 30 de noviembre de 1956, en el alzamiento que Frank País organizara como apoyo al desembarco del yate Granma. Luego se siguió utilizando en las acciones lo mismo en el llano que en la Sierra, los dos grupos en que estratégicamente se dividió el Movimiento 26 de Julio. Parte de las labores de las mujeres dentro del grupo citadino era la confección de aquellos distintivos.
Esta era la primera vez que a los niños les pedían en las escuelas el uso del símbolo rojinegro, este sería un 30 de noviembre excepcional. Pero lo utilizarían antes de tiempo, días antes, en las honras fúnebres del líder de la Revolución cubana, y seguramente después.
“Mima, ahorita van a traer. Estos no son para vender, nos los encargó la Universidad”, dijo una señora que salió del fondo del atelier de la calle Barnada a una muchacha delante de mí cuando llegamos, casi al unísono, preguntando si tenían brazaletes. Minutos antes, le escuché decir a alguien que los estaban vendiendo en los talleres de costura de la ciudad. Me quedé un rato, como entretenida, quizás aflojaran y me vendieran uno.
Una de las mujeres recortaba tela de satín negro y rojo. Otra contaba y acomodaba. El resto seguía machucando la aguja en las viejas máquinas de coser, color óxido. Viéndolas me transporté a los 50, aunque los brazaletes no debieron hacerse nunca en un lugar público como este, lo cual es una metáfora del triunfo abrasador de las metas que se propuso aquella generación.
“Mira, en la tiendecita del parque Céspedes debe haber ahora”, nos dijo la mujer cuando nos vio indecisas. La muchacha comentó algo de que era para sus hijos. Cuando llegamos, había una colita. Los brazaletes eran diferentes, de lienzo y con la pintura aún fresca. “Eso es tinta de imprenta con gasolina”, comentó alguien. La muchacha compró dos, yo también, a 3 pesos cada uno. Una de las enfermeras del puesto médico ubicado allí, llegó diciendo: “Oye, acuérdate de que te faltan los de las tres enfermeras”. La mujer asintió.
Después de la muerte de Fidel, he escuchado mucho –lo mismo en la guagua, en la propia hilera hacia el Ayuntamiento– dos preguntas: “¿Y ahora qué va a pasar?” “¿Y ahora qué vamos a hacer?”, acostumbrados como estamos a actuar según la orientación, y estamos acostumbrados al “Si a mí no me lo dijeron no lo tengo que hacer” y “Si a mí no me dicen yo no voy”, como si Fidel nos hubiera dejado un país que no funciona sin su tutela, o la de alguien que se le parezca mucho, como si él fuera la medida de todas las cosas.
No dudo que haya bajado una orientación para el uso del brazalete, lo mismo en las honras fúnebres, que los actos del 30 de noviembre como en el recibimiento de las cenizas de Fidel el próximo sábado; pero la manera desaforada en que la gente los está buscando, sin esperar que alguien se los haga, se los entregue y se los ponga en el brazo, responde a un tipo de movilización que pocas veces he visto en la sociedad cubana.
El líder histórico de la Revolución Cubana ya no está y dentro de unos años no estarán tampoco quienes vinieron con él en el Granma, lucharon en la Sierra y triunfaron en 1959. Y qué vamos a hacer sin la inspiración de la que nos hemos alimentado por tanto tiempo, por la cual hemos aceptado los retos más idílicos, o los más altos sacrificios.
Hoy mi hija salió de casa con el brazalete en el lado izquierdo, los vecinos que la iban a llevar esta mañana a la escuela, los llevaban también, hija y padres. Por primera vez, Santiago lucirá miles de brazaletes, pagados del bolsillo propio o hechos en casa con la habilidad de una abuela, y justo en ese acto simbólico mínimo radica lo trascendental del hecho, en que sea un acto con alguna cuota de voluntad propia, de compromiso con más nadie que con uno mismo.
Es real, varias amistades me lo han contado. Al margen de que algunas escuelas lo pidieran a los niños, muchas personas espontáneamente empezaron a ponérselos, se han vendido miles y miles. Es algo muy interesante y lindo, que las personas decidan hacer esto. Estás muy clara de que ése es el verdadero valor del gesto, la voluntad.