El tren militar arribó a Ciego de Ávila a las 10 de la mañana. El viajero, antes de apearse del incómodo vagón, anotó en su cuaderno: “El viaje de las 35 millas duró 5 horas de calor”. El agobiante clima del trópico le había castigado tanto que presupuso un trayecto, desde el sureño puerto de Júcaro, mucho más largo de lo que en realidad fue.
El viajero se llamaba Richard Harding Davis y había conseguido del capitán general Valeriano Weyler y Nicolau un pase para visitar los lugares fortificados de la Isla. Para él eso no era nada del otro mundo y anotó con sorna que “todas las ciudades y pueblos de Cuba están fortificados y cualquiera puede visitarlos”. Tras recorrer cuatro provincias se había decidido por alcanzar la Trocha de Júcaro a Morón, ahora re fortificada y extendida hasta San Fernando, en la Laguna de la Leche.
Davis era corresponsal estrella del New York Journal, el periódico de William Randolph Hearst y rival del New York World de Joseph Pulitzer; su patrón le había enviado en compañía del dibujante Frederic Remington para que cubriese las incidencias de la campaña y no lo estaba haciendo mal. En justicia, él era un avezado reportero con mucha experiencia ya en conflictos bélicos. Claro está, con pase de Weyler y todo se le había intentado impedir el acceso varias veces, pero al fin venció todas las reticencias. Sabía, como astuto corresponsal, que le tenían echados detrás los sabuesos de la policía y no pocos espías, aunque siempre mantuvo la postura y serenidad que su aval garantizaba.
Lo mismo en La Habana que en otros sitios recorridos, se repetía la escena:
Se sentaban a mi lado en los cafés y las plazas, cuando tomaba un coche llamaban al siguiente en la línea y lo seguían por toda la ciudad hasta que mi cochero se alarmaba de que sospecharan de él y me llevaba de vuelta al hotel.
Pero como yo había visto a Mr. Gillette, en la película Servicio secreto, diecisiete veces antes de salir de New York, yo sabía exactamente qué hacer, que era, fumar todo el tiempo y mantenerme tranquilo y sin acalorarme.
H. Davis pudo recorrer la línea militar entre Júcaro y Ciego, tomó varias fotos y se entrevistó con varios oficiales del ejército español acantonados aquí. Era el primer periodista extranjero que exploraba la trocha y eso lo ufanaba. Descubrió que los materiales constructivos para edificar fuertes, fortines, blocaos, etc. procedían de los Estados Unidos y le pareció una hipocresía. Apuntó en su cuaderno: “el americano que grita ‘Cuba libre’ no es contrario a ganarse cuantos dólares pueda en la construcción en contra de la cual los cubanos pueden ser llevados al aniquilamiento”.
Le impresionó mucho la magnitud de la fortaleza y describió en detalle sus elementos, pero se hizo la idea de que no sería muy efectiva al estar rodeada de “tupida jungla” –léase monte firme–, lo que obstaculizaría, en caso de ataque, el poder de maniobra de las tropas españolas. No le convenció, en fin, el espectacular derroche de recursos en la obra ingenieril.
Hospedado en Ciego de Ávila, tuvo tiempo de recorrer el poblado que le resultó más caliente que Richmond y anotó: “Tanto es así que solo puedo imaginarme un lugar más caliente que Ciego, y yo no he estado allí”. Encuentra interesante el azote de la fiebre amarilla que provoca, según él, treinta muertes diarias entre los soldados y oficiales.
No todo era calamidad, pensó, cuando se topó con un bien equipado club de oficiales, con barra y billar. Comentó con uno de ellos lo placentero que era tener un lugar agradable como ese, para tomarse un refrescante baño después de una fatigosa marcha por la jungla y los pantanos de la zona a la caza de los insurrectos, y la respuesta del oficial lo dejó atónito; no había baños en el club ni en ninguna otra parte del poblado. Y presuroso apuntó en su cuaderno de viajes:
“La bañadera es la línea divisoria entre salvajes y seres civilizados. Y cuando me enteré de que regimiento tras regimiento de oficiales y caballeros españoles habían sido estacionados en ese pueblo –el más caliente, el más sucio y polvoriento que yo haya visitado– durante dieciocho meses, y ninguno había querido bañarse, creí desde ese momento todas las historias que había oído sobre sus carnicerías y atrocidades”.
A estas alturas R. H. Davis había llegado a la conclusión de que los desmanes y atropellos de las tropas españolas descansaban en su calidad de “pueblo bárbaro e incivilizado” –recuérdese la vigencia entonces de la infame reconcentración–, pero no nos llamemos a engaño: el viajero exageraba, porque agua era lo que sobraba en Ciego de Ávila y no se olviden de que el magnate W. R. Hearst era el patrón de Davis.1 Ciego de Ávila podía ser tal vez “un campamento de fiebres” pero no al extremo que lo pintaba el corresponsal del Journal.
Un testimonio valioso ofrece Richard Harding Davis en Along the trocha,2 listo para ser paladeado con placer y seguido con interés, pero mucho ojo con sus desplantes y exageraciones. Siempre hay que cuidarse, en los libros de viaje como este, de “los viajeros soberbios y escritores” que mencionaba José Martí.3 Juzgue usted por sí mismo.
Notas:
1Hearst fue uno de los propulsores del periodismo amarillo, basado en la explotación a toda costa del sensacionalismo; es descrito como “el principal provocador de la guerra entre España y Estados Unidos a fines del siglo XIX” (Juan Grigulevich). Su vida inspiró a Orson Welles uno de los clásicos del séptimo arte, el filme El ciudadano Kane.
2Este es un capítulo de su libro Cuba in war time.
3En Vindicación de Cuba, Martí expone su reserva sobre los juicios no siempre justos y veraces de los viajeros y escritores que frecuentaban la América Latina, y en otros escritos suyos también se puede apreciar esta opinión de alerta.