Llanuras de Camagüey, diciembre de 1874. Soplaba el viento frío, a veces en ráfaga, calando los cuerpos semidesnudos de algunos combatientes que solo llevaban un pantalón cortado por encima de las rodillas. Todos estaban subordinados al Mayor General Máximo Gómez Báez, maestro en el arte de la guerra de guerrillas, nacido en la vecina isla de Santo Domingo.
Cuando llegó al Camagüey para ocupar el puesto del General Ignacio Agramonte y Loynaz, caído en combate el 11 de mayo de 1873, hubo resistencia; sin embargo, las victorias en La Sacra, Palo Seco, El Naranjo- Mojacasabe y Las Guásimas disiparon cualquier duda sobre la capacidad militar y el valor de aquel hombre de pocas palabras, que parecía soldado a su brioso caballo.
Desde hacía más de un año Gómez intentaba llevar las acciones hasta las regiones de Las Villas y Matanzas, grandes productoras de azúcar, fuentes de riqueza para el régimen colonial. Aplicando la controvertida tea incendiaria pensaba destruir el sostén económico de las autoridades; también se proponía engrosar las fuerzas del Ejército Libertador, dispersar a las huestes hispanas e incrementar el prestigio de la causa independentista en el ámbito nacional e internacional.
Después de que el Gobierno de la República de Cuba en Armas dio luz verde al plan, comenzó a preparar una acción —tal vez la más peligrosa— que consistía en cruzar la Trocha de Júcaro a Morón, sistema de fortificaciones edificado por los ingenieros militares españoles, especie de frontera con Las Villas, vigiladas por miles de soldados que realizaban recorridos constantemente. Un sobreviviente de la epopeya la describió así al escritor Manuel de la Cruz:
Tajo de cíclope que hendía la isla desde los playazos del sur en la costa del Júcaro hasta el fuerte de Morón, teniendo desde aquí hasta el acantilado del norte, a manera de prolongación natural, la cuenca del río de Robles; orillada de fuertes, blockhouses, vallados, zanjas, pozos de lobo, fosos, mallas de alambre disimuladas entre las marañas repletas de bien distribuidas guarniciones rigurosamente vigiladas por numerosas rondas y estratégicas emboscadas; teniendo, además, sobre el Camagüey poderosa línea de observación —la Trocha era para los españoles de occidente lo que la gran muralla para los chinos, el dique opuesto a las irrupciones de las hordas tártaras del centro y oriente, el inexpugnable baluarte de Cuba española, hilera de columnas de Hércules erigidas como el reto y la amenaza de la fuerza omnipotente.
Al acecho
La organización de la columna no era tarea fácil. Muchos oficiales y soldados se oponían a pelear en otras regiones del país. Gómez envió pequeños grupos para explorar la zona de la Trocha. Disponía entre sus hombres de varios avileños y moronenses, antiguos monteros que conocían cada palmo del terreno; entre ellos, los hermanos José y Felipe Gómez Cardoso.
Decidieron pasar entre los fuertes 14 y medio y 15, cerca del puerto de Júcaro. La columna avanzó hasta Palenque, próximo a Jagüeyal. Se dice que allí, en sus montes, se ocultaron negros cimarrones provenientes del ingenio Resurrección, propiedad del Conde de Villamar. Acamparon unas horas el 6 de enero de 1875 y el mismo día continuaron a Sabana La Mar. Estaban en territorio que hoy pertenece al municipio de Venezuela, en la provincia de Ciego de Ávila.
Llegó el comandante José Gómez Cardoso, designado práctico del cruce, quien detalló los resultados de su exploración. El Generalísimo ordenó entonces a un grupo que partiera a vigilar las fortificaciones. En tanto, seleccionó a los zapadores, unos 100 hombres que irían a la vanguardia, armados con hachas, azadones, palos y otros medios para eliminar cualquier obstáculo que afectara el avance de la caballería.
El cruce
La vanguardia, dirigida por el general José González Guerra, estaba formada por infantes villareños. González, oriundo de Cienfuegos, en su juventud había sido portero de una valla de gallos, ayudante de farmacéuticos, vendedor de agua potable en un carretón, entre otras humildes labores. Nadie imaginó que sería un brillante militar, forjado bajo el mando de Ignacio Agramonte y Máximo Gómez.
Para proteger el paso de la vanguardia, Gómez eligió a la tropa del Mayor General Manuel Suárez Delgado, nacido en Santa Cruz de Tenerife, Islas Canarias, y graduado de la Escuela Militar de Toledo con el grado de teniente. Veterano de la guerra de Marruecos, donde fue ascendido a capitán y recibió varias heridas, se estableció en La Habana, pero abandonó la carrera de las armas y al conocer el alzamiento independentista del 10 de octubre de 1868, viajó a Nueva York con el objetivo de regresar a Cuba en una expedición, hecho consumado en mayo del año siguiente.
Suárez y sus hombres dispararon al fuerte desde territorio camagüeyano. Rememoraba años después un testimoniante en el libro Episodios de la Revolución cubana, de Manuel de la Cruz:
Recuerdo que los infantes que nos apoyaban, rodilla en tierra, no tardaron mucho en apagar los fuegos del fuerte junto al cual pasamos los jinetes, y que atacaron con tan fiera saña que un capitán, en tono de zumba que da, sin embargo, clara idea de la actitud de nuestros tiradores, dijo por lo bajo: -Si no los moderan se comen el fuerte.
Una vez pasada la vanguardia, cruzaron el Cuartel General y la infantería. Fue entonces que Máximo Gómez estuvo a punto de morir.
Gómez, montado en indómito y escultural caballo, rivalizando ambos en nerviosidad, se destacaba sobre la silla revolviendo los negros y brillantísimos ojos, mesándose de continuo, con su gesto característico y sus manos pequeñas y afiladas, el poblado bigote y la larga y espesa perilla color de endrina, perfilándose sus anchos hombros, su cabeza correcta y morena, su cintura de virgen, entre los membrudos y corpulentos hombrazos de su escolta.
Nunca, como entonces, me pareció más digna del óleo o del mármol su militaresca figura. En el momento álgido de la brega, cuando pasaba frente al fuerte, una bala le hiere en el cuello. Se llevó la mano a la herida y ordenó apresurar la desfilada. Si la bala hubiera ahondado una línea más, la asfixia lo habría matado. Chorreando sangre, dominando el caballo que pugnaba por romper el freno, siguió al galope atravesando la línea.
Los mambises tuvieron, además, seis bajas de infantería. Entre los heridos se hallaba el avileño Felipe Gómez Cardoso. Francisquito era una finca ganadera, situada cerca de un lugar que hoy llamamos Gato Prieto. Allí, debajo de un frondoso palmar, el Generalísimo detuvo la marcha para recibir atención médica. Luego acamparon en Palo Alto, donde existía un embarcadero. Después continuaron por Hoyo de la Palma, abundante de pasto, con una laguna y cuevas, sitio que posteriormente le serviría de campamento fijo a sus tropas. Así fueron internándose en territorio de Sancti Spíritus. Comenzaba la invasión, una de las hazañas más importantes de las realizadas durante la Guerra de los Diez Años.
Fuentes:
Centro de Estudios de Historia Militar de las FAR: Mayor General Máximo Gómez Báez: sus campañas militares, La Habana, 1986.
Manuel de la Cruz: Episodios de la Revolución cubana, Miranda, López Seña y Cía., La Habana, 1911.
Máximo Gómez: Diario de Campaña, Instituto del Libro, La Habana, 1969 y
Benigno Souza: El Generalísimo, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1986. Elaboración del autor.