Lápiz en mano, traza líneas sobre madera para luego someterla a una sierra eléctrica. Una y otra vez se escucha el rugido del aparato devorando el trozo de tablón, moldeándolo a voluntad de unas manos hábiles y delicadas. Con un taller adornado por numerosas herramientas a sus espaldas, un ambiente campestre enfrente y el aserrín acariciando sus pies, Elena Espinosa Rodríguez conversa sobre carpintería, un oficio que ha practicado por más de 30 años.
“Nunca he conocido a otra mujer que se dedique a lo mismo que yo. Una vez, vi a una que entrevistaron en la televisión, pero era de las provincias orientales, creo”, comenta mientras arregla su cabello.
¿Y cómo llega Elena a una actividad casi consagrada a los hombres? “La necesidad, el tener tres hijos que mantener y verse obligada a buscar alternativas”, dice entre suspiros, y agrega alzando la vista, como remontándose en el tiempo: “Observaba a un carpintero, ya anciano, y fui aprendiendo poco a poco. Al morir, me dejó este taller. Hasta mi esposo, electricista, terminó sumándose”.
Aunque inicialmente la carpintería constituyó para Elena una vía de escape en tiempos difíciles, hoy dedicarse a esta función le resulta gratificante. “Hago todo tipo de cosas: mesas, sillas, sillones, camas… y reparo también. Tengo muchos encargos, a veces tengo que esconderme de la gente”.
¿Acaso huye del trabajo? No, Elena no le tiene miedo a trabajar, se aventura en cuanta empresa le presente la oportunidad de aprender. “Si me piden hacer algo que nunca antes haya hecho, digo que sí, a fin de cuentas, tengo la misma capacidad que quien se dedica a esa tarea. Todo está en proponérmelo”.
Pero ella no es solo carpintera. Cuando no está entre instrumentos y maderos, se rodea de inanimados seres a los que va dando color y vida.
“Me encantan las muñecas. Tenía ocho hermanas y mi padre nos abandonó. Imagínate, mi madre no nos pudo comprar juguetes. Por eso, ahora recojo muñecas botadas o sus partes: un brazo aquí, un pie allá. En casa, las rearmo, las lavo, les pongo ropa”, explica a la par que muestra, una tras otra, las obras de sus manos.
Una de pies dispares hermosamente vestida y peinada, otra que ha recibido una nueva cabeza y cabellos rizos sujetados por un gorro, infinidad de ellas en el cuarto o en la sala, cerca del juego de muebles confeccionado y tapizado por esta artesana-carpintera. Sobre el sofá y las butacas, unos tapetes complementan la decoración.
¿También el arte de los hilos se le da a Elena? “Sí, sí, yo tejo y hago muñecas de trapo”. Me lleva al cuarto de la nieta, en la casa de su hija, muy cerca de la suya. En un estante, junto a muñecas importadas, se hallan las suyas, las de trapo. Considera que no tienen comparación con aquellas vecinas, capaces de hablar al accionar un botón. En su opinión, enseguida se distinguen por su baja factura, y al mirarlas no puedo dejar de admirar su acabado y regresar a la infancia. Pienso si quizás su nieta sea como esa niña de la historia que abandonó un reluciente juguete por su muñeca negra.
Alrededor de 11 años tenía Elena cuando en la esquina de su casa, en una edificación de aspecto colonial, se filmó la película cubana El otro Francisco. Cumplidas ya 54 primaveras continúa en su Zayas, poblado de Mariel donde siempre ha vivido, creciéndose ante cada reto y adorando la posibilidad de cada día tomar algo viejo y abandonado para darle un nuevo valor. Del martillo a la aguja, de la aguja a todo un universo por aprender.