La industria tabacalera, fundada en 1886 en Ybor City, Tampa, por el hombre de negocios valenciano Vicente Martínez Ybor (1818-1896), no hubiera sido factible sin nuevos desarrollos de las infraestructuras que tuvieron lugar en los Estados Unidos finiseculares, en especial, el ferrocarril y la modernización de la bahía.
En 1884 Henry Bradley Plant (1819-1899) y su Plant Investment Company habían conectado el área con el sistema ferroviario por entonces existente al norte, lo cual permitiría el trasiego de mercancías y personas en magnitudes nunca antes vistas con otros estados de la Unión. Por su parte, por esa misma época el vapor Mascotte empezó a viajar entre los puertos de Tampa y La Habana haciendo escala en Key West. A bordo de ese barquito –y de otro, el Olivette— venían las hojas de tabaco procedentes de Vueltabajo, primero para las factorías de Ybor City y luego para las de West Tampa. Y junto a ellas, torcedores buscando una mejor vida, expulsados de la Isla por lo mismo de siempre: una economía deshecha. Y también, desde luego, conspiradores de ida y vuelta. En el Mascotte llegó a Cuba la orden de José Martí a Juan Gualberto Gómez para el levantamiento del 95, enmascarada en un tabaco torcido en una de las factorías tampeñas, como lo recoge uno de los episodios de Elpidio Valdés.
A fines de los 80 el inmigrante escocés Hugh Macfarlane (1851-1935) compró doscientos acres de tierra al oeste del río Hillsborough. Poco después, en 1892, decidió sacarle partido a esos terrenos pantanosos e improductivos y empezar un nuevo emprendimiento. El objetivo: edificar otra ciudad para producir tabacos, tanto para el mercado interno como para la exportación. Hacerle, en una palabra, la competencia a Ybor City.
El primer intento fue la fundación de la fábrica de los hermanos Manuel y Fernando J. del Pino, en la que se enrolló el primer tabaco el 15 de julio de 1892. La nueva ciudad, se iba a llamar Pino City, pero la fábrica no prosperó, al menos por un par de razones. La primera, problemas de transporte para trasladar la mano de obra de Ybor City a la factoría; la segunda, la insuficiente disponibilidad de viviendas para torcedores, empleados administrativos y sus familias.
En un segundo momento entró al juego la O’Halloran Cigar Company, propiedad de los habaneros Blas, Estanislao e Ignacio O’Halloran, quienes como del Pino y Co., Martínez Ybor y otros empresarios, durante la Guerra de los Diez Años se habían mudado a Key West para seguir produciendo tabacos ante una economía arruinada por la Guerra. Entonces el propio Hugh Macfarlane dio dos pasos definitivos: construir un puente levadizo sobre el río Hillsborough y una línea de tranvía comunicando a ambas localidades. Los tabaqueros de Ybor, que procedían mayormente del Occidente cubano, bautizaron entonces a West Tampa con un nombre que les era bien familiar: “El Cerro”, de la misma manera en que les pusieron a sus calles nombres como Habana, Matanzas, El Prado y Gómez.
Los O’ Halloran habían llegado a Tampa estimulados por el propio Macfarlane, pero también por el éxito comercial de Ybor. Se pudo entonces comenzar a implementar, al fin, el sueño del fundador, no sin antes construir y rentar viviendas a los trabajadores por una modesta suma, la mejor estrategia del mundo para atraer mano de obra. Era lo mismo que había hecho Martínez Ybor al fundar su boomtown al otro lado del río, pegado a la bahía; tanto que los tabacos podían depositarse en barcos y trenes apenas sin costos de transportación.
No parece necesario abundar en el impacto cubano en aquella Tampa de fines de siglo. Se trataba de un territorio cuya actividad económica fundamental fue, desde el inicio, la producción de tabacos. Una ojeada a los datos censales de entonces permite apreciar que el incremento de la inmigración cubana entre 1886 y 1890 se relacionaba centralmente con las oportunidades de empleo en esos inhóspitos parajes, atestados hasta entonces de cocodrilos, mosquitos, miasmas y enfermedades tropicales. En 1890 su población ascendía a 5 532 habitantes, de los cuales 2 424 – es decir, el 43.8%– eran cubanos. Paralelamente, o poco después, se irían incorporando españoles, italianos, irlandeses, alemanes, chinos…, una expresión de melting pot y del papel de los emigrantes en la prosperidad. Se trataba de una comunidad transnacional, si bien con una distintiva impronta hispana.
Pero lo de los cubanos no era solo un asunto demográfico. El mismo año de la fundación de Ybor City, un espía peninsular advertía lo siguiente a sus superiores: “muy pronto” –escribía– “Tampa será uno de los focos de conspiración separatista que deberemos vigilar cuidadosamente”. Estaba claro, sobre todo considerando la experiencia de Key West, donde agentes como él habían provocado incendios en aquellas fábricas de madera atestadas de “laborantes” –por oposición, las construidas en Tampa eran sólidas fortalezas de ladrillo vivo. En efecto, apenas un quinquenio después en Tampa se habían constituido varias organizaciones revolucionarias, entre las que sobresalían la Liga Patriótica Cubana y el Club Ignacio Agramonte. Fundada en 1889 y presidida por el combatiente del 68 Néstor Leonelo Carbonell (1846-1923), esta última es la que invita a José Martí a su primer viaje a la ciudad, que tuvo lugar del 25 al 28 de noviembre de 1891.
La invitación coincidía con la madurez de los planes martianos de unificar a los cubanos para la guerra necesaria, justo cuando ya ha elaborado la idea de constituir un partido destinado a lograrla, lo cual ocurriría finalmente con la fundación del Partido Revolucionario Cubano (PRC) el 10 de abril de 1892.
Martí vino a Tampa sobre todo a organizar: “Y digo que acepto jubiloso el convite de esa Tampa cubana, porque sufro del afán de ver reunidos a mis compatriotas” –le respondió a Carbonell desde Nueva York. “¿Y a qué me querrán ellos a mí como yo los voy queriendo? ¿Es la patria quien nos llama? Obedecemos, pues, que de seguro ella nos alienta”. Y más adelante, habla de “la oportunidad magnífica de vernos, de hablarnos, de poner juntos los corazones, no debemos desaprovecharla: hay que crear”.
Un punto de la mayor importancia consistía en laborar “sin recelos y sin exclusiones” por esa unidad. Por eso al calor de actividades y encuentros, en Tampa escribió un texto en el que, entre otras cosas, decía:
Los emigrados de Tampa, unidos en el calor de su corazón y en la independencia de su pensamiento, proclaman las siguientes
Resoluciones:
1ª Es urgente la necesidad de reunir en acción común republicana y libre, todos los elementos revolucionarios honrados.
2ª La acción revolucionaria común no ha de tener propósitos embozados, ni ha de emprenderse sin el acomodo a las realidades y derechos y alma democrática del país que la justicia y la experiencia aconsejan, ni ha de propagarse o realizarse de manera que justifique, por omisión o por confusión, el temor del país a una guerra que no se haga como mero instrumento del gobierno popular y preparación franca y desinteresada de la República.
3ª La organización revolucionaria no ha de desconocer las necesidades prácticas derivadas de la constitución e historia del país, ni ha de trabajar directamente por el predominio actual o venidero de clase alguna; sino por la agrupación, conforme a métodos democráticos de todas las fuerzas vivas de la patria; por la hermandad y acción común de los cubanos residentes en el extranjero; por el respeto y auxilio de las repúblicas del mundo, y por la creación de una República justa y abierta, una en el territorio, en el derecho, en el trabajo y en la cordialidad, levantada con todos y para bien de todos.
4ª La organización revolucionaria respetará y fomentará la constitución original y libre de las emigraciones locales.
El 26 de noviembre pronunció en el Liceo de Tampa su seminal discurso “Con todos y para el bien de todos”, un programa de unión y a la vez de futuridad: ahí estaba delineada la República que quería fundar. Se refirió a los torcedores: “este pueblo culto, con la mesa de pensar al lado de la de ganar el pan”, aludiendo a la labor de cultural de los lectores de tabaquería dentro del gremio. Y les dio entrada a su pensamiento más íntimo, antes volcado en cartas a sotto voce: “este pueblo de amor que han levantado cara a cara del dueño codicioso que nos acecha y nos divide”. Lo mismo, pero en otros códigos, que lo que escribiera a inicios de ese año en un ensayo publicado originalmente en El Partido Liberal de México, donde aludía a “los gigantes que llevan siete leguas en las botas”.
El Liceo fue para Martí estrella y paloma: “Yo abrazo a todos los que saben amar. Yo traigo la estrella, y traigo la paloma en mi corazón” […]. Y más adelante dijo unas palabras que hoy resuenan acaso como nunca antes: “Se dice cubano, y una dulzura como de suave hermandad se esparce por nuestras entrañas, y se abre sola la caja de nuestros ahorros, y nos apretamos para hacer un puesto más en la mesa, y echa las alas el corazón enamorado para amparar al que nació en la misma tierra que nosotros”.
El primer párrafo comienza: “Para Cuba que sufre, la primera palabra. De altar se ha de tomar a Cuba, para ofrendarle nuestra vida, y no de pedestal, para levantarnos sobre ella” […]. Luego se refiere a la república. Será, dice, “de ojos abiertos, ni insensata ni tímida, ni togada ni descuellada, ni sobreculta ni inculta”, la república en la cual la ley primera fuera “el culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre”.
Y pone, de pronto, una terrible adversativa: “O la república tiene por base el carácter entero de cada uno de sus hijos, el hábito de trabajar con sus manos y pensar por sí propio, el ejercicio íntegro de sí y el respeto, como de honor de familia, al ejercicio íntegro de los demás; la pasión, en fin, por el decoro del hombre, o la república no vale una lágrima de nuestras mujeres ni una sola gota de sangre de nuestros bravos. […] cerrémosle el paso a la república que no venga preparada por medios dignos del decoro del hombre, para el bien y la prosperidad de todos los cubanos!”.
Cuentan que a partir de entonces los tabaqueros de Ybor City y West Tampa empezaron a aportar un día de haber para el proyecto de Cuba Libre. Lo nombraron “el Día de la Patria”. Fernando Figueredo (1846-1929), contador de la factoría de los hermanos O’Halloran y luego primer alcalde de West Tampa (1895), asegura que las recaudaciones de los tabaqueros, incluyendo a los de Key West, llegaron a alcanzar la suma de entre 30 y 50 mil dólares mensuales. Se utilizarían, entre otras cosas, para financiar el Plan de la Fernandina, cuyos tres vapores fueron decomisados por las autoridades debido a una delación.
Pero, a pesar de eso, el ideal de república ya estaba delineado y en movimiento, listo para ingresar en la cultura política del futuro.
Brillante y muy bien documentado. Publiquen, por favor, cosas como estas a menudo.
Alfredo, un detalle: cual era el tonelaje del Moscotte? Saludos!