Mérida, capital del estado mexicano de Yucatán, es una ciudad amable… si en esta época del año usted puede resistir las elevadas temperaturas, en verdad infernales, que el 11 de junio pasado llegaron a registrar una sensación térmica de 52,6 grados centígrados. Por lo demás, es una urbe vivible, que se deja caminar, con un Paseo de Montejo espléndidamente arbolado y un centro histórico vivo, el mismo que exhibe a cada paso casas y escenas sorprendentes para el que, como yo, anda de paso, no quiere perderse nada y evita que lo traten de turista.
A pesar de sus 921 771 habitantes (datos de 2023), aún las calles no se hallan congestionadas de vehículos, y el porcentaje de hechos delictivos es ostensiblemente menor al de cualquier zona del país, aspectos que, entre otros, ha hecho que la revista Forbes la haya elegido entre las tres mejores ciudades mexicanas en las que habitar y desarrollar negocios.
Andando las calles del centro, me llama la atención que muchas esquinas tienen nombres, no obstante la excelente demarcación en números pares y nones. Algunas de esas denominaciones están solo en la memoria de los pobladores, que se las transmiten de generación en generación, y otras, además, se señalan con graciosas placas cerámicas empotradas en la pared.
Me gustan, por sus apelativos sugerentes y floridos, las esquinas de El mono suelto (38 y 63), El sapito (40 y 47), El chupaflor (40 y 59), El aeroplano virado (46 y 59), La bendición de Dios (46 y 61), La tórtola (64 y 45), El morrongo (43 y 72), La honradez (72 y 51), El rebumbio (72 y 47), La gotera (72 y 45) La perla (47 y 64) y La Tucha (57 y 66).
Esta última posiblemente aluda a una historia que tiene que ver con nosotros, los cubanos. De plano, hay tres leyendas que tratan de explicar el nombre que se ganó la esquina, las que rápido y mal podemos señalar como la de la niña deforme, la de la niña altanera y la de la tiple cubana.
Pero antes hay que fijar que tucho es una especie de mono de género atele, propio del Mayab, notable por su hedor y primo hermano del mono araña, feísimo, una suerte de “coco” usado para atemorizar a los pequeños. De modo que el apelativo, en ningún caso, puede ser tenido por amable.
La primera leyenda cuenta de una niña contrahecha que vivía por esos lares, objeto de mofas y burlas despiadadas. Cuando murió, los vecinos se sintieron avergonzados y peregrinaron al cementerio a llevar su cadáver y rendirle el respeto que en vida le negaron. Le llamaban la Tucha.
La segunda historia habla de una infanta de altísimo rango social que despreció el presente que una bruja le hizo en el mercado, cuando paseaba con sus sirvientas. Por extraño sortilegio, la menor se convirtió en tucha, y no recobró su figura original hasta que no se arrepintió de haber sido desagradecida y altanera.
Pero la narración que valida el historiador Juan Peón y Ancona tiene como protagonista a Caridad (¿Caridá?), mulata cubana llegada a Yucatán a fines del siglo XIX. Al parecer, Cachita unía a sus dotes musicales (puso una academia de canto, francés y baile) a la exuberancia que la naturaleza le había regalado. En su Casa de Té, llamada La Coca, recibía a los más conspicuos miembros de la sociedad meridana, varones todos, que agasajaban a la antigua cantante de zarzuela y la llenaban de presentes, al parecer sin recibir favores de esta. Algo así como “te calientas aquí, pero te desfogas allá”.
Según la describe Peón y Ancona, Cacha era una mujer de “rompe y raja”, con cabello encaracolado y frondoso, gustaba entallarse los vestidos y exhibir los pechos, vencedores de la ley de gravitación universal, a través de sus escotes profundos. Podía vérsele en el portal de su casa y deambulando por el barrio, derramando la gracia insolente con que había venido al mundo.
Gonzalo Castro, caballero notable de la ciudad de entonces, pasó de la admiración a la pretensión, y de esta al metejón que, como se sabe, es lo que los sexólogos llaman enamoramiento extremo o muerte en la carretera. Ese furor no pasó inadvertido a su esposa, Doña Isabel, mujer dispuesta a todo con tal de defender la integridad de su hogar.
Lo cierto es que Chabela fue a discutir con Cary y le “puso el bafle” con repertorio subido, ante la mirada divertida de sus pariguales. Los cronistas no registran la magnitud del intercambio de misiles verbales; tampoco dicen si voló una que otra chancleta, o si hubo violentos estirones de cabellos, muy al uso entonces (y ahora) en pleitos entre damas.
Tuvo tal dimensión el escándalo, que Caridad se sintió en la necesidad de replegarse, y al poco tiempo vio clausuradas sus fuentes económicas. Remitieron alumnos y clientes, y perdió la supuesta o verdadera casa del té y el embrión de conservatorio.
Un buen día dejó de vérsele. Algunos dicen que puso Golfo de México por medio y regresó a Cuba; otros, que se mudó más adentro del territorio mexicano, y allí comenzó una nueva vida, con nombre cambiado, para ejercer el oficio que tan bien conocía: ¿la música?
La vedette cubana, que desde el principio fue llamada la Tucha, moró en un inmueble que no se ha podido fijar con precisión, aunque es criterio unánime que se encontraba en esa esquina.
Rumbo a la Catedral de Yucatán, la primera erigida en territorio continental de América (segunda mitad del siglo XVI), consagrada a San Idelfonso, y que cuenta con la estatua del Cristo de la Unidad, el más grande que pueda hallarse bajo techo, el cansancio y el calor me lanzaron de cabeza contra la Casa Maya, en la esquina de la 42 y la 59.
Se trata de un restaurante de cocina típica e internacional, donde lo mismo se pueden degustar tacos de relleno negro, la célebre cochinita pibil y la sopa de lima, que recetas mediterráneas. Pero para mí lo verdaderamente valioso fueron su patio sombreado y sus aguas de frutas heladas. Y una personita.
La hostess del lugar me recibe amable. Es una muchacha canela y sonriente enfundada en una blusa típica bordada. A la primera oración que cambiamos, le digo: “Tú eres cubana”. Ella sonríe con timidez. Ha de ser que en su puesto le conviene pasar por una chica local. Pero enseguida se distiende, y en segundos estábamos contándonos nuestras vidas.
Se llama Mabdiely, es de Regla, y está, como quien dice, recién llegada de la isla. En Cuba estudiaba Química a nivel universitario. Quiere concluir la carrera y, si todo sale bien, pasar con su familia a los Estados Unidos. Por ahora está agradecida de contar con ese trabajo, con compañeros y jefes alegres. Me da pena seguir interrumpiéndola y me despido. Pide que vuelva en los días que me quedan de este lado. Pero yo sé que no se trata de la simple promoción al lugar. Quiere seguir hablando de Cuba, su tema y el mío.